España en la encrucijada

Los admiradores de la España contemporánea confiaban en que hubiera superado por fin la amargura de la decadencia de la que fue víctima durante tanto tiempo. El éxito deslumbrante de la Transición, la aparición de una sociedad civil estimulante, el mito de la movida, el lugar obtenido en la Unión Europea y la OTAN, el incentivo internacional de la hispanidad, el milagro económico que hizo de la economía española una excepción en el continente, la consolidación de las autonomías, que parecían tener controlados los extremismos locales, configuraban un nuevo modelo español.

Pero la prosperidad y el éxito ocultaban los defectos de construcción de aquel magnífico edificio: el desarrollo basado en un boom inmobiliario facilitado por los bajos tipos de interés; la pérdida gradual de competitividad debido a unas subidas de salarios excesivas; la fragilidad de unos bancos demasiado ligados al entusiasmo inmobiliario; el coste prohibitivo de las autonomías, mucho tiempo oculta gracias al bajo endeudamiento del Estado central.

España se encuentra hoy en una encrucijada, pero su peligro ha pasado a ser —una paradoja— más político que económico. Bajo el peso de los mercados, el país ha emprendido la única vía posible a falta de la devaluación externa: una devaluación interna. Tremendos ahorros presupuestarios, reforma radical del mercado de trabajo, enorme presión salarial, limpieza de los balances bancarios. La economía española no ha culminado su periodo de reeducación, y el índice de paro es prueba de ello. Pero la sociedad acepta muy a su pesar la purga: ni huelgas generales constantes, ni descontrol social. El movimiento de los indignados refleja una oposición muy legítima, pero de amplitud limitada o, al menos, manejable.

Desde el punto de vista económico, ya se ve la luz al final del túnel. Basta un indicador de que la competitividad está en vías de restablecerse: el aumento de las exportaciones, que es continuo y significativo en una Europa estancada. En especial, la competitividad del sector del automóvil, de la que Carlos Ghosn ha dicho que era la mayor de la vieja Europa. Francia no tardará en descubrir que la industria española puede hacerle daño. Desde luego, se ha pasado ya el punto de inflexión: los esfuerzos comienzan a dar fruto y los mercados acabarán por notarlo. Ese día serán tan desmesurados en sus elogios como lo han sido en sus reproches.

¿Acabará siendo todo perfecto, el mejor de los mundos posibles? No nos engañemos: la convalecencia económica será larga y dolorosa. Pero todo llegará. De ahí la sorpresa y la decepción de que España arriesgue su recuperación por culpa de un absurdo patinazo institucional.

Para empezar, la lenta labor de zapa de un sector de los medios respecto a una monarquía sobre la que los españoles no tienen más que felicitarse. Además de los destacados servicios que les prestó durante la Transición y el golpe de 1981, ahora les evita los fermentos de divisiones y enfrentamientos a los que tan aficionado ha sido siempre el país. Claro que, aunque el ambiente sea a veces nocivo, este peligro parece lejano.

Dios sabe lo inmenso que es en el caso de la increíble saga catalana. Siempre es fascinante e inquietante ver cómo puede avanzar la Historia apoyada en pequeñeces: una manifestación lograda, una reacción emocional del poder local, una torpeza del poder central, desembocan en una terrible sacudida institucional. Todo este proceso es absurdo. Cataluña se ve hoy obligada a recurrir a Madrid para llegar a fin de mes; ¿cómo se financiará cuando sea independiente, con unos tipos griegos o portugueses? Si se produce el veto de los europeos y, desde luego, Francia, a su adhesión a la UE, ¿se convertirá en un agujero negro dentro de Europa? Condenada a que sus mejores empresas se replieguen sobre sus principales mercados, todos en España o en otros países, ¿qué valor añadido podrá conservar?

Pero el riesgo no es solo catalán. España, amputada, iniciará un proceso de involución imprevisible, pero también lo notará Europa: en vez de ser un factor estabilizador en el continente, la UE parecerá la coartada perfecta para alimentar los irredentismos. Aunque los catalanes eludan sus demonios, mantener el statu quo institucional en la península ha dejado de ser posible. España ya no tiene manera de sostener las 17 autonomías, que han rozado la bancarrota, pero la insatisfacción catalana debe encontrar salida.

Igual que Canadá respondió al reto de Quebec redifiniendo las reglas de la confederación, Madrid debe aceptar la idea, desagradable para el orgullo castellano, de ir como sea hacia una Federación de cinco o seis grandes entidades, en particular Castilla, Cataluña y el País Vasco. La alternativa es simple: o una España aún monárquica, federal y con una economía menos fantasiosa y más estable, después de la limpieza actual, o un país cuya dolorosa recuperación económica será imposible debido a unos espasmos institucionales que parecen totalmente fuera de lugar en la Europa actual.

Alain Minc es ensayista, economista y empresario. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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