España como pasión

Hubo un tiempo, un tiempo demasiado largo y pesaroso, en que España era apenas una punzada de dolor moral, una maldición histórica, un ideal imposible, un fracaso colectivo. Varias generaciones de españoles solo encontraron en su país y en sus símbolos el testimonio de un sueño roto y de una esperanza malograda. El pesimismo nacional, que ilumina muchas de las mejores páginas de nuestra literatura y de nuestro pensamiento, de Quevedo a Ortega, de Larra al 98, es el fruto intelectual de la constatación de una recurrente derrota: la de la concordia, la del progreso, la de la razón, la de la modernidad. Siglos de frustraciones, páramos de desencanto, desiertos de melancolía por oportunidades perdidas e ilusiones tantas veces truncadas, por repetidas decepciones de ruina, de pobreza, de oscuridad y de mal fario. Y la presencia desoladora, sombría, consternada, del «viejo país ineficiente» de Gil de Biedma, ese cuya triste Historia siempre termina mal porque acaba dominada por los demonios del rencor y de la sangre. El viejo, lánguido, cansino problema de España.

Todo ese desencantado rosario de tristezas está hilvanado por episodios de incomprensión interna, de sectarismo cainita y de encono político, casi siempre cifrados alrededor de la eterna cuestión identitaria. De todas las naciones de nuestro entorno, España es de las más atormentadas por la duda eterna sobre sí misma, sobre su propia condición de hecho nacional, sobre su desempeño común. El interminable debate sobre la estructura y el ser de España, cuajado de particularismos egoístas, enfrentamientos territoriales y reivindicaciones fragmentarias, ha intervenido siempre como un factor perturbador de la cohesión y de la convivencia y ha producido numerosas deserciones morales del concepto de patriotismo, agravadas por la grosera manipulación y la apropiación simbólica que la dictadura franquista efectuó del patrimonio inmaterial de la españolidad. Gran parte de los ciudadanos actuales han heredado una noción patriótica enferma de recelos, tullida de prejuicios, afligida por un profundo desaliento. En contraste con este agotamiento de la esperanza, con este desfallecimiento sentimental, los nacionalismos periféricos han levantado sus banderas emotivas para construir nuevos patriotismos a su medida al amparo del generoso marco que la Constitución otorgó a las fórmulas de autogobierno en la búsqueda —ahora sabemos que fallida— de una solución para el perpetuo conflicto de las reivindicaciones de identidad. El resultado de todo ese proceso ha sido una España menguada en su musculatura emocional e incapaz de enorgullecerse de sí misma por culpa de un virus pesimista inoculado en sus generaciones maduras. Una España que pese a haber desarrollado un tránsito democrático ejemplar parece, o parecía, resignada a la insatisfacción, el cansancio histórico, el remordimiento y la culpa.

De repente, y alrededor de un fenómeno de apariencia trivial como el fútbol —«lo más importante de lo que no es importante», dijo alguien—, ha brotado en todo el país una sacudida de orgullo que exhibe en medio de una euforia sin prejuicios un alborozado sentimiento de pertenencia. Ya había ocurrido hace dos años, en la Eurocopa de Austria, cuando la selección española trituró con un éxito incontestable el malditismo que se había apoderado de su trayectoria como un trasunto de todos los fracasos colectivos de la nación. El triunfo de Viena, que culminó en el deporte más popular una emergente trayectoria victoriosa en otras modalidades —baloncesto, ciclismo, tenis, automovilismo, etcétera—, desencadenó una eclosión de entusiasmo que sobrepasaba el ámbito de la alegría épica para rescatar una pasión nacionalista integradora. Una nueva generación de españoles jóvenes, nacidos en la democracia, se reivindicaba a sí misma reflejada en los grandes deportistas como un grupo humano rebelde a la resignación y el conformismo, refractario a las divisiones artificiales y a los sempiternos cainismos cernudianos, entregado a la solidaridad y satisfecho de encarnar un país igualitario, moderno y sin deudas históricas.

La continuidad del éxito futbolístico en el torneo de mayor prestigio y valía, la Copa del Mundo, ha permitido que cristalice el optimismo como una seña de autorreconocimiento. Las multitudinarias celebraciones callejeras, con la bandera nacional como representación emblemática asumida con generalizada espontaneidad, han rescatado un patriotismo emocional e integrador desprovisto de agresividad y de rencores, sin complejos ni trabas. La selección de fútbol, compuesta por un crisol de jugadores de diversas procedencias en el que destaca una potente y estratégica representación catalana, se ha convertido en el símbolo de una España plural rebelde a los prejuicios divisionistas y las convulsiones que envilecen la vida política, un país abierto y acogedor en el que la juventud se reconoce con fluida naturalidad e impetuosa llaneza. Los valores de esa nueva nación democrática, identificada con el entorno europeo y despegada de la tradición derrotista, han estallado en las calles para rescatar una España satisfecha, al fin, de sí misma. Una España como pasión que permanecía oculta tras el impostado velo de sectarismo que ensombrece la escena pública oficial.

España como pasión, pero no como la pasión inútil que era hasta ahora el rasgo más acentuado de su imaginario moral. La larga galopada victoriosa de la selección, allá en Sudáfrica, ha provocado el rescate de España como motivo de orgullo y su rehabilitación como marca. Eso es lo que refleja la marea radiante de cánticos y enseñas: el autorreconocimiento de los españoles en las virtudes de esfuerzo, discreción, dignidad, solidaridad y trabajo bien hecho que han aglutinado el éxito futbolístico como un compendio de conducta colectiva capaz de rescatar nuestra maltratada imagen ante la opinión pública internacional. Una nueva forma de sentir el patriotismo, honorable y respetuoso, despojado de animadversiones arrojadizas y de malquerencias disgregadoras, reacio a dejarse secuestrar por las suspicacias y las frustraciones. Un sentimiento desenfadado, sin fantasmas, que ha dado la vuelta a la desmoralización, al abatimiento y a la tristeza, precisamente en unas circunstancias sociales críticas en que el país parece agarrotado por las incapacidades de su dirigencia, que trata de subirse al carro de la euforia popular con patético ventajismo oportunista.

El efecto balsámico de esta sacudida emotiva —que puede ser un verdadero cataclismo si el equipo nacional vuelve esta noche con el título mundial en el equipaje— ya no tendrá vuelta atrás por más que los viejos vicios públicos de desapego, inercia, corrupción y sectarismo reaparezcan cuando se disipen los ecos de la fiesta. La irrupción de una generación emergente que reclama valores nuevos es un catalizador imparable de energías colectivas a las que nadie va a poder levantar diques de fracaso. Este patriotismo emocional, vívido y desenvuelto, participativo y abierto, constituye una experiencia decisiva que permanecía pendiente desde la Transición y consolida una sentimentalidad común y un estado de ánimo diferente al doloroso lamento esencialista. Para esta gente que canta en las plazas el estribillo de «yo soy español, español, español» se han acabado las excusas del fracaso. España es, parafraseando a Blas de Otero, la camisa roja de su esperanza.

Ignacio Camacho