España en el Mediterráneo: una agenda recuperada ¿a tiempo?

Tema: ¿Cuál es el papel de España en el Mediterráneo en vísperas de asumir la Presidencia rotatoria de la UE?

Resumen: España trata de regresar a una zona que define como una de sus principales prioridades de política exterior, tras un largo paréntesis de bajo perfil. La reciente visita del jefe del gobierno español a Oriente Próximo debe interpretarse tanto en clave nacional como comunitaria, dado que en breve se hará cargo de la Presidencia de la UE. Las condiciones objetivas en el sur y este del Mediterráneo no son nada halagüeñas y esto hace más difícil aún –pero igualmente necesaria– cualquier iniciativa para cerrar conflictos tan enmarañados como el saharaui y el árabe-israelí y para promover un verdadero espacio euromediterráneo de paz y prosperidad compartida. España debe seguir apostando, tanto en el marco bilateral como en los foros internacionales de los que forma parte, por impulsar los esfuerzos que permitan una mejora de la estabilidad de una región a la que estamos indisolublemente unidos.

Análisis: Dice el refranero español que “nunca es tarde si la dicha es buena”. En el caso que nos ocupa en estas páginas –la gira del presidente del gobierno español por algunos países de Oriente Próximo– se cumple ya de entrada la primera parte del aserto. Efectivamente, la visita se ha hecho esperar demasiado tiempo –recordemos que es la primera que realiza a la zona tras más de cinco años al frente del gobierno–. En cuanto a la dicha que propone la segunda parte, no parece que la situación regional permita la más mínima complacencia, aunque cabe alegrarse de un gesto que debe interpretarse como el intento por recuperar un espacio que se había ido perdiendo en estos últimos años. Tampoco puede esperarse que una visita cambie radicalmente las cosas o que seis meses de Presidencia comunitaria provoquen un vuelco substancial en el bajo perfil que la UE viene adoptando en relación con los temas mediterráneos. Lo importante, en todo caso, no es determinar si España (o cualquier otro país) aumenta su peso en la zona con estos movimientos sino si, como resultado de ellos, se incrementan las posibilidades de que la paz se asiente por fin entre los habitantes de esta castigada región. A día de hoy tampoco caben muchas alegrías en este sentido, aunque sea obligación de quienes, como España, están interesados en hacer realidad la idea de un espacio euromediterráneo de paz y prosperidad compartida intentarlo sin desmayo, aprovechando cualquier resquicio por pequeño que sea.

España es cualquier cosa menos un recién llegado al Mediterráneo. Por el contrario, es, por múltiples razones, un actor importante que ha desempeñado una magnífica labor hasta mediados de la década pasada. En muy pocos años –desde 1990 a 1995– el impulso español en el área fue muy apreciable en una doble vertiente: como voz de alarma sobre las amenazas y los desafíos que planteaba una orilla sur y este hundida en el subdesarrollo y la inestabilidad y, con la misma intensidad, como abogado defensor de nuestros vecinos del sur; todo ello con la intención de sensibilizar a nuestros socios y aliados de la necesidad de prestar una mayor atención y un mayor esfuerzo para remediar esa situación. Se logró de este modo no solo que el Mediterráneo no fuera arrinconado frente a otras prioridades –la Europa Central y Oriental–, sino que pasara a ser asumido realmente como un tema de notable interés común. En el haber español destaca el protagonismo adquirido, junto a la Italia de entonces, en el lanzamiento de propuestas como la Conferencia de Seguridad y Cooperación en el Mediterráneo (1990) y el Diálogo 5+5 (1990), así como en la puesta en marcha del Diálogo OTAN-Mediterráneo (1994) y, sobre todo, en el arranque del Proceso de Barcelona (1995). En esa misma línea, ya en 1991 le fue reconocido ese positivo activismo con la designación de Madrid como sede de la Conferencia de Paz de Oriente Medio, en su calidad de interlocutor válido para la totalidad de las partes implicadas en el conflicto árabe-israelí.

