La cita electoral del próximo 26 de junio volverá a poner de manifiesto el colapso del sistema político de la Transición inacabada y nunca cerrada. Si la efímera legislatura tras las elecciones del 20-D ha concluido con un estrepitoso fracaso de todo el sistema político, nada hace suponer que sean cuales sean los resultados en el 26-J, y cuál el posible gobierno o coalición que salga de las mismas, vaya a cambiar las cosas o a regenerar el sistema. Bajo mi punto de vista, la cuestión principal ante la que estamos es saber si es viable el actual Estado y sistema de partidos, puesto que España como nación ha sido declarada entidad inexistente desde hace bastantes años por la casta política.
El camino recorrido en estos 40 años lo podemos dividir en tres etapas diferentes: la etapa constituyente-constitucional, de 1976 a 1981; Ley de Reforma Política, debate constitucional y Constitución del 78, hasta el 23 de febrero de 1981, que marcaría un punto de inflexión. Tal período se caracterizó por la ruptura pactada, el consenso y la concordia, para pasar al desencanto y la conspiración abierta contra el presidente Suárez, hasta la operación institucional de un gobierno de concentración consensuado entre la corona y el magro del sistema, que sería presidido por el general Alfonso Armada, un hombre de absoluta lealtad al monarca, y en el que figuraba como vicepresidente Felipe González.
La segunda etapa estuvo marcada por los efectos psicológicos del golpe del 23-F, entre 1981 y 1982 hasta 2004. Dicha etapa fue de estabilidad y desarrollo democrático y de gran progreso económico, pero también de un incremento perverso de la España caciquil autonómica, abducida por las minorías nacionalistas-separatistas, una corrupción generalizada, la eliminación de los mecanismos de control del ejecutivo, el control político de los órganos jurisdiccionales y de la Justicia, nefastas leyes de educación y dilución de la nación en las comunidades autónomas.
Y la tercera etapa, que es la actual y está aún por cerrarse, abarca desde el triunfo de José Luis Rodríguez Zapatero en 2004, hasta un final que se percibe muy incierto. Dicho período se abrió con los atentados del 11-M, que cambiaron el previsible resultado electoral de las elecciones del 14 de marzo, y constituyen el mayor agujero negro de nuestra historia más reciente. La designación de un presidente socialista que intentó romper con el espíritu de la Transición y quiso buscar una nueva legitimidad ideológica en el fracaso de la Segunda República, la Ley de Memoria Histórica, los pactos con la banda terrorista ETA, la concesión de nuevos estatutos que condujeron al desafío separatista abierto, la corrupción política sistémica, el despilfarro y una crisis económico-financiera colosal, la irrupción de nuevos actores políticos, el final de un bipartidismo falseado y la deconstrucción, en definitiva, de España como nación discutida y discutible y el invento del Estado plurinacional, a cambio de un Estado de burócratas, que ha mantenido y continuado Mariano Rajoy durante su legislatura de mayoría absoluta entre 2011 y 2015.
La Transición en su génesis tuvo la presencia relevante de poderosos actores internacionales. Así lo confirman los siete viajes oficiales que Kissinger realizó a Madrid entre 1970 y 1976 y las dos visitas de los presidentes Nixon y Ford en 1970 y 1975, respectivamente. El propio Kissinger lo reconoce en sus memorias, al afirmar que «la contribución norteamericana a la evolución española durante los años setenta constituyó uno de los principales logros de nuestra política exterior». La tutela americana se debió, entre otras razones, a que Kissinger era muy escéptico con la valía de don Juan Carlos, al que veía como «un hombre agradable» pero «ingenuo» y de capacidad limitada, «que no entiende de revoluciones ni a lo que se va a enfrentar».
Sin embargo, la Transición empezó siendo ejemplar para malograrse al poco tiempo por sus imperfecciones y decisiones erráticas, llevadas a cabo por el tándem Juan Carlos-Suárez, tan aventureros como ignorantes de la política y la historia. La salida del régimen autoritario a un sistema de participación -de la dictadura a la democracia-, fue amputada por los propios reformistas del régimen que pactaron la ruptura del sistema franquista (en extinción desde 1956) con la oposición izquierdista-separatista, incluido el Partido Comunista.
