España, Cataluña y las fuerzas profundas

Muchas veces, a lo largo de mi vida, he tenido conocimiento de las diversas interpretaciones que se han hecho del franquismo. Una de las que más me convenció fue la de Tierno Galván, personalidad muy dada a interpretar. Era el año 1954 cuando, obtenida su cátedra de Derecho Político en la Universidad de Salamanca, se apresuró a acudir a la ceremonia del otorgamiento a Franco del doctorado honoris causa de aquella Universidad. Tenía verdadero interés en conocer y en observar de cerca al dictador. Cuando percibió las limitaciones que como persona tenía, más visibles, según él, por encontrarse entre intelectuales, Tierno concluyó: “Franco significaba menos que el sistema”.

Los fundamentos más consistentes de todo sistema se encuentran en las corrientes profundas de la sociedad. Tiempo llegó en que al sistema le tocó cambiar. Algo que hubiera sucedido aun con un Franco inmortal.

El cambio se produjo impulsado por dos potentes motores: la democracia y Europa. Tomó cuerpo en la Constitución de 1978. Entre los catalanes hubo quienes la exaltaron sobre manera. Miquel Roca, durante su elaboración, insinuaba a los vascos que renunciaran a su derecho histórico al concierto económico. Otros, como Jordi Pujol, tuvieron sus dudas. Pujol, aun reconociendo la solidez del mapa de Estados de Europa occidental, llegaba a decir: “tal vez algún otro...”

Solucionadas las dos cuestiones estrella, fue haciéndose fuerte una fuerza no bien tratada en la Constitución y en sus aplicaciones: la de Cataluña. Una fuerza histórica de firmes caracteres que generó un problema natural hasta llegar ahora a un cierto parecido entre el desencuentro catalán con el Título VIII de la Constitución y el del fin del franquismo.

Probemos el uso que hemos hecho del epíteto natural con algunos hipotéticos ejemplos. Si en la Occitania francesa, del Atlántico a Italia, la lengua occitana se hablase en la misma proporción que el catalán en Cataluña, Francia tendría ahora un problema político territorial semejante al nuestro. Igual le ocurriría a Italia si en Padania se hablase una lengua que no fuera el italiano. Si la relación poblacional Londres-Edimburgo (o Glasgow) fuese la misma que la de Madrid-Barcelona, la exaltación actual escocesa sería tan vigorosa como la catalana. Y así ocurriría en Bélgica con el 70% de los bruselenses teniendo el flamenco como lengua materna. Parecido pasaría en Suecia si albergara en sus límites territoriales a Noruega, como ocurría antes de 1904. No es cuestión por lo tanto de caprichos o de quimeras. Es cuestión de obvias realidades.

Para entender bien el binomio España-Cataluña es inevitable dar oídos a los potenciales condicionamientos que se encuentran bajo dicha relación: cultura, economía, poder, psicología, marco europeo etc... Para prestarles atención es menester la madurez que supone el gusto por lo objetivo que lleva consigo un amor a Cataluña y a España. No a un choque de trenes.

Tan poco objetivo es decir “separación” como “Constitución”. Salvo que haya antes una exploración de lo profundo que es lo que, quiérase o no, se irá, de una forma de otra, imponiendo. Y, si se va a imponer, ¿por qué no ser receptivo a los hondos influjos de dimensiones históricas acomodándose a ellas desde un sabio que hacer dialogante y pragmático?

Buscar dichos componentes supone grandeza de ánimo. Una grandeza que lleva necesariamente al diálogo. Pero un diálogo liberado —como hipótesis de trabajo— de previas anteojeras (ley, sentencias, soberanía, votación, líneas rojas). Así lo hicieron los alemanes y los franceses que, después de la II Guerra Mundial, montaron sesiones de reflexión en aquel hotel de Caux colgado a lo alto del lago Leman. Los políticos, los diplomáticos, los economistas, los sindicalistas, asentada la convicción de la paz inexcusable, estuvieron preparados para aceptar la concreción posterior: el Tratado de la CECA. No empezaron la casa por el tejado.

Diálogo pues, a la escucha. Es el tiempo que podría ofrecer Mas demorando la consulta. Ahora el referéndum sólo tiene una cara. La de la independencia. ¿Por qué no hacer que tenga dos siendo la otra la de cierta relación binacional progresiva “Castilla”—Cataluña? Es lo que muchos catalanes quisieran. Evitaría muy angustiosos movimientos, ahora camuflados, con respecto a la Unión Europea. No separaría de Cataluña a Valencia y a Baleares. Mantendría la riqueza del gran ámbito español con cambios en la vertiente del poder. Al no verla propuesta, sin embargo, se sienten obligados a optar por la más radical y espinosa.

Lo que acabo de decir, a muchos españoles incluso intelectuales, vistos los manifiestos, les suena un poco a chino. No han dedicado tiempo a madurar un contacto con las fuerzas profundas. Ni a pensar en las hipotéticas situaciones de Francia, Italia, Gran Bretaña, Bélgica, Suecia antes mencionadas como obvias. Es materia de reflexión ofrecida desde este modesto artículo.

Santiago Petschen es profesor emérito de universidad.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *