España en la obra de John H. Elliott

Es condición general de los historiadores, a fin de cuentas señores del tiempo, alcanzar una avanzada edad. Doble mérito si además, como en el caso del maestro y premio Príncipe de Asturias John H. Elliott, se llega a los 85 años, este 23 de junio, en una forma espléndida. En tiempos convulsos como estos, resuena una afirmación suya de 1994 cargada de sentido: «La obligación del historiador es buscar lo que cree que es la verdad, por incómodas que sean las consecuencias. Todas las sociedades necesitan mitos, pero también requieren de historiadores que los cuestionen y de ese modo aseguren que el pasado no se fosilice en las mentalidades del presente». La vocación por la incomodidad, asentada en una sólida condición moral, es basamento de una carrera intelectual que, a efectos españoles, comenzó en 1950. En un viaje memorable que ha evocado de manera repetida, la última vez en una suerte de autobiografía titulada «Haciendo historia» (2012), Elliott recorrió España formando parte de un grupo de estudiantes de Cambridge. La visita al Museo del Prado, una conmoción, le dispuso ante el enigma magnífico que supone la posible correlación entre apogeo cultural y decadencia política. ¿Cómo era posible que la patria del asombroso Velázquez fuera también la de aquella monarquía regida por Felipe IV, a punto de disolución? «Me impresionó mucho el país», evocó décadas después. La memoria visual del Prado, a cuyo patronato ha hecho una extraordinaria contribución, constituye referencia e hilo conductor de su obra, cuyos libros remiten en una secuencia característica a determinadas pinturas, que podríamos llamar «de época».

El retrato velazqueño del conde-duque de Olivares, pintado hacia 1638, apunta una cuestión clásica en la obra de Elliott, la arrogancia del poder y su representación. También, en tono no precisamente menor, aparece la relación dinámica entre quienes detentan los gobiernos y quienes les obedecen, en el marco de relaciones de contingencia. Las cosas fueron de un cierto modo, pero las opciones de libertad humana estuvieron y están abiertas, de modo que pudieron acontecer de otro. La tarea del historiador es estudiarlas y narrarlas con lenguaje elegante, medido y oportuno. La biografía que publicó en 1986 sobre Olivares, con el subtítulo «El estadista en una era de decadencia», puede verse como evolución natural de preocupaciones nacidas treinta años antes, ante las imágenes del Prado promovidas por el favorito para celebrarse a sí mismo, con permiso y anuencia de su rey y señor. Ese mundo de privados y validos, en Europa y España, expresó una cómoda dejación de responsabilidades por parte de los monarcas que, en nuestro caso, sucedieron al formidable Felipe II. Sin duda la fabricación de majestad por sus sucesores se correspondió con una apoteosis gloriosa de la cultura cortesana española, que desde el siglo XVIII hemos llamado con justificado orgullo «Siglo de Oro».

Habría que actualizar las interpretaciones complacientes de algunos de los elementos que lo constituyeron, pero sin duda el palacio del Buen Retiro y dentro de él, como ingenio central, el salón de reinos deben a Elliott, que publicó en 1980 junto con Jonathan Brown una monografía de referencia, sus perfiles actuales. Allí estuvo otro cuadro del Prado, «La recuperación de Bahía», pintado por el religioso dominico Juan Bautista Maíno en 1635, para la serie de batallas del salón. Sobre el telón de fondo de paisajes figurados, se observan embarcaciones, armas, reyes, favoritos, generales y soldados, niños que miran y mujeres que cuidan a los heridos en la batalla. Un tanto imperceptibles, bajo las figuras de Felipe IV y Olivares, que le coloca una corona de laurel, se deslizan tres cuerpos que personifican desorden cósmico, herejía, discordia y traición. La victoria de Fadrique de Toledo en el combate habido en esa ciudad brasileña –entonces española– en 1625 se atribuye a la eficacia de un gobierno prudente. Este actúa en el seno de una monarquía compacta o compuesta, según la célebre definición de Elliott, apuntada en un artículo de la revista «Past and present», de 1992. Aquella estructura política integró en el primer imperio global de la historia reinos y ciudades a escala planetaria con el rey español en el centro de un sistema de representación providencial y ecuménico. Ciertamente, en ese punto confluyó con la escuela del modernismo más renovadora e interesante, con figuras como Antonio Domínguez Ortiz en lugar destacado. Pero el cuadro de Maíno remite también al escenario americano de la monarquía filipina y, por extensión, a la universalidad de la historia de España, tan desparramada por todos los continentes, para quienes quieran verlo sin acritud –o con patriotismo–.

En 1969, Elliott impartió en la Queen’s University de Belfast las conferencias Wiles, dedicadas a reflexionar sobre la influencia del Nuevo Mundo en la Europa del siglo XVI y comienzos del XVII. Sus cuatro intervenciones, que llevaron por título «El impacto incierto», «El proceso de asimilación», «La nueva frontera» y «El mundo atlántico», editadas poco después en «El viejo mundo y el nuevo, 1492-1650», propusieron de acuerdo con los lineamientos de la entonces novedosa historia atlántica que los procesos históricos americanos fueron parte de los europeos, y viceversa. En esa línea, la publicación en 2006 de «Imperios del mundo atlántico. España y Gran Bretaña en América, 1492-1830» planteó una historia comparada de los imperios británico y español en el Nuevo Mundo. En las antípodas de la leyenda negra, no sólo describió los escenarios conflictivos y civilizatorios de una aventura colonizadora europea sembrada de puntos de contacto, sino que enfatizó elementos habituales en la historia de España cultivada por Elliott. Entre ellos, siempre aparece el estudio de lo que conecta y construye, junto a aquello que disuelve y aniquila, tan sobrevalorado. Mucho más orientado, en suma, hacia temas institucionales, de acción de gobierno y trama cultural, que en torno a eventos heroicos, tantas veces fatales. Sin duda su visión está condicionada por una percepción de la historia de España opuesta al excepcionalismo, la anomalía y las supercherías del romanticismo, que tanto daño han hecho y siguen haciendo. De acuerdo con esta elevada actitud, manifestó que «todos los hispanistas corren el riesgo de convertirse en anticuarios de vía estrecha si no miran más allá de España. Deben ser capaces de encontrar los vínculos entre la península y el ancho mundo y trazar paralelismos y comparaciones, para adquirir claridad respecto a eventos de su historia».

Unas cuantas generaciones de historiadores de diferentes países fueron formadas por él bajo este credo normalizador. Según sus postulados, la historia de España es como cualquier otra, con aspectos parecidos o diferentes a las demás. Por supuesto, constituye una historia europea y global. Además, no tiene la obligación de terminar mal, o al menos no más que las demás. Si acaso, la distingue, en este caso para bien, que en momentos infelices ha tenido un Velázquez, o un Goya, para pintar la experiencia común de los españoles. Feliz cumpleaños, querido maestro.

Manuel Lucena Giraldo, historiador e investigador del CSIC.

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