Pero fue precisamente a partir de la consecución de ese hito de la Asociación Euromediterránea (AEM) cuando podemos identificar el comienzo del declive de España en la región. Se ha intentado argumentar, en defensa de ese cambio de tono, que era imposible hacer más y que la insistencia en seguir en primera línea acarrearía inevitablemente la envidia de otros socios europeos que también reclamaban su cuota de protagonismo mediterráneo. Puede añadirse a lo anterior que el asesinato de Isaac Rabin en 1995 provocó un efecto tan negativo que, desde entonces –y hasta hoy, por mucho que algunos se empeñen en sostener lo contrario–, el proceso de paz quedó tan dañado que ha invalidado cualquier esfuerzo por positivo que fuera en teoría. Con ser parcialmente ciertos estos argumentos, resultan insuficientes para explicar el desfallecimiento de España en una zona que identifica invariablemente como una de sus principales prioridades de acción exterior.

Dicho de otro modo, España no puede permitirse el lujo del descanso en una región que afecta de manera muy directa a sus intereses y en la que ya había logrado ser percibida como un referente sólido. El balance de estos últimos años, incluyendo la cumbre celebrada en Barcelona en 2005 para conmemorar los primeros 10 años de la AEM, es magro en extremo, sin que sirva de consuelo que lo mismo pueda decirse del resto de actores con intereses en la zona. Sea por la prioridad otorgada a otros asuntos como el ingreso en la Unión Económica y Monetaria o el notorio acercamiento a América Latina, o por errores de bulto como la desventura de Perejil (2002) y el alineamiento militarista con Washington en la invasión de Iraq (2003), el hecho es que España hace tiempo que no pone sobre la mesa una sola iniciativa euromediterránea de cierto peso.

Rumbo al futuro

Si se entiende que la mencionada gira por la región es una tentativa de cambiar esa tendencia, interesa analizar qué se ha encontrado el visitante, qué expectativas de evolución futura cabe imaginar y qué margen de maniobra le queda a un actor como España para poder influir positivamente en dicho futuro. Para ello resulta igualmente necesario ampliar el foco, procurando abarcar la totalidad del Mediterráneo –desde el Magreb a Oriente Próximo– dadas las evidentes interconexiones entre esas dos subregiones y la conveniencia de desarrollar una política integrada de conjunto.

Como ocurre en tantos otros casos, en relación con los dos primeros puntos de estudio es inmediato identificar una disonancia entre la visión de los actores políticos, obligatoriamente optimistas, y la de los académicos y analistas, aferrados a su escepticismo a ultranza y menos hipotecados por la necesidad de tomar decisiones. Así, frente a una realidad que nos muestra el bloqueo de todos los canales de resolución del conflicto del Sáhara Occidental y del que enfrenta a Israel con sus vecinos árabes –sin olvidar el trasfondo de episodios tan inquietantes como los de Iraq, Afganistán y hasta Pakistán–, volvemos a escuchar un discurso oficial según el cual estaríamos ante una nueva, y definitiva, oportunidad para la paz a la vuelta de la esquina. Siendo así, adquiriría pleno sentido la necesidad de realizar un último esfuerzo adicional para rematar una tarea que parece a punto de verse coronada por el éxito. Sin embargo, basta con recordar que el conflicto saharaui lleva abierto desde 1975 y el árabe-israelí al menos desde 1948, mientras que en el terreno socioeconómico las brechas de desigualdad entre el norte y el sur del Mediterráneo no han hecho más que aumentar imparablemente y, en el ámbito político, la emergencias de sociedades abiertas continúa siendo un sueño irrealizable para nuestros vecinos. Desde hace décadas, en resumen, venimos sucesivamente entusiasmándonos y, más frecuentemente, frustrándonos con innumerables ocasiones perdidas.

