España, en la encrucijada

¿Volverá todo a ser como siempre tras la manifestación gigante del día 10? Antes de entrar en faenas analíticas, permítanme que les refiera mis impresiones personales. Rajoy cerró su alocución con dos invocaciones: a la libertad, y a España -en este orden-. Sonó el himno nacional y sobre la multitud de cabezas que poblaban la Plaza de Colón se desplegaron ondulantes, incontables, las banderas rojas y amarillas. La multiplicación de una imagen por mil aloja efectos fascinantes: no vemos lo mismo repetido muchas veces, sino que vemos algo distinto, como oímos algo distinto al sumarse el rumor de una ola al de otra ola, y de nuevo al de otra ola. Ese rumor dilatado es el sonido del mar. El resuello enorme de la masa líquida que denominamos «mar». Me pareció que en la Plaza de Colón se verificaba, traspuesto al plano visual, el mismo fenómeno. Y pensé dos cosas, sucesivamente.

La primera, es que sería prematuro extraer de aquella gran concurrencia de voluntades estimaciones de naturaleza electoral. La capacidad de movilización del PP, y sobre todo, la eficacia creciente de su oratoria, constituye un arma de dos filos. Une a los de dentro, al tiempo que acentúa la división con el PSOE. Éste apretará el resorte del miedo. Se envolverá en la púrpura de la razón de Estado y advertirá contra la amenaza de una derecha rugiente. Que sean capaces de adoptar esta actitud los mismos que llamaron «asesinos» a los diputados de la derecha durante las algaradas de la guerra de Irak, o que se negaron a condenar el asalto a las sedes populares, mueve a la estupefacción. Pero el mundo es como es, y no está escrito que la maniobra no acabe por tener éxito en el corto plazo.

El segundo pensamiento que me vino a las mientes, no se relacionaba con las elecciones sino con procesos de radio más amplio. En honor a la verdad, no se trataba de un pensamiento estrictamente nuevo. Al seguir por televisión, el 3 de febrero, el acto convocado por el Foro Ermua para protestar contra la negociación con ETA, había reparado en la presencia constante de la palabra «libertad» en las pancartas que enarbolaban los manifestantes. El lema traía cola. Como seguramente recuerdan, provocó un pique entre los organizadores de otra manifestación, la promovida por los sindicatos tras el atentado de Barajas, y el Partido Popular. Éste exigió la inclusión de la palabra «libertad» en la consigna que debía encabezar la marcha. El asunto estuvo un rato en el alero, la izquierda anduvo más lista, y los populares persistieron en desengancharse a pesar de que se le diera por fin la venia a la voz conflictiva. Pero esto revistió una importancia, por así decirlo, provisional. Lo notable es que la izquierda se acogió al concepto venerable de «libertad», tradicionalmente sagrado para ella, de modo reticente, táctico. En la manifestación del Foro Ermua, por el contrario, se apeló a la libertad de modo franco y multitudinario. Tuve entonces la sensación que he vuelto a tener el día 10: la izquierda, en España, ha renunciado primero a la nación, luego ha soltado su presa sobre la Constitución, y finalmente ha cedido a la derecha la libertad. Esto abre para la izquierda una fase de decadencia que será larga, y que no se va resolver por una elección más, o por una elección menos. Inicia, también, una época saturada de peligros. Declinada la nación, demediada la discutible Constitución, y entrecomillada la libertad, a la izquierda le quedan sólo dos piezas sobre el tablero. La paz y la demonización del rival político. Lo primero entraña una trágica vulnerabilidad a las exigencias de ETA. Y lo segundo anuncia bronca. Dado que el PP considera liquidada toda posible avenencia con el PSOE de Zapatero, la bronca entrará en lo que se conoce en mecánica ondulatoria como «interferencia constructiva». Los españoles tornamos a echarnos los trastos a la cabeza. Se empieza a recitar ensalmos para que se persone un pariente difunto en mitad del círculo de espiritistas, y se concluye por tener un disgusto. El Pacto del Tinell, la recuperación de la Guerra Civil, y otras lindezas por el estilo, pasarán finalmente factura.
Entre los actores forzados a intervenir en el auto sacramental con el que nos vamos a entretener durante no sé cuánto tiempo, el más improbable, el menos previsto por todos, incluido él mismo, es Rajoy. Se designó a Rajoy para que gobernara, no para que fuera Daoíz o Velarde. Ahora bien, la historia no es optativa, y al cabo recita cada cual el papel que le cae en suerte. La de Rajoy no ha sido envidiable. No lo fue antes, y no lo será ahora. Hasta hace unas semanas -¡sólo unas semanas!- se le ha instado a Rajoy para que fuera un centrista. Yo también soy centrista. Pero no soy de ideología centrista porque el centro no es una idea. Es un lugar geométrico, que se busca con el fin de ganar unas elecciones.

Se trata, además, de un lugar geométrico muy pequeño. En contra de lo que se piensa, hacerse con el centro no consiste en pinchar una fabulosa bolsa de votos, al alcance de quien sepa hacer un agujero con un berbiquí para llevárselos a casa. El centro son cuatro gatos, que dan la palma de la victoria a un gran partido cuando el de enfrente es menos convincente, es menos simpático, o está peor gobernado. La causa por la cual la estrategia de centro, encomiable en sí misma, y auspiciable siempre por motivos de responsabilidad democrática, se me ha antojado en este caso poco realista, es que Rajoy se las había de ver, no con un Gobierno normal, sino con uno que había decretado la exclusión de la derecha del espacio político. Ello introducía obstáculos gravísimos. En primer lugar resultaba complicado centrarse sin encrespar a una parte de la propia clientela, agitada por comunicadores radicalizados. En segundo lugar, no era posible hablar de cosas normales, como la economía o nuestro pobre rendimiento en educación o la falta de tino de los españoles para incorporar tecnología al sistema productivo. La cuestión sobre el tapete era la unidad de España, y ahí es difícil afelpar la voz. Lo es por el propio peso de la cuestión, y porque no existe un continuum entre la unidad y la no unidad: no existen puntos intermedios que permitan emitir un mensaje cuyo tono venga dado por un astuto desplazamiento de los énfasis hacia arriba o hacia abajo. Por último, se ha tenido la impresión, estúpidamente alentada desde el otro lado, de que el asunto afectaba a la supervivencia civil de una parte del país. Díganme cómo se puede ser de centro en semejantes circunstancias. La confusión añadida entre ser de centro, y habilitar espacios a partidos nacionalistas como CiU, agregó unas gotas de angostura virtual a un cóctel improbable.

Parece que lo del centro se ha acabado. La manifestación del día 10, y la constatación solemne de que no existe un camino de entendimiento con un Gobierno imposible, inauguran una manera de hacer política distinta. Se veía venir. Que fuera inevitable inclina a la resignación, no al regocijo.

Por Álvaro Delgado-Gal