España, ante su encrucijada en Latinoamérica

Han cruzado los océanos, impetuosos y optimistas, seguros del triunfo de su causa y del valor de sus proyectos. Desembarcaron en las indómitas tierras tropicales, confiados en el Dorado de las leyendas y en la exuberancia inabarcable de un continente presto a someterse al dulce yugo del capital. Sin embargo, en su apuesta por Latinoamérica, los empresarios y políticos españoles desarrollaron una estrategia cortoplacista, ingenua y enajenada de la realidad. Tras años de bonanza y crecimiento, aquel primer ímpetu comienza a disiparse. Veamos el porqué.

España se interna en las celebraciones de los bicentenarios de la independencia americana con un creciente optimismo sobre su papel en la región. Hace mal. Existen pocos motivos para una alegría desbordada. Desde el primer instante del desembarco, los empresarios españoles no han sabido manejar una estrategia de comunicación seria y audaz. Y los políticos, irresponsables, han avalado este grave desliz con su desidia, aplaudiendo las prebendas y canonjías que repartieron por doquier los distintos lobbistas.

Todos se han sumergido en un error de cálculo tan obtuso como pernicioso: considerar que los gobiernos latinoamericanos siempre y en todas partes representan a la población. En un continente con el mayor índice de volatilidad electoral del planeta -auténtico territorio comanche de la incertidumbre política-, confiar en el lobby coyuntural con el poder de turno raya en la candidez expansiva o en la más burda insensatez. Que un presidente te invite a desayunar o te lance piropos en una reunión no asegura una posición de poder. Mucho menos, hay que saberlo, en Macondo.

Pese a lo que sostiene cierta intelligentsia progresista, las democracias latinoamericanas están lejos de consolidarse. Latinoamérica es terreno fértil para el despliegue bárbaro de masas golpistas, la irrupción del populismo más rancio o el triunfo de espasmos autoritarios propios del chavismo y el indigenismo radical.

El pacto del pueblo con el Estado, a lo largo y ancho del continente, está sometido al vaivén precario de la economía y a las reivindicaciones sociales, golems peligrosos que de un momento a otro se pueden desatar. ¿Cómo entregar los intereses de una empresa global o la alta diplomacia de un Estado a gobiernos cesaristas incapaces de vencer la miseria y la corrupción?

El capital electoral de los políticos latinoamericanos termina esfumándose cuando no combaten frontalmente la pobreza. Y esto sucede, por desgracia, con frecuencia. Y cuando menos se espera, surge un pliego de reclamos populares que exige, entre otros corderos pascuales, el cadáver de las empresas extranjeras. Éstas, que en un momento determinado prefirieron el oropel de la Corte antes que el calor de la Plaza, observan impotentes cómo sus antiguos validos son liquidados con saña por el desborde popular y la crisis del Estado. Pecar de soberbia palaciega, olvidando que otros factores de poder también son importantes a la hora de rendir cuentas, tiene un precio muy alto. Por eso, no sorprende contemplar el grado de legitimidad que alcanzan entre los latinoamericanos más pobres las medidas abusivas e ilegales que el chavismo y sus satélites implementan frente al capital foráneo.

La imagen de las empresas españolas, contra todo lo que defienden sus lobbistas, es de las peores en la región. Las inversiones españolas no tienen asegurado su futuro en el Nuevo Continente.

Los bicentenarios de la independencia que se aproximan serán el pistoletazo de salida a una serie de reivindicaciones políticas y económicas que pueden mellar la presencia del ahorro ibérico en Latinoamérica. Y ¿a qué se debe esto? A una miopía empresarial que privilegió un canal aristocrático con presidentes, ministros y cortesanos, olvidando las pasiones del gran elector popular.

Las empresas que recalan al sur del Río Grande tienen que hacer una labor social, cueste lo que cueste. Aquéllas que comprendan que una riqueza permanente está ligada al desarrollo local y a una correcta relación con todos los actores sociales, ahorrarán mucho dinero y prosperarán.

