España es la garantía de una vida digna

Nací con la Constitución de 1978 y, por tanto, crecí en una España alegre y optimista que no encontraba obstáculos insalvables entre ella y el horizonte. Nos sentamos, por fin, a la mesa europea, apuntalamos nuestra democracia, derrotamos al terrorismo y extendimos la prosperidad a amplias capas sociales. Naturalmente, latían problemas y asomaban peligros, pero no nos parecían existenciales, sino las últimas cumbres a superar antes de alcanzar el destino de las naciones a las que queríamos parecernos. Nos veíamos como ciudadanos de un país nuevo -nos gustaba hablar de nuestra «joven democracia»- firmemente asentado sobre unos valores compartidos expresados en la Constitución del 78. Había una idea ampliamente compartida de lo que significaba ser español en los albores del siglo XXI.

España es la garantía de una vida dignaEs evidente que las cosas no han salido como esperábamos. Desde 2008 se han sucedido en España una serie de traumas económicos, sociales y políticos que apenas nos han dado respiro: la crisis financiera y de deuda, el intento de golpe en Cataluña, la moción de censura que abre el periodo sanchista y la pandemia, cuyas consecuencias no terminamos de superar. El resultado está a la vista: una etapa de inestabilidad cuyo final no se advierte, liderazgos políticos tan brillantes como fugaces y un proyecto corrosivo en la izquierda: el PSOE ya no aspira a lograr mayorías en las urnas, sino a ser el eje de una coalición extremista contraria al espíritu de la Transición y a la misma idea de España. El futuro ya está aquí: el Gobierno intenta aparecer como el garante de una Constitución que está haciendo mutar en los despachos. Antes de Navidad, Sánchez puso en marcha una operación para controlar el Poder Judicial y el Tribunal Constitucional a través de mecanismos que vulneraban los derechos de la oposición parlamentaria. No se consumó (de momento) porque no hizo falta: aprovechando la principal debilidad de nuestro sistema, situó en el Constitucional a quien deseaba mientras contraponía irresponsablemente la ley a la democracia. Está justificado el temor de que se terminen convalidando medidas que vayan directamente contra el espíritu y la letra del texto de 1978. La izquierda ha vaciado de contenido el pacto que nos dio las mejores décadas de nuestra historia. La primera y peor consecuencia es que ya no se sabe qué es España ni qué significa ser español. No es ninguna broma: ¿qué futuro nos espera si ya no nos sentimos parte de la misma comunidad política? ¿Puede haber proyecto común si ya no tenemos nada en común?

Hasta ahora, la respuesta desde el centroderecha ha sido dubitativa, en mi opinión porque hemos ido a rebufo del PSOE. Llevamos demasiado tiempo hablando de pactos poselectorales, de alianzas y de tácticas comunicativas, cuando deberíamos dar una respuesta actual a la gran pregunta que se nos plantea: ¿qué es España? No es mi intención responder a esta pregunta, pero sí centrarme en un aspecto que considero clave y que tiene importantes consecuencias políticas.

España es una nación. No es una confederación ni una realidad plurinacional ni ninguna otra zarandaja de las que nos regala la izquierda. Y si el término nación significa algo desde 1812 es el vínculo afectivo -complejo pero real- que une a todos los españoles de hoy, de ayer y de mañana, articulado en torno a la ciudadanía. España es un lazo que nos hace responsables unos de otros, que nos obliga con el futuro, pero también con el pasado. Las naciones no son familias, pero no se me ocurre una analogía mejor: sabemos que nuestra familia es imperfecta, pero elegimos quedarnos con lo mejor de su pasado para alcanzar el mejor futuro; en ocasiones sentimos que la familia nos limita, pero también sabemos que estará ahí para lo bueno y para lo malo. Los españoles tienen que saber que España existe y que ser español significa (entre otras cosas) que, si te caes, te van a ayudar a levantarte, que nadie queda a la deriva, que nos importa el destino de todos y cada uno. Cuando desde la izquierda nos dicen que «la patria es un hospital» debemos responder que para que haya hospital antes tiene que haber una patria. El Estado, las administraciones y las instituciones son esenciales para concretar esta familiaridad, esta compañía, esta responsabilidad, pero se vuelven débiles si prescindimos del vínculo y de la trama de afectos que los justifica: España.

