En tiempos de afluencia y estabilidad, los gobernantes gozan de la rara suerte de poder abordar problemas más o menos gestionables hoy, antes de que se conviertan en intratables mañana. Los líderes pueden así influir el presente y diseñar el futuro, gobernando para su generación inmediata y, en parte, la siguiente. Pero para ello tienen la difícil responsabilidad de preparar a la sociedad para nuevos desafíos. Nuestros líderes recientes poco han hecho en esto último. Los que llegan, en los tiempos que corren, no tendrán ningún paréntesis de 100 días de oro ni en el ámbito interno ni en la escena internacional. Heredan un Estado y una democracia en crisis, y un mundo de crisis en cadena. Pero esa responsabilidad de un gobernante, a menudo incómoda, pero ética, es aún más aguda.
En este sentido, uno de los riesgos de la España post 20-D es que gobernantes, políticos y ciudadanos ahondemos en la introspección política y social de nuestro país. El tozudo ensimismamiento ibérico ha sido, con excepciones, la regla en la España moderna y parece serlo en la postmoderna también. Esta introspección tiene hoy, irónicamente, mucho de europea. Los europeos, antaño navegantes, descubridores, humanistas y científicos, ya no miramos con periscopio al mundo que nos rodea. Llenos de inseguridad, lo hacemos con miedo a cualquier cambio a nuestro estilo de vida.
Vista desde esta Ucrania donde escribo, o desde casi cualquier país en nuestra vecindad, esta introspección hispana es preocupante. Mientras Europa profundiza en sus divisiones e irrelevancia global, y el mundo entra en una era de inseguridad, la España política está en vilo. Una cierta introspección, en las actuales circunstancias, es inevitable. La duda es si es sintomática de una sociedad que o no es capaz de afrontar dinámica y competitivamente el mundo que viene, muy hobbesiano, o aún cree poder contenerlo de manera indefinida en nuestras fronteras. Todo en base a la ilusión de que mantendremos, sin duros sacrificios y reformas, nuestros estándares actuales, y en base a una falsa dicotomía entre lo doméstico y lo internacional hecha trizas por la crisis financiera de 2008, los refugiados o los terroristas de París.
Un segundo riesgo, ligado al de introspección, es el mero continuismo de algunos tótems dogmáticos de pensamiento e inercias que han solido condicionar la aproximación de nuestras élites a las relaciones exteriores, marcando la política exterior española. Tótems que se traducen en errores de diagnóstico sobre el escenario internacional, en continuos frenos para una acción exterior mínimamente ambiciosa o en repentinos vaivenes (el voy a Irak, me voy de Irak es sólo un ejemplo) que dilapidan la credibilidad de España. Nuestra visión de política exterior sigue a menudo presa bien de lugares comunes y dogmas -muchos maniqueos- sobre Europa, la OTAN, Rusia o la política de alianzas, bien de polvorientos conceptos de derecho internacional más propios de 1945 (o antes) que del siglo XXI. A ello se une la incontenible tentación demagógica de marcar frívolos puntos en casa con dossieres tan complejos como Kosovo (Cataluña) o Siria (Las Azores).
La política exterior y, desde luego, la diplomacia, son ámbitos, sí, que tienden al mantenimiento del status quo, la protección de intereses y a evitar riesgos políticos al Gobierno de turno. Pero la regeneración colectiva que la llamada nueva política propugna y, sobre todo, los tiempos requieren, debería incluir la política exterior, sin tampoco caer en populismos o aventurismos. Un primer paso consistiría en abrir nuestro pensamiento político a otras visiones vigentes en Europa y el mundo actual, replanteándonos algunos de tales dogmas, lugares comunes y tentaciones simplistas.
