España renacentista

Pasemos un par de días en otoño por la España del ‘renacimiento’, con urgencia sosegada, como hay que conocerse a uno mismo en su circunstancia. Por esa almendra central, en todo, que recibe de plano el sol naciente de Roma y Grecia, y se orienta ‘plus ultra’ hacia el occidente sin término. Es una ‘nava’ larga, levemente ondulada, en que las hileras de chopos heridos por el ocaso trasversal de octubre marcan el río Cea y sus acequias y arroyos. Más que una Palencia hermética, ¡todo lo contrario!, esta España gótica es el lugar de los Reyes Católicos, entre Tordesillas y Medina. Es nuestra historia.

Isabel y Fernando acaban de liberar a España de la morisma, que no escandalice el gentilicio: las compañías de Tárik son las hordas moras del Atlas, las mismas gentes que más de doce siglos después consumarán la barbarie de Annual, no los árabes cultos y sedentes de Damasco (algunos llegarán luego, atraídos por nuestra modernidad mestiza, como subrayaba Menéndez Pidal). Y, con ello, han desinflado el ansia invasora de unos musulmanes sin idea clara sobre Mahoma y que pretendieron implantar su totalitarismo en todo el occidente de Europa, partiendo de Tarifa y viniendo por oriente hasta Viena. Los Reyes Católicos reconstruyen el incipiente cristianismo godo, convirtiéndolo en eje social y haciéndolo popular con la ‘vulgata’ de Cisneros. Acaban con el feudalismo, que es un capitalismo territorial con jurisdicción propia, es decir exento de la justicia y de justicia, e implantan la sociedad de hombres libres vertebrada en Cortes (una innovación contraria al feudalismo de Germania, que sin embargo elogia Ortega), y que plantea al pueblo como horizonte natural la ‘nación’ con alguna imprecisa, aún, Europa como trasfondo. En España somos nación en el siglo XV, estructura que solo en el siglo XIX será realidad en Alemania. La monarquía de Isabel y Fernando inventa la hacienda pública moderna, e instituye nada menos que el orden público por medio de ‘la santa hermandad’, adelantada de la guardia civil del general Ahumada, un nostálgico del futuro. Abren las vías supraterritoriales, con el camino de Santiago, también con los enlaces matrimoniales, e incluso con el magníficamente modesto ‘canal de Castilla’, que logrará que el trigo y la lana peninsulares lleguen a las tierras nacientes de los polders, en los Países Bajos. Y, porque buscan sin certeza pero como ensoñación, encuentran ‘las Américas’.

Así que la comarca de ‘la nava’ como invocación y evocación, el recinto de una parte sustancial de nuestra historia. Como es sabido, la comarca es una realidad natural previa a la invención de la provincia, obra ideológica del afrancesado Javier de Burgos. En ‘la nava’ o sus entornos hay seis poblaciones de esa medida manejable que son los seiscientos-mil vecinos censados por cada ¿pueblo, ciudad?: Fuentes y Paredes de Nava, Becerril de Campos, Sahagún y Carrión de los Condes. Mientras los reyes hacen su tarea universal, en ese breve espacio abierto, y en la franja temporal de medio siglo acaballado entre el XV y el XV, hacen su taller también universal gentes modestas, cultos artesanos del arte: Pedro y Alonso Berruguete, Juan de Valmaseda, Alejo de Vahía, Pedro de Borgoña, Juan Ortiz el Viejo, el maestro de Villoldo, Felipe Bigarny, el maestro de Becerril, y están presentes Gil de Siloé, Juan de Juni, Hans Memling, Fernando Gallego... Si la cultura es la medida de un pueblo, los Campos Góticos, la España profunda, popular y bien regida del Renacimiento, concentra la mayor densidad de humanidad creativa en España, y quizás en Europa que es el solar de la civilización moderna.