Si esto vale para los dos principales frentes de seguridad en el área euromediterránea, lo mismo puede decirse de la situación económica y sociopolítica. La práctica totalidad de los regímenes de la región son, con todos los matices que sea preciso considerar, manifiestamente mejorables en términos económicos, democráticos y de defensa de los derechos humanos. En este terreno es quizá donde con mayor claridad se percibe un generalizado sesgo hacia la contemporización, que nos lleva a aceptar como un mal menor la permanencia en el poder de líderes que garanticen a su modo la estabilidad regional, olvidando la defensa de valores y principios que entendemos formalmente como guías de nuestra actuación en el mundo. El temor a la emergencia del islamismo político al frente de esos países lleva, tanto a España como al resto de los países de la UE, a seguir apostando por interlocutores que han mostrado su incapacidad y su falta de voluntad para alumbrar modelos sociales, políticos y económicos que den satisfacción a las necesidades básicas de sus respectivas poblaciones y que aporten seguridad a sus vidas.

El islamismo, convertido ya en el actor más atractivo a los ojos de crecientes sectores de la población de la región, no puede seguir siendo demonizado por más tiempo, esperando que desaparezca como por ensalmo, cuando sigue germinando el caldo de cultivo que le ha dado alas. Sin atender a las causas profundas del subdesarrollo y de las desigualdades tan evidentes en esas sociedades no cabe esperar una mayor estabilidad estructural, sino todo lo contrario. En este sentido, sigue siendo muy timorata la implicación española (y comunitaria), al no activar medios suficientes para cerrar las enormes brechas de exclusión que caracterizan a cualquiera de esos países y, de igual manera, al no mostrar la voluntad política de marcar líneas rojas a nuestros interlocutores actuales, abriendo nuevos canales de diálogo con otros actores locales.

El Magreb, una asignatura pendiente

En cuanto al primero de los conflictos mencionados (el del Sáhara Occidental), a día de hoy se mantiene la parálisis tanto sobre el terreno como en el marco diplomático, sin que nadie parezca dispuesto a renunciar a sus enfrentadas posiciones de partida. Es cierto que Marruecos cuenta con mayores bazas en defensa de su aspiración por hacer ondear definitivamente su bandera en la totalidad del territorio en disputa. Pero no lo es menos que los saharauis tienen la legalidad internacional de su lado y, en lo que respecta a España, una amplia simpatía y apoyo por parte de una opinión pública menos preocupada por los intereses que por la defensa de valores y principios que nos definen como una sociedad democrática y desarrollada.

En esas circunstancias, la notoria inclinación del gobierno español hacia las tesis marroquíes puede interpretarse como una apuesta final por la estabilidad del Mediterráneo Occidental. De seguir en esa senda, y nada indica que vaya a producirse un cambio de rumbo, España parece dispuesta a abandonar abiertamente su postura de neutralidad activa en la resolución del contencioso (una posición cómoda por otra parte, en la medida en que le permitía aparecer como defensora de la legalidad internacional y, al mismo tiempo, tranquilizadora en tanto que la dedicación marroquí a esa zona reducía automáticamente su posible presión sobre otras más sensibles para España). Ahora, por el contrario, se prefiere que Marruecos resuelva a su favor el problema de sus “provincias del Sur”, si con eso se logra una mayor estabilidad de nuestro vecino y un mayor grado de colaboración en asuntos que nos afectan más directamente (sea el terrorismo, el narcotráfico o la presión migratoria sobre nuestras costas).

Se puede entender ese envite –que incluye premiar a Rabat con la celebración de la primera Cumbre UE-Marruecos durante la Presidencia comunitaria española– desde la óptica de la realpolitik, pero ni será fácil transmitir ese mensaje a la opinión pública ni, dado el alto grado de arbitrariedad de nuestro vecino del sur, es posible garantizar que este radical cambio de política vaya a garantizar nuestros intereses en la zona.

