España, Estado y Autonomías

Armonizar. Poner en conformidad cosas que deben concurrir al mismo fin. CASARES, «Diccionario ideológico»

La unidad política de España es una realidad histórica y actual, sin discontinuidad desde hace más de quinientos años: no un invento de los constituyentes del 78. Sus antecedentes se remontan quince siglos atrás, desde la romanización hasta la modernidad. Es la unidad de la nación que entre 1808 y 1812 luchó y triunfó en Bailén, en Zaragoza o en Gerona, y la de todo el siglo XIX. Así lo han reconocido siempre sus ciudadanos y los de otros pueblos. Y lo han proclamado las dos últimas constituciones españolas del novecientos, la monárquica del 78 y la republicana del 31. Antes no había hecho falta nunca enunciar algo tan manifiesto e indiscutido.

En la de 1931 se declaraba expresamente que son «irreductibles» los límites del territorio español. O sea, lo mismo que con otras palabras se lee en el artículo segundo de la del 78, en que se proclama la indivisibilidad de la Nación, «patria común de todos los españoles».

Hace quinientos años España contaba como una de las principales y más consolidadas naciones de la «Europa de los Reinos», con voz y con presencia en todos los asuntos y espacios del continente y de los mares ribereños. Desde entonces su territorio a diferencia de casi todas las demás naciones europeas apenas ha sufrido cambios. Comprendía, igual que ahora, la mayor parte de la península ibérica, salvo Portugal, y los archipiélagos de Baleares y Canarias. En el mismo siglo XVI se agregaron, y se hicieron españolas, las ciudades de Ceuta y Melilla. Las únicas mermas fueron en el XVII el Rosellón español y una franja de la Cerdaña, cedidos a Francia en 1659, y en 1713 el peñón de Gibraltar cuya devolución han planteado siempre los gobiernos españoles, por lo menos hasta ahora. (La Corona extendía sus dominios por otros lugares de Europa y por las Indias. Pero se sabía, aquí y fuera,que eso no era España.)

En torno al 1500 toda la población se consideraba española y los intelectuales, los políticos y los poetas castellanos, catalanes, «vizcaínos» y de otras regiones proclamaban que esa era su identidad. El cardenal y obispo de Gerona, Joan Margarit, historiador y jurista, que escribía sus libros y pronunciaba sus discursos en catalán y en latín, en 1482 felicitaba a los monarcas por la unión de las dos Españas, «citerior y ulterior», y por emprender la recuperación de la parte de la Bética que aún poseían los mahometanos «con no menos oprobio que detrimento de los reyes y de Hispania». Poco más tarde el andaluz Antonio de Nebrija manifestaba a Isabel su gozo porque, gracias a ella, «los miembros y pedazos de España, que estaban por muchas partes derramados» se habían reducido y juntado en «un cuerpo y unidad de reino». La nación actual es la heredera de aquel reino.

El «Estado integral» de la Constitución republicana del 31 comprendía los municipios, las provincias y «las regiones que se constituyan en régimen de autonomía». En el artículo segundo de la del 78 se lee que, sobre el fundamento de la unidad de la Nación, se «reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas».

Los textos aprobados en las actuales Comunidades Autónomas, y los proyectos de reforma estatutaria que circulan, declaran aceptar lo que en las Constituciones se dice. Pero es manifiesto que hay pasajes del nuevo Estatuto catalán, y algunos también en otros de los que se tramitan o anuncian, que si se pusieran en práctica, romperían la fundamental igualdad de los ciudadanos en todo el territorio del Estado con grave daño de la solidaridad nacional. Por lo tanto con violación del artículo segundo del 78 y de lo que pretendía el octavo del 31.

Las Autonomías, en líneas generales, han funcionado de una manera bastante aceptable en casi todos los lugares: mejor de lo que algunos temían que podía ocurrir. Junto con la paz social que reina en la mayor parte del país y el progreso económico de la generalidad de la nación, la repartición de facultades entre el Gobierno y las Comunidades ha producido beneficios en no pocos órdenes de la gestión pública, aunque no hayan faltado ciertas disfunciones.

El gobierno nacional ha conservado el ejercicio directo de la mayor parte de las responsabilidades de «los cuatro ases del poder político de un Estado moderno»: Hacienda y Economía -oros-; Defensa y Política Exterior -espadas-; Justicia y Orden Público -bastos-; y Cultura, Educación, Sanidad y Seguridad social -copas-. Pero hay que reconocer que en algunos naipes de los cuatro palos, se echan en falta las leyes del Estado previstas en el artículo 158,3 de la Constitución.

Este precepto es claro hasta en los detalles de procedimiento. «El Estado», dice, «podrá dictar leyes que establezcan los principios necesarios para armonizar las disposiciones normativas de las Comunidades, aún en el caso de materias atribuidas a la competencia de estas, cuando así lo exija el interés general. Corresponde a las Cortes Generales, por mayoría absoluta de cada Cámara la apreciación de esta necesidad».

Es algo que, tras el ya viejo fracaso de la Loapa, ni el Parlamento ni los gobiernos se han resuelto a poner por obra, y que en no pocos casos parece que sería necesario aplicar. Algo de lo que ocurre en materia de impuestos, en arbitrariedades o manifiestas desigualdades en la ordenación del territorio, en urbanismo, en política hidráulica, en programas de educación, en medio ambiente, en cultura e investigación, y en otros campos más es, en no pocas ocasiones, alarmante y reclama la aplicación del artículo 158,3 de 1978.

En los años transcurridos desde entonces han cambiado no pocas circunstancias políticas en España, principalmente a causa de los compromisos internacionales contraídos con la incorporación a la actual Unión Europea o a la OTAN, y con la participación en instituciones económicas, judiciales, políticas y sociales, como el Parlamento Europeo, el Banco Central, el FMI, el Banco Mundial, el Tribunal de Estrasburgo y otras semejantes. Hasta es distinto el signo monetario. Pero eso no afecta a la distribución de competencias entre el Estado y las Comunidades autónomas que se regulan en los artículos 148 y 149 de la Constitución de 1978, que tan parecidos son a los 14 y 15 de la del 31. Igual que el 158,3 de ahora se asemeja al 19 de la republicana.

En la «Europa de los Reinos» España tenía voz y presencia en todos los asuntos del mundo y así pudo realizar grandes servicios a la humanidad, como la incorporación a la civilización occidental de casi todo el Nuevo Mundo. Ahora es otra época y las aportaciones hispanas serán más modestas. Pero tanto hacia fuera como hacia dentro, España necesita mantener la unidad política, cultural y de mercado, con la fuerza de un Estado que «dentro de los límites irreductibles de su territorio actual» la hace «patria común» de sus ciudadanos. Así, la diversidad de «nacionalidades y regiones», recta y lealmente armonizada, enriquecerá y dará vigor a la solidaridad que se promete en la Constitución. De otra manera, no.

Antonio Fontán, ex presidente del Senado.