España, otra vez, en nuestras manos

En el albor de la Transición, Julián Marías escribió una serie memorable de artículos. Recuerdo ahora, y no por azar, el título de dos de ellos: «La devolución de España» y «España en nuestras manos». Lo que está hoy en juego no es, como sería normal, el sesgo político, más o menos diestro o siniestro, del Gobierno, sino la supervivencia de España como nación. La concesión del derecho de autodeterminación a una región de España entrañaría la destrucción del orden constitucional y de la Nación. Lo primero, porque la Constitución se fundamenta en la unidad indivisible de la Nación española. El «derecho a decidir» no es un derecho democrático. No hay más derechos democráticos que lo que establece y garantiza la Constitución. Un municipio no tiene derecho a decidir la legalización de la esclavitud por más que lo vote la inmensa mayoría de sus habitantes. Lo segundo, porque establecería las condiciones de la ruptura de la unidad nacional. Si una parte de la Nación puede decidir separarse del resto, la Nación ya está rota, aunque el referéndum resultara contrario a la independencia. Por lo demás, el régimen constitucional, acaso con excesiva generosidad -no todas las democracias lo hacen-, permite la defensa de ideas secesionistas. Lo que no permite, y no puede hacerlo sin destruirse a sí mismo, es destruir el orden constitucional. Por eso, es una falacia la pretensión de que los golpistas detenidos sean presos políticos. Si están en la cárcel, o cobardemente huidos, no es por sus ideas sino por sus acciones presuntamente tipificadas en el Código penal.

Nunca pudo ser mejor llamada que en este caso la víspera de las elecciones «jornada de reflexión». Lo que está en juego no es el Gobierno sino la Nación. No creo exagerar. Estamos ante una situación de emergencia nacional, no ante un debate ideológico sobre las eventuales políticas vigentes en los próximos años. Si no hay España, no puede haber política española. Y catastrofistas no son los que advierten de las catástrofes, sino quienes las causan.

El PSOE es el problema. Al menos, este PSOE. Conjeturar eventuales alianzas de su secretario general no es un juicio de intenciones sino de realidades. Ya gobierna con concretos apoyos. No hay motivo, sino todo lo contrario, para negar que repita. Y los apoyos son populistas de extrema izquierda, separatistas catalanes, herederos de la ETA (si no la ETA misma) y comunistas. Un Gobierno no puede apoyarse en quienes quieren destruir la Nación que gobierna. El candidato socialista debería explicar cuál es el precio del apoyo del separatismo catalán. Este es el contexto que explica la entrada en campaña de Franco y la guerra civil, las apelaciones al fascismo o la retórica del Frente Popular ante la amenaza de «las derechas». Léase el último libro del gran hispanista Stanley Payne. Se aprende sobre la evolución de la Segunda República y se comprueba que una cosa es la historia y otra la «memoria histórica». Necesitamos unidad constitucionalista y concordia de la Transición, sin bisagras nacionalistas. ¿Dónde irá el voto constitucionalista y patriótico de los socialistas?

La clave de las elecciones se encuentra en la recuperación de la concordia, no en el triunfo revanchista de una de las dos Españas, otra vez, enfrentadas. También en esto consiste la unidad nacional. Una nación, y no dos segregadas. Los separatistas se aprovechan de los separadores. Y sin concordia no hay libertad. Lo sabía Cicerón. Lo que está en juego es la supervivencia de España y no otra cosa. Los pronósticos son arriesgados menos cuando hay claros precedentes. La jugada parece clara: la permanencia en La Moncloa, a cambio de indultos, reforma constitucional y autodeterminación. A menos que el candidato socialista consiga la renovación del inquilinato con otros socios.

Pero la clave no es primariamente política ni constitucional. Donde se juega la partida es en el ámbito moral. Lo que está en juego son los valores. El de la unidad nacional es sólo uno de ellos, si bien decisivo. Todo lo que sucede en España, y en Europa en general, procede de una profunda crisis moral que dura varias décadas. Zapatero es un modesto síntoma, no la causa. Su raíz inmediata se encuentra en la posguerra mundial. La remota, y más honda, acaso en el siglo XVIII. Naturalmente esta crisis no se va a resolver en las urnas. Sólo puede en ellas agravarse o mitigarse. No hay una solución meramente política a la crisis política. La solución será necesariamente intelectual y moral. Pero esto lleva tiempo.

Los demoledores de la Transición y de la concordia no ocultan sus intenciones. Quieren una nueva guerra civil, a ser posible incruenta, en la que ellos resulten ahora vencedores. De eso se trata. Lo demás es retórica. Pretender que media España derrote ahora a la otra media no puede consistir en otra cosa que en destruir España. Son las condiciones revanchistas de la concordia impuesta (por lo tanto, de la falsa concordia), la concordia maniquea: reconoce tu culpa, extínguete y entonces nos reconciliamos.

En esta hora decisiva no hay lugar ni para el politicismo ni para el apoliticismo. Decía Ortega y Gasset que quien todo lo ve políticamente es un majadero, pero quien nunca se ocupa de política es un inmoral. No es el momento presente ni para inmorales ni para majaderos. Exhibir un displicente cansancio estetizante de la política puede ser propio de deficientes morales. Aferrarse a un politicismo frenético y delirante es distintivo de majaderos. La gravedad del tiempo exige intervención política, pero mucho más acción pedagógica y moral. La preocupación por la superficie política no es incompatible con la serena dedicación a la profundidad moral. No está en juego el Estado sino la Nación. No debemos agobiarnos pensando qué va a suceder, sino decidir qué puedo hacer, qué voy a hacer. No está en juego qué España, sino España, su supervivencia. Ella es lo que está, de nuevo, en nuestras manos.

Ignacio Sánchez Cámara es catedrático de Filosofía de la Universidad Rey Juan Carlos.

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