El socialismo del siglo XXI no es, como afirman algunos analistas, una ideología reformista, singular y autóctona, basada en el consenso y superadora de las taras autocráticas del marxismo, el leninismo y el maoísmo. Se trata, por el contrario, de una renovada estrategia de poder, otra táctica institucional, una nueva técnica para el golpe de estado democrático.

España debería mantenerse alerta ante los fundamentos conceptuales de la revolución bolivariana, porque todos ellos debilitan la poliarquía, un sistema de gobierno que tanto se valora en la Península. El discurso fariseo y pusilánime del Gobierno español cosecha declaraciones altisonantes, cainitas o directamente parricidas.

Evo Morales considera que el 12 de Octubre es un día de luto y Hugo Chávez se desgañita denunciando el «imperialismo español». Que nadie lo dude. El cáncer del autoritarismo terminará por mellar los intereses españoles. Acompañar a Chávez a la librería no basta para obtener un blindaje impenetrable. Servir a Mammon antes que a la democracia es un mal negocio, a corto y largo plazo. Sólo el Estado de Derecho frenará el tsunami de estatalizaciones, ordalías políticas y guillotinas empresariales que tarde o temprano amenazarán la posición de España en la región.

La política internacional, los intereses geoestratégicos, y los objetivos nacionales españoles están ligados a la supervivencia de las democracias latinoamericanas. Y también al mundo de las ideas, en las que se ha perdido un terreno indiscutible. El hispanismo, en tanto movimiento intelectual, agoniza. Refugiado en los falansterios de algunas doctas academias, ha dejado de ser ese fenómeno de masas que transformó radicalmente el novecientos americano.

El materialismo del Calibán anglosajón liquidó los sueños arielistas de renovación espiritual y ya no campean por América -para desgracia de España- polígrafos de la talla de José de la Riva Agüero, José Enrique Rodó y Rubén Darío, sendos defensores del León de Castilla. Colonizados por el big brother estadounidense, la nueva élite latinoamericana y su tecnocracia posmoderna se preparan en inglés para estudiar en la Ivy League.

España ha dejado de ser el destino académico y político por antonomasia en Latinoamérica, aunque pervivan los lazos indestructibles del idioma y la religión. Lo latino reemplaza a lo hispano, forjando una nueva hispanidad que se asoma al siglo XXI con millones de inmigrantes latinoamericanos viviendo en el Viejo Mundo. Todos ellos, parafraseando a Víctor Andrés Belaunde, crearán ¿crearemos? una nueva síntesis viviente, una hispanidad de nuevo cuño, aquí, en la Península.

No se trata de apoyar a las democracias por razones ideológicas. Sostener el Estado de Derecho y fortalecer las instituciones va más allá, con repercusiones en la política del día a día. Batirse por la libertad implica apostar por la supervivencia de las naciones latinoamericanas como países viables, con un futuro por conquistar. Defender la democracia como forma de gobierno es el único camino que tiene este país para asegurar sus intereses regionales. Si nos unimos a la autocracia, pereceremos con ella.

Para evitar un retorno sin gloria, hemos de examinar estas cuestiones básicas de la realidad latinoamericana. España tiene un papel histórico en la región que puede menguar, como todo en las relaciones internacionales y en la geometría del poder. Los lazos indiscutibles que compartimos latinoamericanos y españoles son una base segura para la colaboración, pero ni mucho menos la garantía del éxito inmediato.

Los bicentenarios pondrán a prueba hasta qué punto podemos colaborar. Y si del quinto centenario del descubrimiento emergió una corriente empresarial con aciertos y yerros evidentes, de los bicentenarios de la independencia puede y debe surgir una nueva hispanidad, acorde con un mundo globalizado. He aquí una utopía indicativa por la que, francamente, vale la pena luchar. Manos a la obra, entonces.

Martín Santiváñez Vivanco, director del Center For Latin American Studies Maiestas Institute.