España, entre dos poemas

Ya sabíamos que España es un gran país. Y sabíamos además que lo es por los españoles; una larga lista de ciudadanos que luchan contra la adversidad de sus reducidos –inexistentes, a veces– medios en favor de sus semejantes: los profesionales de la sanidad y los farmacéuticos, los militares y los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, los trabajadores de los supermercados... y, en definitiva, los ciudadanos de a pie, quienes sufrimos el confinamiento en condiciones diversas, no pocas en situación de contagio, con niños a cargo, con dificultades económicas...

Y a la cabeza de ese magnífico contingente de ciudadanos, un Gobierno descabezado o de cabeza reducida, o jibarizada, pero no, en este caso, como oportuno talismán para ganar las guerras sino para perderlas todas. O quizá dos gobiernos con una cabeza –la de su vicepresidente segundo, Pablo Iglesias–, que es muy consciente de su hoja de ruta y está dispuesto a aplicarla con el ventajismo oportunista que siempre ha caracterizado al líder de Podemos. ​

Son, al cabo, una vez más, las dos Españas que hacían helar el corazón del poeta, remedadas ahora en la España que lucha y la España que improvisa, una España oficial inepta –por no apta– para gestionar nada que no sean los regates cortos y el trampeo al adversario. ​

Y, en esta realidad dramática, nunca desde los tiempos democráticos de la reciente historia de España, salvada la Transición, se ha puesto en evidencia de manera más nítida la diferencia entre la política con mayúsculas, que refiere su razón de ser al servicio público, y la minúscula política basada en la sola ocupación del poder. ​

No se advierten apenas diferencias en este punto entre los partidos coaligados en el Gobierno de la Nación y el principal de la oposición; unos y otro ligados por un destino común, el de una soporífera alternancia más propia de quienes cambian de posición para continuar con la siesta que de gentes con visión de Estado. ​

Es precisamente en este contexto disparatado cuando el Ejecutivo ha evocado como deus ex máquina los nuevos Pactos de la Moncloa, que vendrían a remediar todos nuestros males presentes y futuros. Y el Partido Popular ya ha anunciado su reserva a suscribirlos, no sea que el Gobierno pretenda extender la responsabilidad por la pésima gestión de la crisis al conjunto de la clase política, con el corifeo acompañante de los agentes sociales y económicos; y que le obligue a unirse en procesión con quienes sólo saben de proteccionismo y de clausura de la iniciativa privada. ​

No dejan de parecer plausibles esas reservas, en especial si la crisis se pareciera a esos dientes de sierra, los que el mercado de trabajo español, acostumbrado a la estacionalidad de los flujos en la hostelería, es tan propicia; pero ésta no es una crisis más, como apuntan los datos del Fondo Monetario Internacional (FMI), estamos ante un batacazo sin precedentes, salvo los de nuestra guerra fratricida. ​

El PP no debería confundir los tiempos de la crisis con la idea de un paréntesis pasado el cual volveremos por donde estuvimos, de manera que todo consistirá en recuperar con rapidez el tiempo perdido. No hay ninguna previsión que nos abone a esa posibilidad; al contrario, las cifras de los expertos aventuran un futuro de escasez en un escenario de tiempos nuevos y difíciles. Cuáles puedan ser éstos dependerá del tiempo empleado en la contención del virus, la peor o mejor gestión de ésta, los estragos que produzca y de la respuesta política que sepamos darle. ​

Una respuesta que, por fortuna, no es sólo nacional. En su ecuación (a diferencia de los célebres Pactos que facilitarían la transición) se encuentra la Unión Europea, en un contexto de crisis en todo caso generalizada en el conjunto de sus países –sin perjuicio del diferente impacto– que es producto de la interdependencia de sus economías. Es cierto que tanto las instituciones comunitarias como alguno de los Veintisiete han reaccionado con timidez y tardanza –cuando no con abierta desconfianza– respecto de la habilitación de recursos financieros suficientes para abordar el impacto de la crisis; pero sería inviable siquiera pensar en unos Pactos para España que prescindan de la cobertura de nuestros socios, de las instituciones de la Unión y –de manera muy singular– de sus Presupuestos, ahora en fase de elaboración. No deberá olvidarse tampoco que la apertura del grifo del dinero comunitario es muy probable –y sensato además– que no se ofrezca para habilitar la creación de una economía subsidiada, con una extensión agobiante de un Estado presuntamente protector, que más bien se transforme en emisor de cartillas de racionamiento, según la práctica habitual del comunismo cubano y del socialismo bolivariano, de los que se han nutrido económicamente y al que –este último– han alimentado ideológicamente algunos de los figurantes del actual Gobierno español. ​

La necesaria conexión de los Pactos al enchufe financiero europeo sería bastante más creíble para nuestros socios si el programa económico presentado se mantuviera en los cauces de una gestión ordenada de los recursos públicos, clausurara cualquier apelación al populismo y fuera avalada desde el Gobierno por las dos principales fuerzas políticas del país, abierta al apoyo del centro político, con exclusión de quienes –una vez más– han demostrado una mezquina insolidaridad con los problemas de todos; más creíble también para los mercados que deberán comprar el exceso de deuda que la gestión de la crisis va a comportar, según todas las previsiones.

Pero ese Gobierno de concentración no sólo debería producirse por razones económicas o de venta de imagen de país en el exterior, una solución de este tipo, siquiera extraordinaria, nos ayudaría a replantear una deriva política que, cuando no ha sido errática, ha caminado hacia la destrucción de España como proyecto de nación. ​

Cualquiera que sea el momento político, tengan unos u otros apellidos nuestros dirigentes, siempre es la hora del servicio público. Y lo que demuestran los esfuerzos cotidianos de los ciudadanos debería reflejarse en la gestión de nuestros responsables. Ya sé que esta sugerencia se parece bastante a una quimera, y que «de todas las historias de la historia, la más triste de todas es la de España», como decía Gil de Biedma.

Fernando Maura es abogado, político y escritor.

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