España en estado de alarma

España vive una de las mayores crisis de las últimas décadas, que repercute sobre todos los ámbitos de la vida social. Debe hacer frente a una persistente pandemia, sin final preciso aún, cuyos efectos se trasladan de modo directo sobre la economía y la sociedad. A las consecuencias sanitarias se une así, mediante un efecto multiplicador, el desgarro del tejido productivo y de la cohesión social. Todo ello sobre un trasfondo de crisis política e institucional, latente la pulsión independentista y contumaz la erosión de piezas-clave del edificio constitucional.

Frente a ello, los actores políticos –aunque no todos por igual– persisten en lo que ha devenido ya una práctica generalizada de polarización, oportunismo y ausencia de medidas consensuadas.

La primera cuestión que habría que dilucidar, por tanto, es si los rasgos del escenario político pueden pasarnos factura a la hora de encarar unos desafíos formidables. ¿Hasta qué punto la política puede impedir una salida digna de lo que, probablemente, sea la mayor crisis que hemos vivido en muchos años? ¿No es el político nuestro principal problema?

Las tareas que han de afrontarse no se restringen, desde luego, a la restauración del modelo productivo, a la superación de las brechas sociales o a un combate eficaz contra la pandemia. Conciernen también al fortalecimiento de las instituciones y, sobre todo, a la creación de un nuevo consenso político que permita alcanzar cotas más elevadas de calidad democrática o, al menos, evitar la caída en una democracia iliberal, frenando la actual degradación institucional.

Porque es indisimulable cómo está aprovechándose la situación para el desbordamiento efectivo de los límites que señala la Constitución: abuso del decreto-ley y de los procedimientos legislativos de urgencia, prolongación no justificada del estado de alarma, postergación del Congreso de los Diputados, convertido hoy más en una caja de resonancia de la crispación dominante que en el órgano deliberativo y legislador que debería ser. También para intentar, más o menos encubiertamente, dinamitar el sistema constitucional, lo que no deja de ser consecuente: entre los partidos políticos que permiten la gobernabilidad, algunos no creen en las reglas ni en el modelo de Estado diseñados para llevarla a cabo. Se apalancan en el Estado, pero para derribarlo.

La pandemia podría haber sido la ocasión idónea para superar la crispación y emprender políticas de cooperación. Ha resultado exactamente lo contrario: un episodio más para abundar en las diferencias. Con un factor añadido: a la recurrente y aireada división en el interior mismo del Gobierno, se ha sumado la disputa entre este y las comunidades autónomas.

En lugar de remar todos en la misma dirección, la politización de la gestión de la emergencia sanitaria ha derivado en una menor eficacia y en un desconcertante abanico de medidas, con la imposibilidad en la práctica de una adecuada rendición de cuentas al difuminarse las responsabilidades que competen a cada instancia de poder. Situación paradójica resultante: un Gobierno de coalición que induce al desgobierno en no pocos casos

Con todo, los cuantiosos recursos que España puede recibir del Fondo Europeo de Recuperación, Transformación y Resiliencia ofrecen una oportunidad única para dinamizar en el medio y largo plazo la economía y mirar con más confianza al futuro. Para emprender las reformas necesarias que propicien ganar competitividad y mayor cohesión social. Deben ser, por tanto, considerados como una auténtica cuestión de Estado.

Aprovechar esta ocasión excepcional obligará a un formidable esfuerzo de gestión. Y es justo el déficit de gestión uno de los pasivos más abultados que hoy soportamos, con un Gobierno que para asuntos cruciales encuentra la oposición más dentro de él que fuera. Y cada partido antepone sus propios fines a lo que dicta el interés general. El tacticismo particularista prevalece sobre un proyecto de país (¿alguien lo tiene?); la obtención de pequeñas victorias políticas puntuales, sobre la política con luces largas.

Lo que exige el momento es amplitud de miras, pragmatismo y eficacia. El tiempo apremia. Estamos en el año decisivo para combatir la pandemia del coronavirus –condición necesaria para la reconstrucción– y para sentar las bases de un plan de choque y una hoja de ruta con capacidad para hacer que la recuperación y las reformas sean efectivas. Una vez celebradas las elecciones catalanas, y sin convocatorias cercanas en el calendario electoral, debería crearse una nueva atmósfera de entendimiento. Y sin demora alguna.

Porque urgentes son algunos acuerdos inaplazables. Dos, al menos. Primero y básico: un amplio acuerdo entre las grandes fuerzas políticas para reforzar la legitimidad de las instituciones y defender el orden constitucional. Solo será posible, como es obvio, entre los partidos que lo apoyan explícitamente. Dada la composición del Parlamento, es una tarea que debe incumbir, sobre todo, al Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y al PP, y puede ser el inicio de una ulterior labor común en defensa de las instituciones, a la que después se pueden unir otros actores políticos.

Segundo, destinar los fondos europeos a los fines para los que han sido originalmente concebidos: modernizar la economía española y hacerla menos vulnerable ante próximas crisis. Han de ser asignados –repitámoslo– con sentido de Estado, impidiendo que se conviertan en un instrumento del más rancio clientelismo. Y no se ha empezado bien, al no crear una comisión de expertos independientes del más alto nivel, como han hecho países que pueden servir de referencia.

Una nota final: ¡Qué peligroso es poner en duda desde el propio Gobierno de la nación los cimientos democráticos del Estado! La lección que nos llega de los Estados Unidos ha sido inequívoca: con las instituciones no se juega.

Las instituciones de la España democrática ya han resistido duros embates –alguno ahora recordado en su cuarenta aniversario, otros esparcidos en largos años de implacable terrorismo, y hay más–, pero eso no las blinda frente a los peligros a los que se ven expuestas. Hemos recibido un aviso. Actuemos en consecuencia. Todos. En circunstancias como estas nadie puede desentenderse de su responsabilidad cívica.

José Luis García Delgado es presidente y en representación del Círculo Cívico de Opinión.

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