España: entre la montaña y la ruleta rusas

Isabel Díaz Ayuso y Pablo Iglesias en un programa de 'La Tuerka', en noviembre de 2012.La Tuerka
Isabel Díaz Ayuso y Pablo Iglesias en un programa de 'La Tuerka', en noviembre de 2012.La Tuerka

La política democrática ha dejado de serlo para convertirse en un espectáculo. Está triunfando el populismo e imponiendo sus dinámicas. La institucionalidad deliberativa sufre el asalto de la irracionalidad efectista y el país está en manos de políticos que se comportan como adolescentes que han convertido la democracia liberal en un chat impulsivo lleno de peligrosas ocurrencias. El problema es que cuando se pierde el respeto a la democracia con mayúsculas y se rompen las reglas de juego de la prudencia, la ética y la inteligencia, aquella empieza a tener sus días contados. Primero, pasa a declinarse con minúsculas y, después, se borra con la goma del autoritarismo sin que nadie mueva ya un dedo por ella.

España está sometiendo a la política democrática a una trituradora insensata. Vivimos atrapados dentro de un bucle que acelera el ritmo de los acontecimientos sin reflexión ni distancia. Estamos exponiéndonos a terminar en las fauces de la historia de siempre porque algunos han decidido que tenemos que vivir dentro de una burbuja virtual en forma de videojuego ideológico. Sin solución de continuidad, la democracia es desacreditada cada día por quienes la protagonizan con decisiones y palabras que nos colocan en una situación de vulnerabilidad extrema que nos hace víctimas propiciatorias de una toxicidad política sin líneas rojas.

Frente al “socialismo o libertad” de hace unos días, se levanta ahora la bandera del “¡No pasarán!”. Las urnas en Madrid se mueven del telón de acero y la guerra fría al puente de los Franceses y la Guerra Civil. Una polarización temática que escala y adquiere intensidades que no nos merecemos como sociedad. Llevamos conviviendo más de 40 años en democracia y sufriendo un año terrible de pandemia, para vernos de repente en medio de un cuadrilátero ideológico que replica los dilemas del trumpismo y el chavismo.

¿Nos merecemos una política democrática que se asienta sobre una estructura de frivolidad y mercadotecnia hiperactivas? ¿Tiene sentido tirar todos los días por la borda los principios democráticos de vivirnos como una comunidad ética basada en la institucionalidad representativa de dar voz a la sensatez del mayor número? Es más, ¿cuándo van a entender algunos políticos que no puede forzarse la democracia liberal para ver hasta dónde puede dar de sí?

Estamos avanzando hacia una tempestad sin precedentes. Esto sucede porque funcionamos como si estuviéramos dentro de un gran parque de atracciones político. Hemos sustituido la seria racionalidad comunicativa habermasiana por una ingeniosa montaña rusa tuiteada que incrementa su velocidad, arriesga más y se desliza buscando loopings cada vez más peligrosos mientras sustituye razones habladas por emociones que se gritan. Esto es, precisamente, el populismo. Gobernar y ser oposición a golpe de activar pasiones y emociones que transforman la ciudadanía en una experiencia sustitutiva de consumo de morbidez ideológica.

Estamos descuadernando la democracia liberal al privar a las instituciones del respeto que se merecen formal y materialmente. Estamos brutalizando su funcionamiento al convertirla en una jungla sin reglas de juego, en donde todo vale y todo es posible con tal de ganar la partida, ocupar el poder a cualquier precio y ver cómo se dobla el brazo al adversario. Ganar ya no basta. Ahora hay que aplastar y humillar. Los extremos imponen sus marcos y convertimos la política en una despliegue de dinámicas antisistema que buscan justificar la urgencia de instaurar una democracia inmediata y polarizada, volcada sobre cotos tribales binarios que destruyan el pluralismo, la diversidad, la tolerancia y los matices de los horizontes mentales.

Nos deslizamos por una pendiente que nos lleva directamente al desagüe de la historia si no se pone remedio. Nos hemos asomado durante mucho tiempo al abismo de la antipolítica. La hemos, incluso, normalizado al pactar o gobernar con ella. Y, ahora, finalmente, quiere tomar las riendas de nuestra vida. Se ha asomado en nuestros corazones y nubla nuestra racionalidad para reclamar lo que considera que es su derecho: imponer el odio como sentido y fin de las cosas.

Estamos en manos del populismo y Madrid se ha convertido en un campo de batalla que confirma la ambición populista por transformar la política en una guerra cultural de trincheras frentistas, gas mostaza, fuego de tambor y bayonetas. La montaña rusa de la frivolidad y el espectáculo nos ha traído hasta aquí. Ahora ya estamos donde querían los que empezaron a jugar a ser populistas, a derechas e izquierdas. Los dos bandos lo han hecho a la vez después de leer a Carl Schmitt por personajes interpuestos: unos, mediante Leo Strauss; los otros, a través de Ernesto Laclau.

El desenlace es una democracia dividida y al borde de la confrontación más virulenta. Con el liberalismo y la socialdemocracia marginadas e impotentes, y viendo cómo los dueños del tablero político convierten la política partidista en una ruleta rusa que no duda en poner el cañón del arma populista sobre la sien de nuestra democracia.

José María Lassalle fue secretario de Estado de Cultura entre 2011 y 2016, y de Agenda Digital entre 2016 y 2018.

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