Abordemos por un momento la idea de una Europa más fuerte en el mundo, canon de todos los gobiernos y los principales partidos españoles. La realización presente de este proyecto en una Europa de unos 30 Estados con profundas divergencias, es dudosa. Su realización futura, como nos insiste el cuestionable determinismo histórico que domina en ciertos ámbitos de Bruselas, también. Pero, sobre todo, que Europa prosiga con su interminable ombliguismo y bizantinas luchas, cuando no existe voluntad política real para proyectos de tal envergadura, es contraproducente. Seamos honestos: si el mundo se mueve a pasos agigantados, no bastan ya los pequeños pasos. Pero ese paso de gigante que precisaría la Europa encorvada de hoy, como la idea de una política de defensa común que ahora dice proponer Podemos, requeriría a los Estados una serie de renuncias que no están dispuestos a contemplar. ¿Reconocería España a Kosovo por mayoría cualificada del Consejo de la UE? ¿Renunciaría, con otros Estados Miembros, a su representación en foros internacionales clave en favor de instituciones comunes -cuya pericia diplomática y criterio, a veces, deja mucho que desear-? ¿Aceptaríamos un mayor presupuesto en Defensa y tomaríamos las decisiones inmediatas para la defensa urgente de los países bálticos o Finlandia? Habrá que plantearse estas cuestiones de manera seria. Entretanto, uno, trabajemos más estratégicamente en esa realidad imperfecta, medio integrada, medio nacional, de alianzas variables que es la Europa actual (una banda de jazz en permanente jam sesión, más que una orquesta). Dos, luchemos contra la fragmentación europea y la involución democrática. Tres, dotemos ya de contenido práctico a la idea de solidaridad ante escenarios como los atentados de París y el millón y pico de refugiados del que, en 2015, sólo se redistribuyeron 272.
Lo cual me lleva a otros instintos que muchas veces marcan nuestra agenda exterior, como el aislacionista y el instinto contemporizador de lo autoritario. Sobre el primero, no es sostenible el mantra de Irak ante casi cualquier conflicto internacional donde se plantee una dimensión militar, sobre todo con todos los avales de legalidad y legitimidad necesarios, desde ONU y UE hasta nuestro Parlamento. Elude una reflexión madura sobre el mantenimiento de la seguridad nacional y colectiva en un mundo de Estados fallidos, actores hostiles estatales y Daesh. Este instinto, sobre todo en su vertiente más ideologizada, parte de una dudosa, pero cómoda superioridad moral que discutirían, si les dejaran, muchos afganos, bosnios o yazidíes.
El otro instinto al que me refiero es uno de los motores de esa realpolitik barata y mercantilista que conduce a demasiados gobernantes y políticos españoles a abrazar déspotas en Eurasia u Oriente Próximo, con promesas de amistad eterna. Ni suele dar tanta rentabilidad económica y de seguridad, ni es sostenible en tiempos de demandas globales de mayor empoderamiento cívico y popular. La naturaleza brutal de las relaciones internacionales excluye quizá una política exterior basada sólo en el apoyo a disidentes y fuerzas de democratización. En la diplomacia seguirán pesando otras lógicas, y seguirá habiendo dilemas sin solución clara ante escenarios imperfectos como Túnez, Moldavia o Ucrania, por no hablar de Rusia. Pero, como democracia moderna, tenemos que cuestionar el posibilismo del status quo. No podemos tampoco por sistema pedir a otros pueblos que acepten vivir resignados bajo sistemas en los que no querríamos vivir -salvo, claro, los dogmáticos e ideólogos que se empeñan en condenar a sociedades ajenas a sufrir utopías propias-.
Por tanto, más allá de la agenda diaria y el tuit de turno, los líderes actuales deberían empezar a abordar estos retos, en vez de, como flautistas de Hamelín, decir siempre lo que sus distintas bases quieren oír (¿se acuerdan del final de la fábula?). Tienen dos opciones básicas: una agenda exterior conservadora y reactiva (que a menudo une a fuerzas de izquierda y derecha), o una renovada y renovadora, más internacionalista, propia de un Estado y comunidad política que quiere ser protagonista activo de la nueva era. Pero por encima de líderes concretos, gran parte de la responsabilidad en una sociedad madura y consciente políticamente reside en sus ciudadanos. ¿Tendremos esa altura de miras? ¿O, similar al contexto que describía Stefan Zweig en El mundo de ayer, caminamos casi sonámbulos al final de una etapa dorada de seguridad y el comienzo de otra marcada por la incertidumbre y el caos?
Francisco de Borja Lasheras es director adjunto de la Oficina en Madrid del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores.