España e Israel, cinco lustros de normalidad

Estos días visita oficialmente España el presidente de Israel, Simon Peres, para conmemorar el 25º aniversario del establecimiento de relaciones diplomáticas. En enero de 1986 España entró en Europa y también dejó de ser el único país occidental que no mantenía relaciones diplomáticas con Israel.

En las postrimerías de los años cuarenta, el régimen franquista quiso establecer relaciones con Israel para dejar de ser un paria internacional tras la II Guerra Mundial. Israel se negó. Tras la alianza con EE UU en los años cincuenta, Israel mostró interés por normalizar la relación pero a Franco ya no le hacía falta su aval.

Las crisis del petróleo de los años setenta hicieron más importante la buena relación con los países árabes. Además, Israel había dejado de ser un país sitiado pasando desde 1967 a ocupar el Sinaí, el Golán, Gaza, Cisjordania y, posteriormente, el sur del Líbano. En respuesta, la Liga Árabe estableció un boicot contra países y empresas que no se apartaran de Israel. En este contexto, establecer relaciones con Israel comportaba riesgos.

Felipe González llegó al Gobierno a finales de 1982 y Simon Peres fue nombrado primer ministro de Israel tras las elecciones de 1984. La coincidencia ideológica y conocimiento mutuo entre ambos líderes propició que el hoy presidente Peres mandara recado confidencial a su homólogo español, que encargó a su secretario general de Presidencia, Julio Feo, y a su asesor diplomático, Juan Antonio Yáñez-Barnuevo (hoy secretario de Estado de Exteriores), liderar una exitosa negociación secreta con el laborista Micha Jarisch.

Lo que en aquel momento suponía un desafío diplomático, que incluyó un intenso esfuerzo explicativo con nuestros amigos árabes, aparece hoy como una obviedad indispensable para corregir una anomalía histórica. La ausencia de relaciones hacía sospechar que el antisemitismo no era cosa del pasado y era una dificultad añadida para la entrada en Europa. La interlocución con ambas partes nos permitió albergar la Conferencia de Paz de Madrid de 1990 y luego, el nombramiento de Miguel Ángel Moratinos como enviado especial de la UE y la participación en el Cuarteto de Oriente Próximo de Javier Solana como alto representante de la UE.

Afortunadamente, son escasas las voces que reclaman que España rompa relaciones con Israel. Pero son demasiadas las que abogan por enfriarlas o, incluso, boicotear los intercambios con Israel. La cantante Noa ha sido objeto de campañas en su contra porque, aunque apoya el fin de la ocupación de Cisjordania, declaró que la invasión de Gaza de 2008 no habría ocurrido si hubiera cesado el lanzamiento de cohetes tras la retirada israelí tres años antes. ¿Cabe imaginar un boicot a un director de cine chino que no condene Tiananmen, o tratar de reventar un concierto de Pablo Milanés por no explicitar su rechazo a la dictadura castrista?

A los israelíes, en cambio, a veces se les exige desmarcarse de la política de su Gobierno para ser aceptados con normalidad, con el agravante de que Israel es una democracia consolidada desde 1948, décadas antes de que España llegara a serlo. Un ejemplo paradigmático fue el veto a la carroza de Tel Aviv del último Desfile del Orgullo si los gais israelíes no condenaban la actuación de su Gobierno con la flotilla de Gaza. El resto del mundo lamentó el contrasentido flagrante de estigmatizar a los gais israelíes por razón de su nacionalidad desdeñando que Israel es el único país de su zona que no castiga la homosexualidad.

Criticar las políticas israelíes es por supuesto legítimo, como las de cualquier otro país, con razón y sin ella. Cabe exigir a Israel un avance más decidido hacia la paz, que aproveche la oportunidad de la Iniciativa de Paz de la Liga Árabe, que desmantele los asentamientos y que, en todo caso, respete los Derechos Humanos y la legalidad internacional. Y opinar qué reprimenda merece Israel si no lo hace.

Lo que no es de recibo es tratar a Israel como el campeón mundial de las violaciones de Derechos Humanos. Es cierto que el millón de árabes que vive dentro de Israel, no recibe un trato idéntico al de sus compatriotas judíos, pero también que su cultura y libertad de culto son plenamente respetadas, de iure y de facto. No siendo perfecta, su situación es infinitamente mejor que la de cualquier otra minoría de los países de la zona, que, sin embargo, no suscitan el mismo rechazo.

Puede que los activistas de Derechos Humanos deban centrarse exclusivamente en lo que Israel no hace bien, como lo hacen con otros países, desdeñando sus progresos y las oportunidades de negocio. En el caso de Israel, sin embargo, el estigma se extiende a colectivos menos proclives a preocupaciones ilustradas.

Israel es un Estado joven de apenas 64 años de existencia, en un entorno geográfico y político muy complejo. La mejor manera de contribuir a que aproveche lo mejor de la cultura judía de tolerancia, diálogo y conocimiento es intensificar las relaciones bilaterales en todos los ámbitos, multiplicando los intercambios culturales, sociales, económicos y políticos. Si ello es válido para regímenes totalitarios y represivos con los que preferimos el diálogo antes que el enfrentamiento, con más razón en el caso de una democracia, imperfecta como todas pero democracia al fin y al cabo, como la israelí.

Por Diego de Ojeda, director general de Casa Sefarad-Israel.

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