La entrada de noche por la carretera de Barcelona ofrece una vista llamativa. De lejos, a la derecha, una mancha de colores brillantes irrumpe en el campo de visión ocupando un lugar que debe de corresponder a un edificio; llegando más cerca, al color se suma el texto, escrito en varias lenguas, que decora un hastial de formas rectas y texturas metálicas coronadas por una gran cresta de color naranja. En él domina la palabra libertad, título del poema de Paul Éluard elegido por Jean Nouvel como motivo decorativo de la fachada del enorme hotel inaugurado aquí hace unos años. Su singularidad es que cada planta o cada elemento del edificio han sido proyectados por un estudio distinto (19 en total), de manera que por fuera el hotel es en realidad una estructura uniforme y de líneas muy simples. Pero por dentro es muchas cosas diferentes. Decorar la fachada con algo muy parecido a un círculo cromático es un modo de avivarla sin dar forma al espacio interior, que queda disponible, cuya rareza es evocada por el poema de Éluard.
Probablemente sin saberlo, los directivos del grupo hotelero que idearon la construcción de un edificio tan singular promovieron una síntesis de dos lugares extraordinarios que se hallan muy cerca de su establecimiento, apenas a cien metros. Desde 1969 esa entrada a Madrid había sido dominada sin rival por las Torres Blancas de Sáenz de Oíza («Torres», porque iban a ser dos). Mucho antes que el grupo Silken, él pensó un edificio excepcional: «Lo único que definía eran los núcleos verticales de comunicación y las áreas de acceso, nunca las casas, pues yo defendía la libertad del supuesto cliente de la Torre para hacer su propia casa», explicaba el arquitecto.
La idea de construir un espacio habitable que permite y aun exige una decisión libre de quien ha de ocuparlo no es sólo un motivo arquitectónico, es mucho más. Sáenz de Oíza pretendía un edificio que irrumpiera en la ciudad «como un árbol», enraizado y nutrido de ella, como un perímetro sólido y protector y con un espacio interior casi vacío y a disposición de quienes lo habitaran; una construcción en la que uno nunca se preguntaría si estaba subiendo o bajando, porque «tanta atracción tendría el suelo como el techo».
Casi con seguridad, el arquitecto no tuvo intención alguna de hablar de una España política nueva cuando ideaba su obra, pero en realidad lo hizo. Ese edificio mostraba en 1969 que la libertad podía tenerse en pie y ser habitable, robusta y acogedora. Esa grácil mole gris ha iluminado la vocación de la mayoría de los alumnos de la Escuela de Arquitectura de Madrid, y así, casi como a un ser vivo, la miramos muchos que de críos quisimos pasar junto a ella, que la contemplábamos como a una germinación casi milagrosa en mitad de un suelo árido y nos preguntábamos cómo sería vivir en un sitio así.
A falta de mejor explicación, yo creo que fue por esa sutil emanación de libertad y genio por lo que a menos de 50 metros de las Torres Blancas se halló desde principios de los 80 el centro tópico -en las dos primeras acepciones del término- del cambio social español: Rockola, local en el que se dibujó un círculo cromático tan vivo (la Movida) y con tanta cresta como el nuevo hotel de la Avenida de América, que es en realidad la segunda torre blanca, porque cuando un círculo cromático se pone en movimiento y toma velocidad, todos los colores ocupan el mismo lugar en el ojo de quien mira y el círculo se vuelve blanco.
La España transida cedió su lugar a la España transitada, que se dispuso de inmediato a ejercitarse en el oficio de la libertad, a dibujar círculos cromáticos y a darles velocidad, a fundir en uno todos los colores salvo el negro, pese a ETA, sin hacerlos desaparecer, a obrar el milagro de que todos pudieran ocupar al mismo tiempo el mismo lugar, el mismo territorio, el mismo país. En España, en 1977 la primavera no floreció sólo en los parques; floreció también en las farolas, en los coches, en los quioscos y especialmente en las paredes. En Madrid, también en las del Metro. Todos los colores estaban allí en forma de pegatina o de cartel. En nuestro trayecto hacia el colegio, mis amigos y yo solíamos realizar un experimento extraordinario. Acercábamos la cara a la pared de algún pasillo largo -habitualmente el trasbordo de la estación de Pueblo Nuevo entre las antiguas líneas 5 y 7- hasta casi tocar la pared con la punta de la nariz, e iniciábamos una carrera tan rápida como nos era posible, con los ojos abiertos de par en par y la mirada dormida sobre el muro. Por unos segundos, todos los colores de la pared se fundían en nuestra retina en una mancha blanquecina, todos eran lo mismo aunque todos eran diferentes; todos estaban en el mismo lugar, aunque todos ocupaban espacios distintos. Ésa era nuestra nación, eso era España.
«Cuando decimos que no podemos pensar en dos colores en el mismo lugar cometemos un error [...]; y nunca intentaríamos decirlo si no fuésemos engañados por una analogía». La cita es de Wittgenstein, y su aplicación a la política española me parece transparente.
El pensamiento tosco, que ignora lo que el hombre, su mirada, es capaz de hacer con el mundo, afirma que no podemos pensar en dos colores a la vez en un mismo lugar. Los españoles de la Transición demostramos que es posible y que es bueno. Va siendo hora de que nos lo recordemos y de que lo contemos. Porque, al final, los partidarios de la monocromía social siempre terminan por descubrir que para imponerse necesitan que se nos haga a todos de noche y que se nos vaya la luz. O que cerremos lo ojos. En eso están.
Miguel Ángel Quintanilla Navarro es politólogo.