España en la encrucijada

Por Salustiano del Campo, presidente del Instituto de España (ABC, 16/01/06):

LA relación entre sociedad y política se interpreta de manera diferente en Europa y en Norteamérica, si nos atenemos a la tradición democrática de estos dos grandes continentes. Para los europeos la sociedad depende de la política, mientras que la visión tradicional de la más antigua democracia que existe en el mundo es, en cambio, la de que la sociedad es el todo y la política uno de sus subsistemas, al igual que lo son otros como la educación, la defensa y la protección social. Todo esto es un simple preámbulo para afirmar que la sociedad española parece hallarse en estos momentos en una encrucijada a causa de su complejidad y del funcionamiento inadecuado de su sistema político. Constituimos, quiero recalcarlo desde el principio, una sociedad industrial avanzada, cuyos cuatro ejes principales son: pasado-futuro, tradición-modernización, derecha-izquierda, y universalización-particularismo, que se entrecruzan en sus acciones y efectos, y complican en gran medida el cuadro global con el que nos enfrentamos.

Para ser un país industrial avanzado, el pasado tiene entre nosotros un peso excesivo. Viene a ser como nuestra piel y de ella resulta muy difícil librarse. Aquí se discuten los hechos y las tropelías de los siglos XIX y XX y aun de los anteriores, reviviéndolos agónicamente. Por otro lado, aunque somos un país con mucha Historia, no la conocemos muy bien, y con frecuencia mezclamos hechos y opiniones, de manera que casi sin percatarnos nos encontramos debatiendo hechos instalados en nuestras ideologías. En cambio, el futuro no parece preocuparnos tanto. Para decirlo con claridad, aquí nos peleamos más por los dossieres que por las patentes.

El segundo eje, tradición-modernización, es complicado y su comprensión no es ahora fácil. No se trata de polos opuestos, y menos aún en el caso de España. Nuestro país constituye, juntamente con Japón, uno de los ejemplos más evidentes de modernización conservando tradiciones, lo cual no supone a priori que esto sea bueno o malo. El conocimiento de las raíces y la conciencia de que ha habido, incluso con contradicciones, una singular presencia de España en el mundo y una evolución interna muy singular no ha resultado incompatible con la modernización de nuestra sociedad. Es cierto el efecto homogeneizador que el desarrollo económico y social ha producido y produce en las sociedades modernizadas pero, como sucede en nuestro caso, un español sigue hoy siendo más distinto de un sueco que lo son, entre ellos, un catalán, un gallego, un vasco o un andaluz. El efecto al que me acabo de referir tampoco excluye las singularidades que sobreviven al cambio general de las principales tendencias sociales, que merece una consideración seria.

El eje derecha-izquierda, a su vez, ha experimentado contemporáneamente cambios en su equilibrio y en el contenido de sus polos. Pensar que la derecha española sigue siendo el fiel reflejo de los apostólicos del reinado de Fernando VII, o incluso de los conservadores de la Restauración, es un error grave. Tanto como lo es juzgar que la izquierda mantiene hoy las mismas características que tenía en la época de la emancipación obrera y de los belicosos sindicatos de clase. Importantes pensadores españoles advirtieron hace mucho contra la equivocación de creer que las sociedades pueden marchar con una sola rueda y, además, después de la II Guerra Mundial los programas de los partidos políticos de derecha e izquierda se han acercado bastante, y han convergido hacia el centro, relevándose en el poder y respetando lo realizado por el adversario político.

El cuarto eje es el del universalismo-particularismo y tiene bastante más incidencia en las sociedades europeas que en las de Norteamérica. Así, a escala personal, los americanos han sido siempre más propensos a unirse para actuar en los asuntos públicos fundando asociaciones, como ya observó sagazmente Tocqueville, mientras que los europeos se han decantado más por los liderazgos fuertes, que en varias ocasiones les han conducido a desastres tremendos, y por los nacionalismos de nuevo cuño. En Europa, los ciudadanos de algunos países tienden a identificarse más con su región de origen, o incluso con el lugar de su nacimiento, que con la gran formación nacional a la que pertenecen. Por otra parte, nuestra modernización no ha destruido fuertes lazos familiares y de amistad, que en otros países que se urbanizaron mucho antes se encuentran ya más diluidos.

Los cuatro ejes mencionados constituyen el complejo marco útil para interpretar lo que está pasando en nuestra sociedad y en sus principales sistemas: entre ellos el educativo, el político, el territorial, el de estratificación, el cultural y hasta cierto punto el económico. El proceso de degeneración y hasta de destrucción de algunas instituciones básicas tiene a menudo su origen en las dificultades para manejar elementos que proceden de este conjunto de sistemas y así pasa en instituciones básicas como las educativas y las judiciales donde los ejes pasado-futuro, tradición-modernización, derecha-izquierda y universalización-particularismo influyen sobremanera.

La conclusión inevitable de todo lo anterior es que como la sociedad somos todos y es de todos, el arreglo de lo que no va bien en España sólo puede intentarse a base de consenso. Nuestras sociedades, escribía Tocqueville, son sociedades de opinión pero el consenso, que es una planta natural en el medio norteamericano, solamente brota aquí de modo desigual y esporádico y se asienta por largo tiempo, o para siempre, en algunos países, como los escandinavos y, cuando no se logra, conduce a otros, cultos y refinados, como los centroeuropeos, a ejemplos imperdonables de horror. Entre los países europeos en los cuales el consenso surge de tarde en tarde nos encontramos nosotros, que con la modernización hemos incorporado a nuestra sociedad la democracia y vivimos en ella desde hace 30 años. Somos un país en el que la tendencia hacia la polarización de las opiniones y las actitudes ha malogrado ocasiones excepcionales del siglo XX, como la de la II República. A la muerte de Franco, sin embargo, el consenso cuajó y nos ha traído la paz y la prosperidad que disfrutamos.

Nos encontramos próximos a que desaparezcan las generaciones que trajeron a España los cambios que denominamos transición democrática y no tenemos la certeza, y ni siquiera suficiente confianza, de que la tercera generación de la democracia acepte seguir valiéndose de la misma fórmula para continuar el progreso conseguido. Esta gran duda se acrecienta al observar que el paso del tiempo ha producido deterioros y desgastes en las instituciones y un cierto cansancio en la cohesión social. Parece como si vivir juntos y en paz, tratando de contribuir al bienestar del país, a la reducción de las diferencias entre los ciudadanos y las regiones y a la tolerancia de las opiniones fuese algo demasiado aburrido para el temperamento que se atribuye a los españoles.

Pienso que es hora de que se diga la verdad y de que bajemos nuestros humos, y nos percatemos de que hemos dejado de ser una excepción europea para convertirnos en una sociedad industrial avanzada, más parecida que nunca a las de nuestro entorno, que ya no consiente veleidades y antagonismos como los que nos han dañado tanto a lo largo de los últimos siglos. Y esto que digo se apoya en lo que manifiesta y quiere nuestra sociedad de acuerdo con los resultados electorales, desde los del referéndum de la Ley de reforma política hasta los de 2004. En otras palabras, en el largo proceso de la transición y en la consolidación de nuestro sistema democrático, el actor que menos se ha equivocado ha sido, a mi juicio, el electorado, que votó reforma cuando procedía, cambio cuando llegó el momento y consolidación cuando estaban madurando las cosas. Sus contadas equivocaciones se han debido, sobre todo, a acciones mal enfocadas de algunos sectores de la clase dirigente de la transición.