España no es España

Dicen que España no es Grecia, ni Irlanda ni Portugal. Y lo dicen para aminorar la gravedad de la crisis económica entre nosotros. Es verdad. Lo que no quiere decir que nuestra situación, más allá de lo económico, sea necesariamente mejor. Con ser enormes, ojalá las dificultades fueran solo económicas. El problema es que España no es España. Es decir, que no somos lo que tenemos que ser, lo que debemos ser, esto es, lo que somos. Porque toda realidad humana consiste verdaderamente en su plenitud, en su ideal. Es con relación a él como debe ser juzgada y valorada. Y España vive horas precarias, alejadas de su ideal, de su ser. Es inferior, no con relación a otras naciones, lo que no sería acaso muy grave; es inferior a sí misma.

Un síntoma, que no causa, muy reciente es el resultado de las elecciones autonómicas catalanas. El resultado ha sido bueno, desde luego, para el ganador, Convergencia y Unión. Tampoco ha sido malo para el Partido Popular, que ha mejorado sus resultados, los mejores de su historia en escaños. También ha sido bueno para las expectativas electorales generales de la oposición popular: el derrumbe socialista ha sido claro. Pero ¿ha sido el resultado bueno para España? No lo creo. No creo que todos los votantes de CiU sean secesionistas ni que lo sea, sin matices, la coalición ganadora. Pero sería torpe, por falso, ignorar que los ganadores son partidarios de un secesionismo pacífico y gradual, pero secesionismo al cabo. La alegría poselectoral del PP es comprensible, pero desalentadora. Si el objetivo es sustituir al actual presidente del Gobierno, la cosa marcha bien. Si se trata, sobre todo, del bien de la Nación, no cabe afirmar lo mismo. Porque Rodríguez Zapatero no es tanto la causa profunda de los males nacionales, sino solo su más visible síntoma, que, a su vez, no hace sino agravarlos. La invertebración institucional de España, visible para todo el que quiera lealmente ver, es consecuencia de una invertebración nacional radical. Y esta, a su vez, es la consecuencia de una grave crisis intelectual y moral, que padece la sociedad, no solo el Gobierno. Porque mucho es lo malo que compartimos con nuestros aliados de la Unión Europea, pero no poco lo que reviste entre nosotros más agudas y nocivas proporciones. La crisis es europea, y no solo, pero aquí alcanza dimensiones más hondas. El alcance de estas obligaría a revelar aspectos esenciales de la realidad nacional de España. En la superficie, solo se pueden resolver los problemas superficiales. En la hondura, cabe acometer los hondos.

Tengo para mí que es menester revisar la Transición, pero acaso en una dirección opuesta a la que ha pretendido el actual Gobierno. Algunos de los problemas proceden de los errores pasados, errores de un proceso en general acertado e incluso, en muchos aspectos, ejemplar. Otros han sido creados por la torpeza, quizá deliberada, del actual Ejecutivo. Conviene distinguir unos de otros. De los primeros, y me refiero a la política, es decir, a lo superficial y menos grave, quizá el principal sea la mala solución del problema de la configuración del Estado de las Autonomías, o, para ser más incisivo, en la falsa solución del problema de la unidad nacional. Tiene varias dimensiones, incluida la fundamental del deficiente sistema electoral. Urge cerrar el sistema autonómico, la incesante batalla competencial. Y urge hacerlo en una dirección vertebradora y no disgregadora. La unidad de España no es solo un bien político, sino también moral. Entonces no es solo, ni principalmente, la gravísima crisis económica lo que reclama un gran pacto nacional. Es la vertebración de España, su ser como nación, lo que está en juego. Es absurdo intentar contentar a quienes no se van a contentar. Es este uno de los cinco grandes problemas nacionales que España tenía planteados en el albor del siglo XX. Sigue existiendo ahora, incluso agravado. Negar la posibilidad de la secesión es negar la realidad. Y toda realidad negada termina por vengarse. Es cierto que resulta preferible cumplir este imperativo por la vía de la persuasión más que por la de la fuerza. Pero hay poco nuevo. Basta con recordar las palabras de Ortega y Gasset sobre el problema catalán para obtener luz y claridad. Seguimos prisioneros de viejos errores.

Pero, sobre este gran problema, el Gobierno actual ha introducido otros que afectan a la mayoría, por no decir a todos, de los otros cuatro grandes problemas nacionales. Esto forma parte del proyecto fundamental emprendido por el presidente del Gobierno desde que llegó al poder, que aspira a modelar y transformar la sociedad de acuerdo con sus particulares preferencias. Su gestión ha reavivado la cuestión religiosa, por obra de un laicismo militante opuesto a la aconfesionalidad del Estado establecida por la Constitución. La neutralidad religiosa del Estado no consiste ni en el tratamiento igual de lo que de suyo es desigual ni en la asunción de una especie de ateísmo de Estado. El Gobierno también ha reavivado la cuestión escolar, mientras que la Constitución había establecido una solución razonable y que venía funcionando. La educación, al margen de que la función del Estado no deba consistir en determinar su contenido, sino en garantizar el ejercicio del derecho a ella, no puede ser asunto partidista. Incluso, por obra en parte de la crisis, se ha reavivado la cuestión social, que podría, si no se le pone remedio, estallar. Incluso la reivindicación irresponsable de la Segunda República, sin hacer distinciones entre etapas y gobiernos, no ha dejado de alentar reivindicaciones republicanas, como no podía ser de otro modo. Y ya tenemos, más o menos amenazantes, los cinco grandes problemas nacionales.

Así, y parafraseando a Ortega, cabría, paradójicamente, afirmar que si España es el problema España es también la solución. Y no se trata de volver a una tradición perdida, sino más bien de recuperar la idea, el ideal, de lo que España puede ser, debe ser. La idea de una nueva concordia nacional, traducida en un gran pacto político, cobra vigencia. Pero, si no me equivoco, no tanto para superar la crisis económica, sino, sobre todo, para renovar el acuerdo perdido de la Transición. La existencia de una grave crisis económica es patente. La existencia de una profunda crisis institucional no lo es tanto. La de una honda crisis intelectual y moral aún lo es menos. Por mi parte, me encuentro entre los que piensan que el orden y urgencia es precisamente este: crisis moral, crisis institucional y crisis económica. Y, si estamos en lo cierto, la solución transita entonces por ese orden. Y la solución solo puede partir del reconocimiento de la naturaleza del problema y de la evidencia del orden de prioridades. Así, que España no sea Irlanda o Grecia no nos proporciona consuelo especial. Lo que importa es que España sea España, es decir, lo que tiene que ser, lo que es. Y, hoy, el problema reside en que España no es España.

Por Ignacio Sánchez Cámara, catedrático de Filosofía del Derecho.