España: dos crisis y un Gobierno a medio gas

Una de las circunstancias que hacen de la actual situación, en palabras de Dominique Strauss Kahn, director gerente del FMI como «algo muy preocupante», es que estamos ante una doble crisis.

Por un lado, está la crisis de EE.UU., un país que después de lo acontecido en las últimas semanas y de cómo se ha actuado a nivel político, ha puesto de manifiesto que ha estado viviendo por encima de sus posibilidades a base de endeudarse en el interior y en el exterior y que, ahora, no le queda otra que apretarse el cinturón contando como principal herramienta para llegar a tal propósito con el Plan Bush. La crisis que ha estallado repercute en todo el mundo, incluido Europa y, por tanto, España. De hecho, los líderes europeos han buscado una respuesta coordinada para, sino atajar la crisis, controlarla. Nada podemos hacer solos. Tenemos que arroparnos en la Unión Europea para defendernos. Cobijados por el euro la respuesta, sin duda alguna, será más fácil a pesar de las complejidades que presenta el problema. Hay que huir de falsos cantos de sirenas que particularizan las soluciones de la crisis al caso de España: la vuelta a la peseta, devaluaciones, políticas de tipo de interés propias... no harían más que volver a llevarnos al ostracismo de tiempos pretéritos en blanco y negro. Una política económica consensuada en la Unión Europea es necesaria para resistir la presión americana para que paguemos su reajuste, aunque algo tengamos que soportar.

Pero, sin duda, la otra crisis, la que más nos preocupa, es la propia, la que afecta particularmente a España, y que también es doble: financiera y económica. Respecto de la primera se están adoptando ahora, con notorio retraso, las primeras medidas, que parece van en el buen sentido y que ojalá sean suficientes. En cuanto a la crisis económica, el Gobierno, en cambio, sigue instalado en la pasividad.

A los ya manidos problemas «estructurales», como son la caída del sector de la construcción, la perdida de competitividad de la economía española -reflejado en el déficit por cuenta corriente, el mayor del mundo en términos absolutos, después del de EE.UU.-, el elevado endeudamiento de las familias y las empresas, la dependencia energética en petróleo y gas, la escasez de agua, el envejecimiento de la población, la rigidez del mercado de trabajo, la baja calidad de la educación y el elevado fracaso escolar, -añada aquí el lector el suyo particular-, hay que sumar los propios problemas «coyunturales» de la inoperancia de nuestros actuales gobernantes.

El gobierno no quiere afrontar la crisis económica interna, y eso que desde el Banco de España, no sospechoso de la parcialidad, se ha marcado claramente el camino: de no aislar a la economía española; huir del cortoplacismo y afrontar de una vez por todas las reformas estructurales que la economía española necesita; apoyar al Banco Central Europeo en sus medidas antiinflacionistas; el control presupuestario de los gastos corrientes, la flexibilización general de la economía; la regulación de los alquileres de vivienda; las políticas públicas encaminadas a proporcionar trabajo a los más jóvenes, la modificación del sistema de negociación colectiva; la autorregulación del sistema financiero; y una mayor audacia por parte de nuestros gobernantes y agentes sociales para solucionar los problemas, teniendo una mayor (y mejor) perspectiva de miras.

El profesor Velarde recogía esas propuestas del Banco de España en su artículo de ABC del 29 de septiembre de 2008, acababa su análisis con una lacónica interjección, «¡Ay, si todas estas medidas se pusieran conjunta y rápidamente en marcha, qué bien nos vendría!». Entonces, ¿por qué no las pone en marcha el Gobierno?

La respuesta es obvia: son terriblemente impopulares y, en algunos casos, son políticamente inviables.

Afrontar las medidas estructurales, puestas de manifiesto en este artículo, es en este momento caro y precisaría de un amplio consenso político que el Gobierno dice querer con la boca chica, pero que en realidad no busca, entre otras cosas se debería poner orden tanto en el sistema de financiación de las entidades locales, como en el de las comunidades autónomas pero, para ello, es preciso cerrar de una vez el proceloso tema de la financiación autonómica y esto tiene un elevadísimo coste político (tal vez se olvida que entre los dos partidos mayoritarios se tiene más del 80 por ciento de los votos). El apoyo al Banco Central Europeo, cuya misión es el control de la inflación que en el crecimiento económico es todavía más impopular: el encarecimiento de las hipotecas y del crédito no gusta a nadie, pero debe recordarse a la población de sus beneficios e incluso programar políticas paliativas (deducciones fiscales, ayudas puntuales...).

Además, sería deseable que se dejara de faltar a la verdad haciendo demagogia barata con el asunto del incremento del gasto social. Si crecen las prestaciones por desempleo se debe a que hay más desempleo. El aumento de los afectados por las políticas sociales no habla muy bien de nuestro estado de bienestar. Asistir al que lo necesita es una obligación incuestionable de todo gobernante. Crear problemas donde no los había es incapacidad para gobernar.

La más impopular de las medidas puede ser la de flexibilizar la economía, porque detrás de ella siempre se ha entendido el despido libre. Nada más lejos que esta situación. Flexibilizar, en sentido lato, significa facilitar, no complicar. Evitar rigideces y no crearlas cuando no sean necesarias. Si el empresario tiene facilidad de contratar sólo cuando lo necesita, es muy probable que lo haga más veces que si tiene que tener un empleado fijo sin precisarlo siempre. Si crear una empresa no requiriera de tanto papeleo y de tantas ventanillas, nacerían un mayor número de ellas. Si la negociación salarial tuviera en cuenta las particularidades de cada empresa y no la de una colectividad que puede presentar distintas realidades, se establecería un salario más realista.

Sería bueno contar con un grupo de gobernantes que mostraran cierta audacia de comportamiento, cierta altura de miras y algo menos de demagogia política. El actual Gobierno no se propone combatir la crisis sino capearla, porque cree que esta actitud es la más rentable en términos electorales; las necesarias reformas electorales, antes expuestas, son impopulares y, en el caso de la reducción del gasto autonómico, inviables. El daño social del desempleo es soportable mientras haya subsidio de paro y no haya recato en incrementar esta partida de gasto social. La crisis inmobiliaria la irán resolviendo los particulares mientras puedan y mientras que los inmuebles financiados con las hipotecas se mantengan por encima del crédito, después... la insolvencia. La crisis financiera se resolverá bajo las premisas Darwinianas de la supervivencia de los más aptos. Los problemas de financiación presentes se solucionarán endeudando a generaciones futuras (déficit público). Y la inflación que la solucione el Banco Central Europeo con políticas monetarias restrictivas y que la paguen los mismos particulares de antes.

¿Y el coste humano? El de los que perderán sus ahorros, su casa, o su trabajo ¿no ha de tenerse en cuenta? ¿Es legítimo cruzarse de brazos (con algún «regalito» de cuando en cuando, que para nada sirve) y dejar que la crisis siga prolongándose?

Al lector dejamos la respuesta.

José María Gil-Robles, ex presidente del Parlamento Europeo, Centro de Estudios Comunitarios.