Esa preferencia por las relaciones con Marruecos sitúan de hecho al resto de los países magrebíes en un segundo plano dentro de la agenda bilateral española, aunque formalmente se hayan firmado Tratados de Amistad, Buena Vecindad y Cooperación con Túnez (1995), Argelia (2002) y Mauritania (2008), a la espera de que las amistades peligrosas con Libia lleguen algún día a ese mismo nivel. No cabe esperar que haya cambios relevantes en las relaciones de Madrid con esos países, mientras que es en el marco comunitario en el que se apuntan ciertos avances de modo inminente. Así lo prevé el gobierno español cuando señala su intención de mejorar, durante su Presidencia semestral, el Acuerdo de Asociación UE-Túnez y apoyar las negociaciones para un acuerdo similar con Libia, al tiempo que considera posible cerrar la Asociación Energética UE-Argelia.

Oriente Próximo, sin horizonte claro

Por lo que respecta al segundo de los focos de conflicto, debemos partir de la convicción de que su resolución está aún muy lejana. No existe hoy ni negociación en marcha, ni siquiera diálogo directo entre las partes que esté produciendo resultados. Por el contrario, el gobierno israelí se aferra a posturas de fuerza, tan reiterada como inútilmente condenadas por la comunidad internacional, en un intento abocado al fracaso de doblegar la resistencia de los palestinos. Mientras tanto, estos últimos no hacen más que aumentar sus fracturas internas, en un contexto de creciente frustración de la población con sus propios representantes, sumidos en el descrédito por su ineficiencia y sus luchas internas. El resto de los países directamente implicados se sitúan entre el inmovilismo de Siria –consciente de que todavía maneja bazas (como su influencia en Líbano) de las que puede sacar buen partido sin ceder en sus posiciones de rechazo a Israel–, el creciente empantanamiento de Líbano –incapaz tan siquiera de constituir un gobierno creíble en un marco de acusado feudalismo político– y el obligado seguidismo de Jordania –producto de su propia debilidad estructural–. Ninguno de ellos, incluyendo el activismo de Egipto con sus esfuerzos mediadores, parece dispuesto (ni capaz) a alterar de momento el statu quo imperante. Todo apunta, en consecuencia, a más de lo mismo o incluso a un empeoramiento a corto plazo.

Capacidades limitadas bien empleadas

En esas condiciones, y centrándonos específicamente en Oriente Próximo, la capacidad de España –como la de cualquier otro país, salvo EEUU– es muy limitada para provocar cambios positivos de la situación actual. No cabe imaginar que, en solitario, pueda lograr algún resultado de alcance significativo en sus gestiones. Ante esa realidad la visita del mandatario español, incluso con el respaldo al menos implícito que le otorga el hecho de haber pasado primero por la Casa Blanca, puede imaginarse que se ha centrado en dos objetivos: el ya referido de recuperar una mayor presencia en la zona y, en clave comunitaria, el de repasar los asuntos pendientes que puedan ser incorporados con ciertas probabilidades de éxito en la agenda semestral de la UE. En ningún caso debe entenderse ese doble objetivo como un asunto menor; por el contrario, debe ser bienvenido si se traduce en un renovado activismo español en los asuntos euromediterráneos, por muy difíciles que sean las condiciones de partida.

Conscientes de ello –para algo contamos con un buen conocimiento de la situación (empezando por el propio ministro de Exteriores) y con buena interlocución con la práctica totalidad de las partes enfrentadas–, España debe orientar su esfuerzo actual y futuro en otras direcciones. Entre ellas, destacan las siguientes:

  • Tratar de reflotar la agenda euromediterránea en el conjunto de la UE. Ésta es en sí misma una tarea que no tiene asegurado el éxito, si tenemos en cuenta que la UE se encuentra institucionalmente paralizada, a la espera de la entrada en vigor del Tratado de Lisboa. Durante el próximo semestre –cuando España asuma la Presidencia– las prioridades fundamentales serán, por tanto, lograr el desbloqueo político y poner en marcha dicho Tratado, además de asentar una respuesta común a la crisis económica que afecta al conjunto de los Veintisiete. De ahí se deduce, sin duda, que cualquier otro asunto será de orden menor en la escala de preocupaciones comunitarias. Pero aún así, aunque solo se perciban los beneficios más adelante, la activación de la acción exterior de la UE y su vocación mediterránea son tareas imprescindibles para mejorar las posibilidades de contar con una Unión más eficaz en la búsqueda de soluciones a los problemas de la región.
  • Lograr posturas comunes entre los Veintisiete sobre los asuntos euromediterráneos. Es bien conocida la fragmentación comunitaria en este campo, lo que se traduce en su consideración como un actor secundario a todos los efectos (salvo el de la ayuda al desarrollo). El temor actual es que lo máximo a lograr en común se circunscriba a validar la normalización en Palestina, sin aspirar a que se produzca una retirada israelí de los Territorios Ocupados en 1967. Sin esa ambición –que es la base de cualquier iniciativa real de paz–, estaremos únicamente realizando movimientos tácticos que no conducen más que a nuevas frustraciones.
  • Mirar hacia Washington, aprovechando la llegada de Obama y la sintonía que parece consolidarse entre los inquilinos de la Moncloa y de la Casa Blanca, tras su encuentro de hace unos días. Si esa sintonía se mantiene en el tiempo, interesa establecer una división del trabajo entre Washington y Bruselas, de tal modo que, dejando el protagonismo a EEUU en el tratamiento del núcleo central del problema (el palestino-israelí), la UE enfoque sus fuerzas hacia los demás frentes del conflicto (sirio y libanés especialmente). Es realista aceptar que solo EEUU puede influir directamente en palestinos e israelíes y no hay menoscabo alguno en hacerse cargo de otras tareas no menos importantes, siempre que se logre crear un marco de coordinación en un asunto que interesa resolver a ambos lados del Atlántico. Por otro lado, ante el fracaso del acercamiento directo a Israel, resulta más aconsejable crear complicidades con el líder mundial, único interlocutor al que Tel Aviv reconoce cierta autoridad.
  • Reconducir la todavía incipiente Unión para el Mediterráneo (UpM) hacia la AEM. La visión global que incorpora el Proceso de Barcelona corre el riesgo de verse sustituida por otra más mercantilista, en la que los asuntos de cooperación política y de seguridad, así como los del diálogo social, cultural y humanos queden definitivamente arrinconados. La paz y la prosperidad euromediterránea solo se lograrán si se avanza simultáneamente en todos los capítulos de cooperación establecidos en su día en Barcelona. No necesitamos nuevos instrumentos ni nuevos esquemas para mejorar la situación de la región: basta con la voluntad política de los actores en presencia para activar las potencialidades que Barcelona agrupó en torno a la Asociación Euromediterránea. Sin un renovado impulso en los otros dos capítulos de cooperación, la iniciativa de inspiración francesa de poner en marcha proyectos empresarialmente atractivos conducirá a una mayor frustración a corto plazo.
  • Mantener el esfuerzo en Líbano, e incluso elevarlo en línea con la responsabilidad que le toca a España a partir del próximo mes de febrero. Asumir el mando de la operación de la Fuerza Interina de Naciones Unidas en Líbano (FINUL) reforzada supone una responsabilidad añadida que a España le interesa aprobar con buena nota (intentando compensar de algún modo las repercusiones negativas de otras operaciones en las que ha quedado dañada su imagen de socio fiable). Lo que hacemos en Líbano está plenamente legitimado, sirve a los intereses de España en la región y contribuye a mantener la paz, al menos de momento.
  • Dejar de hacerle el juego a Israel. La historia nos demuestra que la permanente contemporización con la potencia ocupante no ha rendido fruto alguno en términos de paz en la zona. Con la renuncia a nuestros propios principios (sea ahora con las limitaciones autoimpuestas a nuestra forma de entender la jurisdicción universal o antes con los productos fabricados en los asentamientos), solo logramos más desprecio y más prepotencia por parte de quien ha mostrado en innumerables ocasiones su desinterés por ajustarse a las normas internacionales. Ceder ante el empuje israelí no nos otorga en la práctica más bazas de negociación, ni más influencia, para promover un auténtico proceso de negociación que conduzca algún día a una paz justa, global y duradera.
  • Abrir canales de diálogo con actores políticos palestinos más allá de la Autoridad Palestina (AP). Aun dentro de los escasos límites que Israel concede a los palestinos, es posible desarrollar una gestión más eficaz que la realizada hasta hoy por los gobernantes palestinos. Su fracaso es incontestable a los ojos de la mayoría de la población palestina, y ahí está la victoria de Hamas en 2006 para demostrarlo. Seguir negando esa realidad, aferrados a la defensa de unos líderes que apenas gozan de respaldo popular, y negar el pan y la sal a los del Movimiento de Resistencia Islámica, que cuentan con legitimidad y apoyo, resulta a todas luces una política ciega y equivocada. Mahmud Abbas no puede ser nuestra única baza, salvo que nos empeñemos en seguir arruinando nuestras posibilidades de influir positivamente en el desarrollo de los acontecimientos en Palestina.