La democracia en esta etapa nunca ha llegado a ser explícitamente participativa de la sociedad. Franco detentó el poder absoluto durante tres largas décadas, dichos poderes (ejecutivo, legislativo y judicial) se traspasaron a su sucesor el joven monarca Juan Carlos, quién los retuvo y utilizó plenamente entre 1976 y 1978, trasvasándose formalmente a los núcleos de los nuevos partidos políticos dentro del nuevo orden constitucional. La reforma política y el pacto constitucional se cocinó entre las viejas/nuevas élites políticas, en las que la sociedad fue sujeto pasivo (participar en varios referéndums no significa que la sociedad sea un elemento activo del proceso).
Los gestores tecnócratas del nuevo sistema democrático lo pervirtieron al transformarlo en un nuevo régimen de poder concéntrico, y se constituyeron en sus permanentes garantes hurtando la democracia social y protagónica a la sociedad. La nación se vio acosada en el nuevo Estado de nacionalidades y Comunidades Autónomas, peligro sobre el que Tarradellas advirtió al predecir el suicidio de España en pleno debate constitucional. Algo sencillamente constatable en la actualidad.
Al deconstruir la nación en el café para todos autonómico, se restableció institucionalmente el viejo caciquismo político, que al sistema de la casta de partidos tanto juego le ha venido dando en su reparto de poder. Las burocracias políticas que padecemos han colonizado el Estado a través de las franquicias autonómicas, han impedido el establecimiento de la democracia formal neutralizando la división de poderes y los mecanismos de control del ejecutivo, y desarrollado una corrupción sistémica político-económica que ha hecho de España una entidad inviable.
Si a todo lo anterior se añade el desafío separatista creciente, el hecho de que el Estado siga sin cerrarse, el aumento desorbitado de cargos de confianza y la creación de entidades sin función alguna y a todos los niveles (locales, autonómicos y estatales), que necesitan financiarse vía deuda pública, porque el espolio a la sociedad a través de los impuestos es insuficiente, el resultado es un Estado absolutamente inviable.
Al vaivén de los agujeros negros de la Transición: magnicidio de Carrero Blanco, 23-F y 11-M, las oligarquías políticas han convertido a cada partido en un fin en sí mismo y establecido el Estado de partidos, riesgo sobre el que ya advirtiera Manuel García-Pelayo, primer presidente del Tribunal Constitucional, y que se caracteriza por la acumulación del poder en manos de unos pocos partidos en detrimento de la libertad, la calidad democrática y la representación, con una ficticia separación de poderes, escasa representatividad y controles, y una voraz financiación pública, que termina derivando en un sistema de corrupción total.
La escasa calidad democrática que distingue a la democracia española, ha degenerado en unos partidos políticos que funcionan como cárteles de poder, cuya falta de democracia interna por su estructura piramidal y su burocratismo, los ha conducido a una suerte de bolchevización de culto al jefe, al líder indiscutido. En su perversión de identificar el bien común con el del partido, han creado la figura del patriota de partido, cuyos referentes podrían ser Bárcenas-Rajoy y Felipe González-Chaves-Griñán.
En su miopía sectaria de poder, los detentadores de este sistema han alentado el desencuentro y la negación del pacto político. Y ello se debe a que en España hay políticos sin política, que finalmente han necrosado un sistema y una democracia que va camino de fenecer por obra misma de sus propios creadores.
España necesita una regeneración del sistema que no podrán acometer quienes desde su sectarismo han negado la nación (y el PSOE está en el eje de tal negación), ni el burócrata opaco que se ha empeñado en destruir el centro derecha, y cuya política ha consistido en decir hacer para no hacer nada, ni tampoco por los emergentes que han levantado viejas banderas revolucionarias fracasadas. La regeneración deberá llegar inexcusablemente por nuevos liderazgos no sectarios, que restablezcan el sentido de nación y liquiden el Estado de partidos corrupto y el caciquismo regional abducido por el discurso separatista. Deberán establecer una nueva concordia y pacto en asuntos fundamentales, como la reforma de la Constitución, una nueva ley electoral y de educación global no sectaria, la lucha contraterrorista, la política de seguridad, las relaciones internacionales y la defensa. El nuevo Estado tendrá que retomar el control de la educación, la sanidad y la justicia, establecer una división de poderes real, acabar con el desafío separatista y cerrar el Estado para la nación. Tendrán que hacer, en definitiva, una democracia para la sociedad.
En caso contrario, fracaso colectivo.
Jesús Palacios es historiador, periodista y miembro del Consejo Editorial de Kosmos-Polis. Su última obra es Franco, una biografía personal y política, publicada junto a Stanley Payne.