Y el hecho tiene interpretaciones (rehúyo ese concepto superficial que es el de ‘lecturas’) que vienen al caso. Por ejemplo: ¿cómo es posible que, dándose, la misma circunstancia, incluso hoy muy mejorada en medios –transportes, telecomunicaciones, habitabilidad de las viviendas, mecanización de labores– parezca irrecuperable el actual vacío de los pueblos? Es una pregunta para sociólogos, políticos y ciudadanía. Algo llama la atención una cierta descoordinación de las instituciones, también en este privilegiado –por la obra humana– lugar: en una de las ciudades del ‘museo del Renacimiento’, espléndida iniciativa de la Diputación, y a la puerta de la Oficina de Turismo (en la sede del Ayuntamiento) he leído este inverosímil anuncio: «Abierto de lunes a viernes, de 10.15 a 10.30 horas» (sic). Es algo más que un indicio. Porque una oportunidad que se pierda en conocer y admirar esta soberbia, por humilde, creatividad de nuestros antepasados ‘recientes’ es un tiempo de oro perdido. Nadie puede ser indiferente, ni se le puede hurtar la ocasión de contemplarlo, al magistral cuadro de Berruguete ‘Los pretendientes de la Virgen’, los relieves de Ortiz el Viejo, ‘La coronación de la Virgen’, obra de Pieter Coecke, o ‘La Adoración de los Magos’, de Hans Memling. En ellos está la espiritual grandeza, incluso laica, de España y de Europa. Esa grandeza penetrante que en ‘El genio del cristianismo’ rastreaba y hallaba Chateaubriand en sus creaciones arquitectónicas y artísticas. Según me comentaba un archivero-bibliotecario nieto de Sinesio Delgado, fundador de la SGAE, en España y desde principios del siglo XIX se había derruido por incuria y abandono personal al menos un monumento de primer orden al año. Un mozo a quien pregunté si era hermosa (’bonita’, he dicho por si acaso) cierta iglesia que permanecía cerrada en uno de los cuatro pueblos de ‘la nava’, me ha respondido: yo no sé, es cosa de mi madre. Y en semejante desmayo puede seguirse, a pesar de encomiables esfuerzos, si no se enseña el amor a la cultura (que en España es cultura cristiana) desde la primaria en las escuelas. Puede ser otra clave del abandono rural. Decía César Antonio de Molina que en España no ha habido, hay, ni habrá cultura. Discrepo. La cubrimos, de un tiempo a esta parte, con un manto de cenizas, pero la hubo, y en ‘la nava’ brilla el rescoldo, deficientemente puesto en valor, es cierto.

Este propuesto recorrido por apenas un palmo de tierra es una reivindicación de la España que fue real, frente a nuestra interior leyenda negra, por el complejo de inferioridad que nos diagnosticaba López Ibor. A semejante rincón abierto, indefenso, venían a acogerse en su cultura, es decir en su vida, como se ha visto, excelsos artistas. No invadimos América, a donde fuimos, la culturalizamos, al igual que a la propia Europa. Shakespeare gustaba beber malvasía canaria, y admiraba nuestra austera cortesanía.

¿Cabe hablar de periodismo antes del siglo XX, antes por ejemplo del ‘Yo acuso de Zola’ sobre el caso Dreyfus? El periodismo no es sino el ejercicio en público de la libertad de crítica, para censura o aplauso, sobre temas de convivencia. Y lo hubo en la España de hombres libres: los pliegos de cordel, de ciegos, son pura censura social. Y el gran pueblerino Quevedo se encaraba al omnipotente Conde-Duque, haciendo de los versos su instrumento: «No he de callar, por más que con el dedo –ya tocando la boca, ya la frente–, silencio adviertas o amenaces miedo». En ‘la nava’, Jorge Manrique vio ejemplos a seguir, e hizo periodismo trascendente: «Despierte el alma dormida..., contemplando cómo se pasa la vida –cómo se viene la muerte– tan callando. Constataba la verdad más universal y sin cobijo. Pero, además de confiarse como un niño a su padre Dios, miraba en torno y se complacía en sus paisanos, amigos de sus amigos, y parientes, solazándose al decir con justicia: «Otra vida más larga, de fama tan gloriosa, acá déxais». Ojalá así sea en el futuro de las gentes de nuestro confortable tiempo.

Santiago Araúz de Robles es jurista y escritor.

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