No se agota aquí el listado de tareas a realizar para poner fin a un conflicto que, efectivamente, no es irresoluble. Desgraciadamente, el conflicto tiene razones muy poderosas para seguir abierto y solo procurando entenderlas (para eso sirve, por ejemplo, el viaje por tierra entre Jerusalén y Ammán del jefe de gobierno español, que le habrá permitido conocer mejor la racionalidad que impulsa la sistemática usurpación de tierra palestina para ampliar los ilegales asentamientos) será posible articular una estrategia que rompa las dinámicas violentas y las reconduzca hacia la paz.

Conclusiones: España es, por múltiples razones, un actor importante en el Mediterráneo que ha desempeñado una magnífica labor hasta mediados de la década pasada con el lanzamiento de relevantes propuestas. Diversos motivos han impedido que España mantuviera ese nivel de implicación y generación de iniciativas desde entonces. Sin embargo, los argumentos empleados con más frecuencia (clima regional adverso por la falta de perspectivas de paz entre israelíes y palestinos, o las dificultades que plantea el funcionamiento interno de la UE y la escasa prioridad que reciben los asuntos euromediterráneos) resultan insuficientes para explicar el desfallecimiento de España en una zona que identifica invariablemente como una de sus principales prioridades de acción exterior.

España no puede permitirse el lujo del descanso en una región que afecta de manera muy directa a sus intereses y en la que ya había logrado ser percibida como un referente sólido. Para lograr un renovado activismo español en los asuntos euromediterráneos de cara a la Presidencia semestral de la UE, España debería orientar sus esfuerzos actuales y futuros hacia el Mediterráneo en direcciones concretas, como por ejemplo: tratar de reflotar la agenda euromediterránea en el conjunto de la UE y buscar posturas comunes entre los Veintisiete sobre los asuntos euromediterráneos; colaborar con la Administración Obama y establecer una división del trabajo entre Washington y Bruselas durante la Presidencia española de la UE y más allá; reconducir la todavía incipiente Unión para el Mediterráneo hacia una visión más global que incorpore ámbitos de cooperación previstos en el Proceso de Barcelona, más allá de un enfoque predominantemente mercantilista; mantener y elevar el esfuerzo en Líbano en línea con la responsabilidad que implica asumir el mando de la operación de la FINUL reforzada; dejar de hacerle el juego a Israel, ya que ceder ante el empuje israelí no nos otorga en la práctica más bazas de negociación ni más influencia para promover un auténtico proceso de paz; y, por último, abrir canales de diálogo con actores políticos palestinos más allá de la Autoridad Palestina.

Jesús A. Núñez Villaverde, codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH), Madrid.