España: Restaurar una doble confianza

Es indudable que el problema de la deuda acumulada en estos últimos años en España y que tiene su causa en un gasto público no siempre bien ponderado constituye el problema número uno de nuestra actual situación económica, que junto a una tasa insuficiente de crecimiento viene produciendo un descomunal nivel de desempleo que nos costará tiempo solventar. Todo ello ocasiona que las emisiones de nueva deuda y los préstamos internacionales a los que tiene que hacer frente nuestro país requieran altos tipos de interés que repercuten a su vez muy negativamente en la financiación de nuestra economía.

El Estado y las comunidades autónomas por su lado, con enorme ligereza y falta de rigor, en vez de dedicar el exceso de liquidez que existió hace unos años a verdaderas inversiones productivas, desaprovecharon esos años de bonanza, malgastando los caudales públicos en subvenciones de dudosa rentabilidad, infraestructuras millonarias, muchas de ellas de escasa justificación y gastos corrientes administrados con excesiva ligereza. Y también algunas grandes empresas, y no tan grandes, favorecidas por el dinero fácil y el crédito abundante de aquel entonces, se embarcaron asimismo en aventuras de arriesgado calibre, a través de elevadas operaciones apalancadas que ahora con el cambio de ciclo se encuentran seriamente comprometidas. En este clima de euforia desenfrenada es explicable también que las familias y los particulares se vieran tentados de jugar al derroche y a la especulación sin ponderar bien los riesgos que asumían.

El resultado de este festival ya lo conocemos, y ahora hay que pagar las consecuencias. El país en su conjunto debe mucho dinero y se lo debe, como es lógico, a quien se lo ha prestado. Ahora, al tener que enfrentarnos a nuestros acreedores, comprobamos que no están dispuestos a financiar nuestro déficit más que en unas condiciones y tipos de interés muy onerosos y por lo general de difícil cumplimiento, aunque afortunadamente en estos últimos días hayamos conseguido mejorar nuestras expectativas.

Desde el exterior se nos exige, por un lado, medidas de ahorro y austeridad, pero, por otro, señales de actividad y crecimiento que supongan garantías fiables de recuperación, de tal forma que seamos capaces en el futuro de devolver los dineros recibidos. Ardua labor, pues, la que tiene encomendada el actual Gobierno.

Se trata, en definitiva, de restaurar la confianza que en estos últimos años hemos perdido merced a la inexperta e imprudente labor de los gobiernos de la época. Tenemos, pues, de manera imperiosa, que asegurar a nuestros acreedores que somos un país serio y fiable y que estamos en condiciones de honrar nuestros compromisos prometiendo austeridad y reformas estructurales que nos ayuden a encontrar una nueva senda de crecimiento.

Debemos recurrir, sin género de dudas, a una dieta drástica de adelgazamiento del aparato estatal y será imprescindible repensar una estructura de Estado que hemos podido soportar en épocas de bonanza, pero que exige una seria y comprometida revisión, tema este que a buen seguro respaldarían millones de electores.

Necesitamos ahorrar, pero al mismo tiempo es preciso que volvamos a crecer y crear puestos de trabajo, y para eso se requiere que vuelva a fluir el crédito y que se atienda muy particularmente a los emprendedores y a la pequeña y mediana empresa, los verdaderos generadores de puestos de trabajo.

Es imprescindible igualmente que consigamos un marco de relaciones laborales homologable al de los mejores países europeos. Deberemos, sobre todo, fomentar la innovación y la competitividad, las dos grandes palancas que han de asegurar nuestro crecimiento, y desde luego será condición sine qua nonvolver a cultivar una ética de la decencia y el esfuerzo. Los sacrificios que están soportando ya los ciudadanos exigen a su vez que el poder político recupere la credibilidad y la confianza, que hoy se encuentra terriblemente dañada y deteriorada.

¿Con qué autoridad moral, nos podríamos preguntar, se puede exigir a los españoles unos duros programas de ajuste mientras se siguen contemplando, día tras día, tantos casos de corrupción, tanta inmoralidad y tanto descontrol en el manejo de los caudales públicos?

Se hace necesario no solo restaurar la confianza de los mercados, sino, antes bien, recuperar la confianza en nuestros gobernantes y en la clase política en general para dignificar nuestras instituciones.

No se me diga que la Justicia ya se ocupa de actuar contra los que de forma desaprensiva se valen de las estructuras del poder para realizar buena parte de sus fechorías. La corrupción encontrada en la conducta de algunas personas, siendo lamentable, no es quizá lo más grave y relevante. Gentes sin vergüenza y sin honor, por desgracia, siempre las habrá, y existen desgraciadamente en todos los países. Sin embargo, la corrupción más grave y peligrosa es la que podríamos llamar corrupción institucional.

Mi compañero en las tareas del Foro de la Sociedad Civil, el profesor Gaspar Ariño, en un luminoso trabajo que daremos a conocer en poco tiempo ha abordado esta cuestión con franqueza y hondura. Dice Ariño a este respecto: «Tenemos la convicción, muy generalizada hoy en España, de que la vida pública se ha corrompido». La crisis de la representación política es quizás una de las causas más palpables de esta situación. Y así continúa el citado profesor: «Cuando la representación política se falsea, cuando esa nueva burocracia partidista ocupa el Estado y vive su vida —casi siempre buena vida— al margen de los problemas de la gente, la democracia se corrompe, en el peor sentido, porque se convierte en algo falso, en mentira. Se produce entonces un abismo entre ciudadanía y clase política, y los ciudadanos, por lo general, se desentienden de la cosa pública, a la que raramente acuden los mejores. Esa es la peor de las corrupciones».
No saldremos, pues, airosos de la encrucijada en la que nos encontramos si desde el poder no se actúa con ejemplaridad. Para ello se necesita un liderazgo exigente y honesto, valiente y animador, que vuelva a ilusionar a los españoles que hoy se encuentran alicaídos y desesperanzados.

En otros momentos de nuestra historia, cuando al pueblo español se le ha convocado debidamente ha sabido responder. ¿Por qué no lo haría ahora? Sin la recuperación de la ética en la vida pública, sin la apelación a un esfuerzo justo y compartido, sin una verdadera regeneración de nuestra vida democrática, tantas veces prometida y siempre postergada, la tarea que tenemos por delante se hará extraordinariamente dolorosa y con una sensación siempre presente de que pagan justos por pecadores.

Sin embargo, no es momento para el desánimo y la frustración, pues aún existen en la sociedad española suficientes recursos para superar nuestras actuales dificultades. Venimos de una historia de éxitos en nuestro reciente pasado. Es tiempo, pues, para la esperanza, pero no hay tiempo que perder. Pongámonos a ello.

Por Ignacio Camuñas Solís, presidente del Foro de la Sociedad Civil.

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