España en la política atlántica

Por Jerónimo Molina, director de empresas políticas de la Universidad de Murcia (LA RAZON, 09/04/03):

Una vieja máxima de prudencia política acuñada por Herodoto reza que «ningún hombre está tan desprovisto de razón como para preferir la guerra a la paz». Ni siquiera la confusión que hoy reina en Europa a propósito de la intervención militar en Iraq ha quebrado su vigencia. Donde la política es, como en Occidente, la ocupación de hombres libres y no una actividad mafiosa monopolizada por un partido, una casta o una familia, la carrera del estadista y el político patológicos (desde un punto de vista presuntamente moral) constituyen posibilidades remotas, normalmente vinculadas a graves errores del planeamiento de las relaciones internacionales (Hitler) o a la debilidad de ciertos estados (Arzallus). Nadie en su sano juicio predica la guerra como expediente único de la acción política, pero tampoco la pacífica negociación como solución universal. No hay una política pacifista pues el conflicto pertenece a la naturaleza humana. De nada sirve proclamar que una nación renuncia a la guerra como instrumento de la política internacional, pues el enemigo hace caso omiso de las buenas intenciones.

Ayuna de historia, pues de ello se alimenta su falso prestigio, la izquierda española explota el sentimentalismo («No a la guerra», es decir, no al Gobierno «belicista» de España), prefiriendo ignorar la distancia que media entre lo deseable y lo posible. La verdad política, si existe, tiene que estar repartida. ¿En todo caso, la presunción liberal de su distribución es el supuesto del compromiso?: resulta por eso especialmente llamativo que los dirigentes comunistas y socialistas no hayan sabido elegir una argumentación política solvente para defender su oposición a la guerra .¿Nadie puede oponerse, por ejemplo, al Police bombing y al mismo tiempo ser partidario de un Tribunal penal internacional (Francia) o a la inversa (Estados Unidos)? La pose izquierdista consiste en el recurso a la agitación estéril, no exenta de riesgos por otro lado. La estupidez y la corruptibilidad humanas no permiten albergar muchas esperanzas sobre la eternidad de un régimen político, ni siquiera del régimen «óptimo».

Las consecuencias de la crisis de Iraq no serán desdeñables en el futuro, pero es tal vez demasiado pronto para profetizar sobre el «Espíritu de Las Azores» (liquidación de la vieja ONU; redefinición de la OTAN; inflexión en la construcción de una Europa a conveniencia del État francés y de las elites nacionales refugiadas en Bruselas; suspensión de los trabajos de la mistificadora Convención «constituyente» europea).

Sí pueden adelantarse algunas conclusiones sobre el impacto doméstico de esta crisis internacional, en la que el alineamiento atlántico de España no es en absoluto accidental. Ahora bien, la posición española únicamente puede esclarecerse a condición de que se pase por encima de las convenciones de la sociología ad usum delphini (ventaja electoral para los comunistas y los socialistas) y las fantasías pseudoliberales anglosajonas patrocinadas hace casi 90 años por el nefasto presidente norteamericano W. Wilson («un mundo más seguro para las democracias»).

La posición del presidente del Gobierno español, en contra de la opinión publicada, no sólo no ha torcido el fuste de nuestra política exterior, sino que bien pudiera contribuir a medio plazo a clarificar los intereses nacionales. Esta operación fundamental consiste, en último análisis, en la distinción entre amigos y enemigos (Carl Schmitt). No se trata de negar la vocación europea de España, que cierta promoción de políticos acomplejados creyó realizada con el ingreso en el Mercado Común, pero no pueden desconocerse las vicisitudes de la política exterior de la Monarquía hispánica desde Isabel II, a merced de las injerencias británicas y francesas.

El feroz e injusto bloqueo a que se sometió a España entre 1946 y 1953 fue el corolario de la situación secular, por lo demás, ¿la distinción entre una nación y su régimen político, hoy como ayer, constituye un sofisma? La victoria frente al bloqueo y la emancipación de la tutela francobritánica se debió a la profunda rectificación que en esas fechas se operó en la política española. Para salvar el aislamiento jugó la Dictadura las bazas de la Hispanidad y de los Estados Unidos, es decir, del Atlántico sur y del Atlántico norte. Se equivocan quienes afectan ver en la relación Franco-Perón un episodio de la política ideológica y en los tres Agreements hispano-norteamericanos de 1953, además del abrazo Franco-Eisenhower de 1959, una confirmación del papel secundario reservado a España en el mundo de la Guerra fría. De hecho, el atlantismo cultivado por la diplomacia española fue la palanca que removió en 1955 el glacis soviético que impedía el ingreso de España en la ONU.

La participación de España en la coalición internacional contra Iraq ha supuesto una reordenación de los puntos cardinales de su política exterior. Resulta fácil criticar esta decisión desde un punto de vista meramente intelectualista; sin embargo, teniendo en cuenta la laminación del espíritu patriótico, la hostilidad de Marruecos y la actitud de la Unión Europea, particularmente de Francia, ante episodios como la crisis de Perejil, la prudencia aconseja desatender las recomendaciones de la izquierda, cuya resignación diplomática e ingenuidad política le impiden ver en el atlantismo otra cosa que servilismo. Quien es capaz de hacer de la necesidad virtud no yerra, pues en ello está, recordaba Maquiavelo, la virtud del hombre de Estado. El atlantismo, según lo entiende ahora el Gobierno de España, se perfiló ya en la visita del George W. Bush a España en junio de 2002, la primera del nuevo presidente a un país europeo.

La izquierda también salió a pasear, pero Aznar no dudó en reconocer la utilidad del nuevo proyecto de defensa antimisiles norteamericano, al que se opuso de plano la Unión Europea. En la Declaración de las Azores, finalmente, se han formulado, al menos en parte, los principios del nuevo atlantismo. No sólo se leyó el ultimátum de un régimen cuyo líder es considerado por los aliados un hors l umanité, alguien «odioso y feo», sino que se apuntó germinalmente la nueva forma de entender la articulación futura entre los grandes espacios (las dos Américas, Europa, Rusia, China, el mundo islámico).

Está por ver si un orden internacional sano puede basarse en los principios que ahora inspiran la II Guerra del Golfo, ¿herencia de la gran guerra por lo demás? Sea como fuere, para España lo más urgente es el abandono de la política de los complejos. Ésta puede ser la decisión más importante tomada en España por un gobierno desde 1977, lo que explica los riesgos electorales que el partido de la mayoría está dispuesto a afrontar.

La izquierda impaciente, sin embargo, no atiende a razones de Estado, particularmente ignora el arcano que De Gaulle predicaba y practicaba: «Sembrar la discordia en la casa del enemigo»

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