España debe estar con la democracia en Latinoamérica

La política exterior de España podría resumirse con tres de sus más célebres políticos y su acercamiento a la crisis de Venezuela. Un expresidente, Felipe González, defiende a la oposición frente al régimen de Nicolas Maduro; otro, José Luis Rodríguez Zapatero, la ningunea; y el actual líder español, Pedro Sánchez, la apoya un día y la ignora al siguiente. Si todo esto resulta incoherente, aún hay más: los tres pertenecen al mismo Partido Socialista Obrero Español (PSOE).

Es hora de que España mantenga un mínimo de consistencia, defina qué quiere para América Latina y aproveche su propia experiencia para apoyar la democracia en el continente.

El país vivió una de las más exitosas transiciones a la democracia del siglo XX tras la muerte de Francisco Franco en 1975, un legado que debería utilizar para promover, sin condescendencia ni intromisiones en políticas internas, la democracia, el Estado de derecho y el desarrollo de sociedades civiles fuertes.

La visita a España del líder opositor venezolano Juan Guaidó el 25 de enero fue un ejemplo de lo contrario y llevó el disparate diplomático español un paso más lejos. Sánchez se negó a recibirlo tras haberlo reconocido meses atrás como legítimo líder de su país. Los gobiernos municipal y regional de Madrid, en manos de la oposición de derechas, lo agasajaron y le concedieron honores de presidente.

La realpolitik española, con sus vaivenes, merma su credibilidad, despista a sus interlocutores y limita futuras acciones diplomáticas.

La súbita frialdad de Sánchez con la oposición ha coincidido con la entrada en su Gobierno de Unidas Podemos, un partido de izquierdas que en el pasado ha mostrado simpatías hacia el régimen bolivariano. La nueva estrategia de Madrid pasa por buscar una “posición más neutral” en la disputa entre el régimen de Maduro y la oposición. Es un cambio de postura que debilita la estatura moral de España: los derechos de los venezolanos no pueden estar sujetos a trueques políticos ni depender de alianzas domésticas.

Casi cinco millones de personas han huido de la represión, la pobreza y el autoritarismo del régimen de Maduro. Daría lo mismo que su nombre fuera Pinochet o Videla y su política represora se hiciera en nombre de convicciones de derechas: España solo puede estar del lado de quienes buscan vivir en libertad y con derechos plenos, independientemente de ideologías.

Mientras la izquierda española se muestra timorata a la hora de denunciar los abusos de tiranos afines ideológicamente, la derecha se ha instalado en el oportunismo en un intento de sacar rédito electoral. Su pretensión de romper todo contacto con el régimen de Maduro resulta hipócrita: no exige nada parecido en las relaciones con China o Arabia Saudí, gobiernos autoritarios que reciben trato preferente a pesar de no tener vínculos históricos similares con Madrid.

Mantener contacto con las dictaduras de Venezuela, Cuba o Nicaragua no es incompatible con la promoción de elecciones libres y justas o la imposición de sanciones específicas para sus líderes cuando se demuestran que violan los Derechos Humanos.

Hubo un tiempo en el que la política exterior era uno de los pocos espacios donde los españoles encontraban puntos de encuentro. Se entendía que las relaciones con el resto del mundo no podían depender del momento político o el partido que estuviera en el poder. Ese consenso ha sido sustituido por una diplomacia aldeana donde el único objetivo es ajustar cuentas en disputas domésticas.

Venezuela ocupó la atención de los partidos españoles en las últimas campañas electorales, pero solo porque su crisis fue vista como una oportunidad para relacionar a la izquierda con el régimen de Maduro. Ninguno de los candidatos presentó una estrategia o supo decir cuáles eran sus planes para la región. España sigue viviendo de espaldas a un continente con el que tiene vínculos históricos muy fuertes, lazos culturales centenarios y una lengua común hablada por más de 500 millones de personas.

El empeño en perder las oportunidades que todo ello ofrece solo puede explicarse en el aislamiento vivido por España durante décadas, origen de una mirada estrecha que rara vez se ocupa de lo que ocurre fuera de sus fronteras. Ese desinterés quedó en evidencia cuando el Gobierno español anunció la semana pasada la eliminación de la Secretaría de Estado para Iberoamérica, relegando las relaciones con el continente a un rango menor. Aunque la decisión fue rectificada al día siguiente, ante el malestar general, el hecho de que se llegara a plantear confirma que España sigue sin entender la importancia de sus relaciones con América Latina.

El sustituto de una verdadera política han sido las Cumbres Iberoamericanas, que llevan celebrándose desde 1991 y terminan con pomposas declaraciones que sirven de poco. La asistencia de 14 de los 22 mandatarios convocados a su última edición, celebrada en Guatemala en 2018, fue considerado un éxito por el Gobierno español, prueba de lo bajas que estaban las expectativas. El interés en las reuniones es tan escaso, y las ausencias tan significativas, que en 2014 dejaron de ser anuales para organizarse cada dos años.

La consecuencia de la dejadez y falta de continuidad de las políticas de Madrid ha sido su creciente irrelevancia en la región, un fracaso que se disfraza apuntando al progreso de las relaciones comerciales, que también llevan tres años en regresión. Pero España podría aportar mucho más que el despliegue de sus grandes empresas y potenciar el fortalecimiento del Estado de derecho a partir de su propia experiencia durante la transición democrática. Madrid debería dirigir sus esfuerzos y fondos hacia las organizaciones civiles que luchan por valores democráticos, crear nuevos programas de formación dirigidos a los futuros militares y políticos latinoamericanos y asistir en la reforma de instituciones clave para la creación de sociedades garantistas.

En un continente dividido ideológicamente, con bloques incapaces de dialogar, España debe dejar también a un lado el dogmatismo ideológico que vive al interior. Es necesario tomar partido por la democracia liberal, los derechos de los latinoamericanos y las reformas que reduzcan la desigualdad que tanto lastra su desarrollo. Es decir: la defensa de las recetas que la sacaron de su retraso.

David Jiménez es escritor y periodista. Su libro más reciente es El director.

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