España ante la esclavitud

Hace poco he visitado la isla de Gorée, frente a Dakar, y la "Boone Plantation", cerca de Charleston. Dos escenarios que resumen cinematográficamente la tragedia de la esclavitud: Gorée, punto de partida de millones de negros africanos acarreados hacia América, reflejado en la serie Raíces y la plantación algodonera de Carolina del Sur, marco de Lo que el viento se llevó.

Tragedia en la que los europeos jugaron un papel esencial. El presidente Chirac, en nombre de Francia, y el premier Tony Blair, en nombre de Gran Bretaña, han pedido solemnemente perdón en nombre de la memoria histórica. En España no se ha producido todavía una reflexión crítica de fondo sobre este genocidio, a pesar del papel central que jugó nuestro país tanto en el establecimiento de la esclavitud ultramarina como en la resistencia a acabar con ella.

Se ha alegado que nuestros compatriotas no destacaron en el inicuo tráfico de esclavos, aunque alguna ilustre fortuna tuviera en él su origen. Ciertamente, el comercio estuvo primero, principalmente en manos de árabes y genoveses, seguidos de portugueses, holandeses, franceses. Los británicos, después de lograr el "derecho de asiento" en el Tratado de Utrecht que les daba el monopolio del comercio con la América hispana, fueron pioneros en prohibir la trata de modo gradual a partir de la resolución de la Cámara de los Comunes de 1792.

La América española fue el gran destino inicial del tráfico esclavista por la práctica desaparición de la población indígena en el Caribe, el Golfo de México y Brasil, producida por el nefasto sistema de repartimiento y encomiendas. Sistema combatido frontalmente por uno de sus iniciales beneficiarios, Fray Bartolomé de las Casas, al afirmar que "ningún hombre es esclavo, todos los hombres son iguales y susceptibles de perfectibilidad". Afirmación que le valió la sarcástica crítica de promover la trata por su defensa de los indígenas, como si el médico que diagnostica una enfermedad fuera el responsable de la misma.

El siglo XIX fue el de la emancipación de la esclavitud en América. En el Caribe francés, tras la abolición inicial por la Convención en 1794 y su restablecimiento por Napoleón, perduró hasta 1848. En las repúblicas hispanas, la abolición se produjo con la proclamación de independencia, Hidalgo en México en 1812, Bolívar en 1816. A los Estados Unidos les costó la sangrienta guerra civil de Secesión entre 1861 y 1865.

En la España metropolitana, tras el intento fallido de abolición en las Cortes de Cádiz por Argüelles, Guridi y Antillón, asesinado por este motivo, la abolición se produjo en 1837. En ultramar, el hacendado portorriqueño Julio Vizcarrondo creó, tras liberar a sus esclavos en 1865, la Sociedad Abolicionista, y se lanzó a una activa campaña. Hubo que esperar a la Gloriosa, para que se promulgara en 1870 la Ley Moret de "vientres libres", en la que tras rechazar la enmienda de Castelar proponiendo la abolición inmediata, se concedió la libertad a los futuros hijos de esclavas. En 1873, el Gobierno de Ruiz Zorrilla promulgó la abolición de la esclavitud en Puerto Rico.

El debate entre las progresistas sociedades abolicionistas frente la feroz oposición de las conservadoras ligas nacionales prosiguió toda la década de los 70 tanto en la metrópoli como en Cuba, en donde los hacendados se oponían a la liberación de los 400.000 esclavos, proclamada ya por el ejército rebelde de Céspedes en 1868. Un joven criollo recién salido de prisión, de nombre José Martí vivió en Madrid el debate, sobre el que escribió más tarde que "España, sorda, era la única nación del mundo cristiano que mantenía a los hombres en esclavitud" (El plato de lentejas, 1894). Las figuras que encarnaron la confrontación fueron Castelar, incansable batallador por la abolición inmediata frente a la posición conservadora de Cánovas del Castillo quien, por una ironía de la historia, tuvo que promulgar en 1880 la abolición gradual. La razón fue la firma de la Paz de Zanjón en la que se reconocía la emancipación de los esclavos que se habían unido a los independentistas, de no hacerlo para los demás se creaba una incitación a la "autoliberación", simplemente con pasarse a la rebelión. No obstante, se estableció un sistema de patronato, que vinculaba al esclavo con su patrono por ocho años, aunque hubo que derogarlo antes. Cánovas no ocultó nunca que la medida violentaba sus más íntimas convicciones, expresadas en declaraciones al periódico francés Le Journal en 1896: "Creo que la esclavitud era para ellos [los esclavos de Cuba] mucho mejor que esta libertad que sólo han aprovechado para no hacer nada y formar masas de desocupados".

Al contrario, la historia muestra cómo la aportación de la cultura afroamericana es, superando la indignidad de la negación racista, un componente esencial del mestizo mundo hispano actual. En palabras de Carlos Fuentes, se trata del "testigo más claro de la injusticia en las Américas. Los hechos, el trabajo, las leyes y el lenguaje de los negros confluirían en la corriente más poderosa hacia la justicia que haya conocido el Nuevo Mundo".

En mi juventud, seguí con pasión el debate gracias al informe sobre la "Abolición de la esclavitud en Cuba" que escribió mi tío abuelo Mariano Barón, colaborador del presidente de la Sociedad Abolicionista, Joaquín Mª San Romá. Un pariente que no conocí pero con el que me siento orgulloso de compartir apellido e ideas cuando concluía que "sólo una ley de emancipación inmediata y radical puede satisfacer las justísimas exigencias de la civilización y la humanidad".

Ahora, en vísperas de las celebraciones del 200º aniversario de la emancipación de las repúblicas hispanoamericanas, se presenta la oportunidad de hacer el histórico gesto de reconocer la justicia de una abolición que acompañó a sus proclamaciones de independencia, de las que surgió una Comunidad de países con los mismos valores y una poderosa cultura mestiza. Es de esperar que España no falte a la cita en esta ocasión.

Enrique Barón Crespo, eurodiputado socialista y ex presidente del Parlamento Europeo.