España como problema

El 4 mayo de 1898, el primer ministro británico lord Salisbury pronunció un pesimista diagnóstico sobre el futuro de España, apenas conocido el hundimiento de la flota española ante la norteamericana en la bahía de Cavite. A pesar del cuidado que Salisbury emplea para no ofender de modo directo y de la seguridad de que nuestro país se encuentra acompañado en el discurso por otros como Turquía, no existe duda alguna de que en ese momento España es incluida entre las "naciones moribundas" (dying nations), las cuales, marcadas por el atraso y por Estados débiles y corruptos, se encuentran destinadas a ser presa de las "naciones vivas" en el reparto territorial.

La conciencia de esa crisis nacional fue un rasgo definitorio de las reflexiones de los intelectuales que Ramón Sender bautizó como los noventayochos. Dentro de distintas coordenadas se repetía la situación ya experimentada en torno a otra crisis anterior, la de 1600, que Pierre Vilar llamó "el tiempo del Quijote", sin ser casual que la figura del Quijote volviera a ser un referente esencial tres siglos más tarde. En este tiempo de desplome económico y de brillantez intelectual, surgirá una serie de pensadores, los llamados arbitristas, lúcidos a la hora de detectar los males económicos de España y de su imperio, limitados en su alcance por la voluntad de encontrar soluciones de inmediata eficacia. El fenómeno reaparece con los intelectuales del 98 y de modo particular con los proyectos regeneracionistas, cuyo discurso refleja con frecuencia el atraso que pretenden remediar. De ahí la trascendencia de pensadores como Ortega y Azaña, que buscaron al mismo tiempo una interpretación histórica de la crisis y propusieron un análisis de los recursos políticos y culturales que pudiesen alentar el impulso modernizador.

Solo que los cambios no dependen en exclusiva de la historia cultural. Del mismo modo que en el tiempo del Quijote el conjunto de causas que intervienen en la crisis se encuentran insertas en la realidad económica y política, en el 98 la factura a pagar tiene su origen en la trayectoria histórica de España desde las postrimerías del Antiguo Régimen. El arranque de la modernización política fue ya el anuncio de las limitaciones que habían de gravitar sobre el Estado-nación: la guerra de Independencia peninsular fue un episodio heroico, brutal y trágico, cuyo enorme coste, reforzado por la pérdida del Imperio americano continental, agostó las posibilidades de un relanzamiento económico sobre el cual hubiera podido desplegarse el liberalismo. Así el esplendor ideológico y político de la Constitución de Cádiz no es sucedido por una era de trabajo y libertad, como vaticinaba Goya en grabados como "Lux ex tenebris" o "Esto es lo verdadero", sino por el despotismo oscurantista que el aragonés refleja en su inmisericorde retrato de Fernando VII, de Santander, con la imagen de la Constitución como esperanza semiescondida.

Siguió un encadenamiento de círculos viciosos, de guerras civiles, desarrollo económico focalizado y ajustado al atraso del mercado nacional, pronunciamientos, e instituciones liberales desvirtuadas por un parlamentarismo a la inversa (M. Artola). Los efectos son conocidos: fracaso de la enseñanza como agente de nacionalización, corporativismo militar y en conjunto, estrangulamiento de los procesos integradores que hubieran debido consolidar el Estado-nación. España, furgón de cola en el tren europeo. De ahí el veredicto de lord Salisbury ante una pérdida de Cuba donde quedaron reflejados los síntomas de frustración: "desolación y esterilidad" de una política colonial.

A diferencia de Francia, que también había sido durante el Antiguo Régimen una monarquía de agregación, cuyos componentes históricos fueron literalmente barridos en por la Revolución, en España la tela de araña del atraso tejió su supervivencia. El azar quiso además que las regiones donde la misma tuvo lugar en lo político (Fueros) o en lo cultural, fueran las que experimentaron procesos de modernización económica en el siglo XIX: Cataluña, País Vasco. Frente al desprestigio del Estado, se desarrollaron movimientos nacionalistas con un sentido centrífugo cada vez más acusado e implantación creciente. Al ensayar una solución traumática, el franquismo propició su reaparición a medio plazo, amen de un aura de sacralidad conferida por el martirio político y cultural que les impuso la dictadura.

La inesperada sorpresa llegó cuando el progreso económico y la democracia política, con el Estado de las autonomías, no favorecieron la solución del problema, sino a medio plazo su agravamiento progresivo. La mayor descentralización registrada en Europa, incluido el régimen de privilegio vasco-navarro, se tradujo para algunos en una carrera desenfrenada para transformar el autogobierno en soberanía. Y el grado de autonomía es tal que los gobiernos catalán y vasco dispusieron de todos los medios cuasi-estatales para emprender lo que en Cataluña es llamado el procés. La independencia de cada sistema educativo, con la hegemonía de la lengua autóctona, forjó además una conciencia simbólica de separación en la juventud. Solamente el rentable e injusto Concierto Económico frenó esa evolución en el caso vasco. La suma de crisis de 2008 y frustración por el Estatut recortado, determinaron por el contrario en Cataluña una espiral ascendente, dirigida por las elites autóctonas, que desemboca en la exigencia independentista. La cuestión territorial es hoy el problema de España, de su supervivencia.

El irracionalismo catalanista prevalece en los planteamientos supremacistas y en la búsqueda de la independencia por encima de la democracia. Ahora bien, esos rasgos negativos no han impedido la creciente intensidad de un sentimiento diferencial, fundado sobre la discriminación ejercida contra "el otro" —el español, el botifler, el unitario, el franquista—, que la Generalitat ha impulsado sistemáticamente ante la pasividad de Rajoy (más la inseguridad del PSOE-PSC). Y cuando no es el Gobierno, es el azar: recordemos las inevitables actuaciones judiciales en curso. Así que ante las inminentes elecciones, con los supuestos mártires encarcelados, no resulta arriesgado vaticinar una victoria independentista. Victoria acentuada por ese grupo intermedio y escorado de comunes y Podemos, que empuja a una autodeterminación inmediata al lado de los hoy frustrados promotores de la independencia.

Ello no impide la urgencia de pensar el futuro, no mediante concesiones a la disgregación, sino como reforma de la Constitución hacia un pleno federalismo, sin olvidar las dosis de asimetría ya existentes, tratando de coser de una vez la financiación autonómica y con una puerta abierta a una autodeterminación ponderada. Se impone el pesimismo, pero no la inactividad ni las soluciones injustas, tipo pacto fiscal, recursos habituales en la política del PP, que ahora el PSOE bien puede refrendar.

Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política.

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