España debe decidir: ¿el Silicon Valley de Europa o su bar de copas?

Una vista del 5 de agosto de 2018 de una playa en Benidorm, Alicante, en España. Credit José Jordan/Agence France-Presse — Getty Images
Una vista del 5 de agosto de 2018 de una playa en Benidorm, Alicante, en España. Credit José Jordan/Agence France-Presse — Getty Images

El verano pasado volví, tras treinta años de ausencia, a uno de los destinos vacacionales de mi infancia, Noja. Miles de turistas defendían su pedazo de arena en playas antaño desiertas y bloques de apartamentos bloqueaban la vista de lo que solían ser prados verdes. Atascos de tráfico y colas en supermercados habían reemplazado la vida campesina de una localidad de 2500 habitantes cuya población se multiplica por treinta en los meses de verano.

Noja, un municipio de Cantabria, decidió arrojarse en brazos del turismo masivo y aunque encontré vecinos igualmente nostálgicos de épocas pasadas, habían asumido que ya era tarde para arrepentirse. La localidad cántabra no es excepcional en España. El país hizo del turismo uno de los motores de su transformación desde la década de los sesenta. Los beneficios de esa decisión han sido obvios para España, que el año pasado batió su récord con más de 82,6 millones de visitantes. Las cicatrices, también. Más allá de la transformación de lugares como Noja y el deterioro medioambiental sufrido, cuatro décadas de burbuja inmobiliaria y turística han forjado un modelo económico que muestra signos de agotamiento. Si no se renueva, podría morir de éxito.

No se trata de renunciar a los ingresos del turismo —que en 2018 alcanzaron los 90.000 millones de euros— ni pretender que nada cambie en lugares que uno recordaba como idílicos en su infancia y legítimamente desean prosperar, sino de asumir que quizá hemos explotado la gallina de los huevos de oro lo suficiente y que corremos el riesgo de matarla si no le damos un respiro para buscar alternativas.

Lejos quedan las promesas de nuestros políticos de hacer del país un centro de innovación internacional y emprendimiento que nos permita depender menos de las divisas que llegan del extranjero. Quizá es mucho pedir que desarrollemos el tejido industrial alemán o sustituyamos a Silicon Valley en la creación de las tecnologías del futuro, pero entre la ambición improbable de convertirnos en la California de Europa y conformarnos con ser su “bar de copas”, como el filósofo J. A. Marina teme que suceda, tiene que haber un término medio.

Basta acercarse a la costa española, en cualquier dirección, para comprobar que el turismo sin control no da más de sí. La localidad de Finestrat, en Alicante, tiene ya el 100 por ciento de su litoral urbanizado. El Mar Menor en Murcia agoniza en mitad de un desarrollo insostenible. Y el encanto de lugares como Marbella ha sido enterrado por la especulación inmobiliaria, representada como nadie por Jesús Gil, el fallecido expresidente del Atlético de Madrid y alcalde de la ciudad (1991-2002). Su caso aparece en una serie documental reciente de HBO, El pionero.

Gil fue uno de los beneficiarios del modelo español de playa, ladrillo y dinero fácil. Todo lo que diera un rédito inmediato para él y sus amigos era aprobado sin detenerse en las consecuencias. Las leyes fueron ignoradas y quienes debían supervisarlas fueron comprados con prebendas. Se construyeron en Marbella más de 30.000 viviendas ilegales durante los años de Gil en el poder, al aprovechar la relación incestuosa que tradicionalmente han mantenido en España especuladores inmobiliarios y políticos.

Fueron los años de lo que se conoció como la cultura del pelotazo, que, entre 1987 y 2011, se comieron dos hectáreas de costa al día, según una investigación de Datadista. La Gran Recesión que siguió al expolio mostró los riesgos de depender excesivamente de la construcción y los servicios. Al estallar la burbuja, el desempleo se disparó hasta el 26 por ciento y miles de jóvenes sin la suficiente formación perdieron el tren de las oportunidades. El golpe podría haber sido aprovechado para renovar el modelo, apostar por la ciencia y la educación —ambas sufrieron recortes presupuestarios—, facilitar el emprendimiento, para aligerar el absurdo proceso burocrático que sigue mermando la creación de empresas, y aprovechar el talento de una de las generaciones mejor preparadas para potenciar nuevos sectores de la economía. En su lugar, se escogió como salida intentar repetir el milagro español, con las mismas recetas.

El viejo modelo ha vuelto a traer dinero y empleo, pero en gran parte precario y estacionario, y ha provocado la frustración de los más jóvenes. El 12,5 por ciento de los nuevos trabajos que se generan en el país son para puestos de camareros, una cifra desproporcionada. Ingenieros, arquitectos o economistas siguen llevándose su talento a otros países. Mientras, promotores inmobiliarios y políticos vuelven a mirar a la costa como la fuente de la eterna prosperidad, sin caer en la cuenta de que ha sido exprimida más allá de sus posibilidades.

El proyecto de la playa de la Cola en Murcia, paralizado en 2007 por la crisis, es uno de los que se ha reactivado para construir 2000 viviendas en una zona de gran valor. Nuevos edificios, hoteles, centros vacacionales y campos de golf se están proyectando por el litoral en algunas de las últimas playas vírgenes que quedan en el país. ¿En qué momento quitaremos el cartel “Se vende” de las joyas naturales que restan? ¿Cuándo aceptaremos que no pasa nada si el cemento pierde alguna batalla frente a la sostenibilidad? ¿Que tenemos talento de sobra para desarrollar nuevos y prósperos motores económicos si se ponen en marcha las políticas necesarias?

Con un 80 por ciento de su costa ya degradada, España necesita poner el freno y buscar alternativas económicas en zonas dependientes del ladrillo. El fomento del turismo interior, aprovechando la historia, arquitectura y naturaleza de provincias que están sufriendo una gran despoblación, es un punto de partida. Los lugares costeros donde apenas quedan espacios libres por explotar deberían ser protegidos con moratorias que impidan construir en ellos. Las leyes deben ser reformadas para dificultar la recalificación de terrenos, aumentar la protección y endurecer el castigo a quienes incumplen las normas urbanísticas, tradicionalmente ignoradas.

Nuevos complejos hoteleros, más apartamentos, bares y restaurantes, otra nota de prensa anunciando el último récord de visitas, todo ello es visto como la solución fácil a la falta de empleo y la depresión económica de algunas zonas del país. La estrechez de miras ha estropeado sin remedio el atractivo de zonas excepcionales, atando a los jóvenes a empleos sin apenas proyección y creando un modelo económico con el cuarto mayor índice de desigualdad de Europa. El país necesita pensar más allá y empezar a potenciar alternativas, invirtiendo en educación, ciencia y sectores innovadores. Si España quiere algún día ser la California de Europa, no le va a quedar más remedio que sacrificar algún bar en el camino.

David Jiménez es escritor, periodista y colaborador regular de The New York Times en Español. Su libro más reciente es El director.

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