España menguante

No es habitual, más bien insólito, que los miembros de un gobierno de cualquier democracia occidental tengan como objetivo básico de su actuación política el derribar la arquitectura constitucional por la que el país en cuestión se rige. Eso es lo que actualmente está ocurriendo en España, cuyo Ejecutivo cuenta entre sus vicepresidentes con uno, más precisamente el segundo, empeñado en conseguir la equiparación de nuestra patria con los modelos y prácticas seguidos por sus patrocinadores en Venezuela o en Irán, cuando no decidido a imponer sobre los ciudadanos de la nación española un esquema organizativo inspirado en el que utilizaron Lenin y Stalin, unos de los mayores genocidas que, junto con Hitler, Mao y Pol Pot, la humanidad nunca ha conocido. Bien es cierto que los entusiasmos soviético/venezolanos de Iglesias y sus conmilitones cuentan con los parabienes de sus patronos del Partido Socialista Obrero Español, hoy más próximos a Largo Caballero -cuya estatua, por cierto, sigue insultando desde la esquina de los Nuevos Ministerios la memoria democrática de la ciudadanía madrileña- que a Besteiro, y que contemplan los desmanes de sus coaligados como si de pequeños juegos malabares se tratara.

España menguanteLos juegos malabares incluyen el intento de convertir la «indisoluble unidad» nacional de la que la Constitución habla en una confederación de tribus agarradas al triste pábulo de sus identidades parroquiales; la patente voluntad de convertir la economía social de mercado en un marco estatalizado organizado en función de lo que a la larga esperan sea un partido único; el desprecio por la división de poderes, abjurando de las estructuras democráticas que Montesquieu preconizara y de cuya supervivencia depende la misma dignidad de los ciudadanos; el rechazo consciente y mal encarado de todo el proceso transicional español, construido exitosamente sobre la base de la reconciliación que la Constitución de 1978 encarna y que tanta estabilidad ha generado durante las últimas cuatro décadas en una sociedad otrora convulsa y enfrentada; la evidente y obscena disponibilidad para pactar con los herederos del terrorismo nacionalista vasco todo lo que sea necesario para asegurar la propia permanencia en el poder; y, en definitiva, la torticera y malhadada tendencia a imaginar a unos cuantos millones de españoles convertidos en siervos de su particular gleba, mostrando lo que en realidad son: aprovechados traficantes de la virtud que nunca tuvieron y de la honestidad de la que siempre carecieron. Esos que con Trotsky creyeron que podían tocar el cielo con sus manos pero que entre tanto están dispuestos, evocando sin saberlo al poeta, a enterrar a media España. O a toda España, si necesario fuera. Eso es Podemos. Eso es el PSOE. Y todos los que con ellos hicieron posible la formación de un Ejecutivo aberrante en la Europa de las democracias y las libertades.

Sería excesivo descargar sobre el tándem Sánchez/Iglesias todo el peso de nuestros males actuales sin recordar las desidias, las vacilaciones, los contrasentidos y las corrupciones, materiales y de las otras, que han llegado a poner en duda la calidad de nuestras instituciones y de nuestras propias vidas. Tiempo habrá para evocarlas y corregirlas, y con ellas tendremos ocasión de pensar en la deficiente calidad de nuestro sistema productivo, o en la necesidad de mejorar la enseñanza, o en la urgente necesidad de despolitizar la justicia, o en la no menos apremiante necesidad de adelgazar y racionalizar los reinos de taifas autonómicos y consiguientemente en hacer verdad el respeto generalizado a una patria unida y diversa que todavía se llama España. Pero los males de ahora y los de antes no deben impedirnos atender a la urgencia de la realidad: España es hoy un país en mengua, fragilizado en sus consensos interiores, reducido en su autoestima y contemplado desde el exterior con una mezcla de compasión y preventivo cuidado. La manera en que los poderes públicos a todos los niveles han sido incapaces de hacer frente a la pandemia de una manera eficaz y coherente ha contribuido a ello de manera indudable. Pero los males vienen de un poco más atrás y se pueden y deben situar en los tiempos en que Zapatero, ayer y hoy correveidile favorito del narco sistema caraqueño, hizo del revisionismo histórico y constitucional la marca preferida de su irredentismo.

Sánchez, Iglesias y todos los que en el Ejecutivo con ellos colaboran -y el «colaboracionismo» suele ser el pecado capital de los timoratos y pusilánimes en tiempos de crisis- han llevado la deriva hasta un punto crítico en el que, sin exageraciones, la misma subsistencia de la España constitucional está gravemente en duda, cuando no abiertamente en peligro. Tanto más seria cuanto que la alternativa democrática viable está más ocupada en dirimir las batallas de sus propias filas y clientelas que en sumar las fuerzas suficientes para que en el sistema electoral pudieran cobrar significación y poder y retornar con voluntad y eficacia reformista a los parámetros que desde 1975 ha hecho posible la convivencia pacífica y creativa de todos los españoles.

Claro que no estamos solos y, a diferencia de otras zonas del universo en las que sociedades deben hacer frente en solitario a sus propias disfuncionalidades, España tiene la ventaja de contar con la red salutífera de la Unión Europea. Pero, como es evidente, no basta. Porque parafraseando a Italia en el momento de su unificación, «España debe hacerse a sí misma». El resto es silencio. O peor: Sánchez e Iglesias. «Quosque tándem…»

Javier Rupérez es académico correspondiente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *