España puede contar con Francia y Alemania

Hace 47 años -el 22 de enero de 1963-, Francia y Alemania sellaban su reconciliación mediante la firma del Tratado del Elíseo. Éste sentó las bases de la nueva amistad franco-alemana entre sus gobiernos, pero también entre los hombres y las mujeres de ambas orillas del Rin, en particular entre los jóvenes. Pero no podemos entender el significado de aquel evento fuera del contexto de la construcción europea: el Tratado del Elíseo nació de una crisis entre los seis estados fundadores y de la voluntad franco-alemana de superarla. Este 47º aniversario -que coincide también con la superación de una crisis: la de la fallida Constitución europea- es una invitación a reflexionar sobre los desafíos de la UE y de la presidencia semestral española.

Dos años antes de la firma del Tratado del Elíseo, el general De Gaulle había lanzado el proyecto de una Unión de Estados (el Plan Fouchet) a los seis países fundadores de la CEE, para dotar a la joven Europa de una identidad política -¡ya entonces!-. El proyecto no pudo llevarse a cabo y Alemania y Francia decidieron continuar profundizando lo que aún no se denominaba el tándem franco-alemán. Así se construyó Europa, desde sus orígenes. Como una sucesión de crisis y de la necesidad de superarlas: la guerra y la CECA en 1951, el fracaso de la Comunidad Europea de Defensa en 1954 y la firma de los Tratados de Roma tres años más tarde... y así hasta el fracaso de la Constitución europea en 2005 y la entrada en vigor hace sólo unas semanas del Tratado de Lisboa.

Hoy, con él, la Unión Europea sale de una de sus crisis más largas: la de una reforma institucional que parecía tan indispensable como imposible. Ahora es momento de detenernos un instante en el puerto que tan difícilmente acabamos de franquear, de observar el camino recorrido y, sobre todo, de otear el que se abre ante nosotros. La Europa finalmente reorganizada hace frente a un desafío doble: uno antiguo, lo hemos visto, el de su identidad política; y uno nuevo, que la crisis no ha provocado, sino revelado, el de la refundación del modelo económico y social europeo. Para superarlos, el tándem franco-alemán sigue siendo indispensable, como lo fue para el nacimiento del mercado único, de los acuerdos de Schengen, de la Europa de la Defensa, de la moneda europea, del Tratado de Lisboa y, cómo no, del proyecto europeo en sí. Pero no basta.

Porque la Europa de hoy ya no tiene mucho que ver con la de 1963. Cuenta con cinco veces más estados miembros, es mucho más rica, más diversa, pero también más heterogénea. A la par es cada vez menos dueña de su propio destino: la crisis financiera y los tropiezos de Copenhague acaban de recordárnoslo. Dar nuevamente a Europa la unidad política indispensable para que pueda ser un actor de la mundialización y no su juguete es hoy el objetivo principal de los enormes proyectos que se abren ante nosotros. Al mismo tiempo, para llevarlos a cabo, la Unión Europea del siglo XXI puede contar con fuerzas nuevas: las de los estados miembros que han sabido dar a Europa, por su convicción y su visión, tanto como recibieron de ella; que han sabido transformar Europa, al igual que han sido transformados por ella. España es quizá la encarnación más ejemplar de esa generación de estados. Es una suerte para la Unión estar presidida por ella en este momento decisivo.

El primer proyecto que incumbirá a España es institucional. Si, como decía Jean Monnet, «nada es durable sin las instituciones», éstas no son más que caparazones vacíos mientras la acción de los hombres no les haya dado contenido. El Tratado de Lisboa, que debe mucho a las ideas de Francia y de Alemania (el presidente del Consejo Europeo y el Alto Representante son algunos ejemplos), aporta a la Unión tantas ventajas como cuestiones pendientes de ser resueltas. Éstas, como la del reparto de los papeles entre el presidente del Consejo Europeo, el de la Comisión, la Alta Representante y el presidente rotatorio, no encontrarán su respuesta más que en la práctica de las instituciones. La acción de la presidencia española y, por supuesto, la de Van Rompuy y Lady Ashton, sentará necesariamente una jurisprudencia para el futuro. El verdadero Tratado de Lisboa se halla tanto en los textos como en lo que los hombres harán con él y son éstos quienes, en primer lugar, deberán inventarlo durante este primer semestre de 2010.

El segundo proyecto, en realidad indisociable del primero, es aún más ambicioso. España asume la presidencia de la UE en un contexto que supone a la vez una dificultad y una oportunidad, el de una crisis histórica, de la que apenas empezamos a vislumbrar el final. Ésta podría tener el gran mérito de superar la división que ha opuesto durante mucho tiempo el mercado al Estado. La crisis financiera ha demostrado que el mercado sin control no es capaz de remediar sus propios excesos, que no puede haber una economía de mercado sin regulación. Tal es el sentido de las iniciativas tomadas por Francia y Alemania, pero también por el Reino Unido, en las cumbres del G-20 de Washington en 2008, y de Londres y de Pittsburgh el año pasado, a favor de una nueva gobernanza económica y financiera mundial. Tal es el sentido igualmente de los nuevos instrumentos de regulación financiara de los que la Unión decidió dotarse en 2009.

Pero este proceso de reforma no ha hecho más que empezar. La crisis no sólo ha demostrado los peligros de un déficit de regulación de los mercados financieros. También ha revelado la necesidad para Europa de dotarse de una estrategia de crecimiento sostenible, tanto en materia social como medioambiental. Dotarse de «una economía de mercado responsable, que favorece al emprendedor y al asalariado y no al especulador, la inversión a largo plazo, y no el rendimiento inmediato», según los términos de un artículo cofirmado por la canciller Angela Merkel y el presidente Nicolas Sarkozy el 31 de mayo de 2009.

Ello implica dos cosas. Políticas comunitarias en primer lugar, al servicio de la industria europea, de una economía del conocimiento y de un crecimiento verde. Una verdadera coordinación económica europea a continuación. La crisis ha obligado a los Estados miembros a coordinar sus políticas económicas y su acción común ha demostrado su eficacia; ésta coordinación debe convertirse en una regla en el seno de la Unión y no en una excepción en casos de fuerza mayor.

Tras un periodo de titubeo demasiado largo, la Unión, finalmente en marcha, debe ponerse a trabajar. Al encarar sin demora los problemas más concretos que se plantean a nuestros conciudadanos, empezando por el del desempleo, podrá dar nuevamente sentido a la idea europea. España, por la fuerza de su convicción comunitaria, por su contribución a los conceptos de la ciudadanía europea y de la Europa social, por su capacidad para reinventarse desde su ingreso en Europa combinando una modernización acelerada con la cohesión social, y por su apertura internacional, cuenta con las mejores condiciones para superar esos desafíos que le esperan, que nos esperan. Para lograrlo, sabe que puede contar con el apoyo pleno de Alemania y de Francia.

Reinhard Silberberg y Bruno Delaye, embajadores de Alemania y Francia en nuestro país.