Cualquier proyecto nacional que quieran impulsar las fuerzas a la derecha del PSOE tiene que abrazar esta consideración de lo nacional, lo que implica dar peso a las políticas sociales. Temo que todavía haya ciudadanos que identifiquen la política social con la izquierda. Lo cierto es que tanto los liberales como los conservadores tienen una larga y brillante tradición a la que recurrir en España y en Europa: desde los primeros pasos dados por los Gobiernos de Cánovas y Sagasta para responder a la llamada cuestión social hasta la creación de los estados de bienestar en la posguerra europea a cargo, en buena medida, de la democracia cristiana. Existe una doctrina social de la Iglesia que pone en el centro la dignidad humana -que vertebró las políticas de Eduardo Dato- y un ímpetu reformista inseparable del liberalismo clásico y moderno.

¿Pero qué significa hoy «política social»? En un país marcado por una gravísima crisis demográfica, significa en primer lugar apoyar a las familias -presentes y futuras- en sus problemas cotidianos: la conciliación, la educación infantil, la reducción de la incertidumbre económica. Además, significa poner el foco en los cuidados ante la realidad del envejecimiento y los desafíos planteados por la pandemia: facilitar que los mayores puedan permanecer en sus domicilios el mayor tiempo, combatir la soledad no deseada y, muy importante, atender a las necesidades de las familias cuidadoras, las que tienen a cargo a un dependiente o a una persona con discapacidad. No pretendo exponer un programa, solo apuntar algunas líneas que no solo refuerzan el vínculo social, sino que ofrecen indudables ventajas políticas: permitirán aumentar la base electoral llegando al esquivo votante socialista desencantado y salir de la estéril discusión sobre alianzas, pactos y formas comunicativas. A esto hay que sumar que nos permitiría profundizar en políticas útiles y concretas alejadas del abrasivo debate ideológico. No me negarán que es maravillosa la perspectiva de poder ganar en política haciendo lo que los ciudadanos esperan de nosotros: abordar sus problemas y ofrecer soluciones.

Llegado a este punto, algún lector podría temer que lo que se propone sea hacer seguidismo de la izquierda o asumir su agenda. No es así, las diferencias de enfoque son decisivas. Primera diferencia: como hemos demostrado en el Ayuntamiento de Madrid, la política social en la que creemos está orientada a la autonomía y las nuevas oportunidades desde un planteamiento de dignidad: las familias desean salir adelante sin depender de ayudas, y a esto es a lo que debe orientarse el centroderecha, huyendo de las redes clientelares como de la peste. Segunda diferencia: cualquier proyecto se diseñará a partir de la evidencia disponible y se evaluará para conocer sus resultados y modificarlo para hacerlo más eficaz; aquí no caben las políticas basadas en prejuicios ideológicos a las que nos ha acostumbrados la izquierda: la obtención y explotación de datos analizables será parte inseparable de cualquier proyecto. Tercera diferencia: nuestra política nunca estará basada en el simple aumento del gasto (único criterio que usa la izquierda), sino en la eficiencia y buen uso de los recursos públicos, y, por lo tanto, será compatible con bajadas de impuestos.

Es el momento de recordar a los ciudadanos que la existencia y supervivencia de España es la garantía de una vida digna, el apoyo que todos necesitamos en algún momento y aquello que nos une a los españoles de ayer, hoy y mañana.

Pepe Aniorte es delegado de Familias, Igualdad y Bienestar Social del Ayuntamiento de Madrid

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