España rural: ¿despoblación o desatención?

La “cuestión rural” reaparece en la agenda política de nuestro país como si siguiera ciclos decenales. La última vez que ocurrió fue a principios de 2008, cuando entró en vigor la primera y aún inaplicada ley estatal Para el Desarrollo Sostenible del Medio Rural (Ley 45/2007). En la actualidad, esta reaparición ha estado precedida por algunos ensayos periodísticos exitosos, que han contribuido a resaltar esta vez la preocupación por el “despoblamiento rural”.

Sin embargo, ni nuestro medio rural se caracteriza únicamente por su despoblamiento, ni este constituye la causa de su situación actual. Por el contrario, se trata de uno de los principales efectos de su atraso, que solo afecta a una parte, aunque muy significativa, de lo que hoy día debemos entender por medio rural. Poner el énfasis en el despoblamiento constituye un diagnóstico equivocado del que no cabe deducir las políticas que el medio rural merece.

Que en buena parte de la mitad sur de España predominen municipios rurales de mediano tamaño, mientras en el resto del país se asientan en su mayoría pequeños municipios, constituye el efecto de nuestro particular proceso de desarrollo económico. Así, hemos heredado 8.100 municipios y varios miles de entidades locales menores, resultado de una evolución secular de nuestra población incompatible con su fijación en los territorios rurales.

Como es bien sabido, unas pocas grandes áreas urbanas han acaparado la actividad económica, los recursos y los frutos del desarrollo, especialmente a partir del último tercio del siglo XX, quedando al margen amplias áreas rurales y sus municipios. Recordemos, por ejemplo, que en ese periodo los jornaleros agrarios de las áreas latifundistas y los pequeños agricultores de todo el país tuvieron que abandonar en masa el medio rural.

No obstante, si en lugar de analizar la situación rural a escala municipal, ampliamos el foco por zonas o comarcas, el resultado es muy diferente. Con ello el desequilibrio territorial no desaparece, pero puede ser abordable. No se trata de obviar fenómenos como el elevado número de pequeños municipios en trance de desaparición, sino de adoptar la premisa de que el desarrollo rural solo puede enfrentarse con éxito actuando sobre unidades territoriales amplias, formadas por municipios agregados (comarcas) que compartan planes de inversiones públicas y privadas incentivadas en respuesta a una estrategia de futuro.

Se trata de considerar que, como recoge la ley rural estatal, nuestra realidad rural es diversa. Tenemos zonas rurales “a revitalizar” ciertamente atrasadas donde hay que actuar prioritariamente, junto a zonas rurales “intermedias” con un significativo dinamismo socioeconómico y cuyo atraso es solo relativo, así como zonas rurales “periurbanas” que padecen importantes consecuencias negativas del desarrollo urbano concentrado. Desde esta perspectiva, poseemos unas doscientas comarcas rurales que requieren una atención pública diferenciada, en lugar de miles de pequeños municipios que carecen aisladamente de viabilidad y protagonizan el despoblamiento rural. Generalmente, al describir el despoblamiento de los municipios rurales, se suele concluir con una llamada genérica a la atención pública necesaria para evitar su extinción.

Pero esta apelación, tan bienintencionada como estéril, choca con poderosas barreras. En particular, con una pretendida racionalidad económica: no es rentable mantener en las zonas rurales equipamientos y servicios públicos equiparables a los de las ciudades; y con una justificación política: las zonas rurales se contemplan como un complemento electoral fácilmente asequible para alcanzar mayorías. En realidad, lo que existe es una desatención pública manifiesta y continuada, que se muestra a través del contenido de políticas rurales exclusivamente procedentes de la Unión Europea, ante la ausencia de las de carácter estatal. Una somera revisión del alcance de estas únicas políticas y del impacto alcanzado por sus medidas pone en evidencia dos resultados: que las Administraciones públicas dedican muy escasos recursos al desarrollo rural y que sus beneficiarios son muy reducidos.

La política rural de la UE, después de varias décadas de reformas, se ha convertido en un apéndice minoritario de la Política Agraria Común. Con relación a España, apenas el 3% del apoyo total percibido tiene como objetivo específico el “desarrollo económico de las zonas rurales” y, más aún, tiene como potenciales beneficiarios a la población rural en su conjunto. Porque el 97% de la PAC se dedica mayoritariamente a subvencionar a los propietarios de tierras por sus vínculos con la actividad agroalimentaria o agroambiental.

Ante esta situación no cabía esperar mejoras apreciables en nuestro medio rural impulsadas por la UE. Por ello, tal como habían hecho con anterioridad los principales países europeos, nos dotamos con una política rural propia: la ley rural estatal de 2007. La inaplicación de este potente instrumento legislativo, tras un intento fallido que se agotó en 2010, ha impedido suplir y multiplicar el débil alcance de las medidas europeas, promoviendo “planes de zona” multisectoriales y plurianuales que involucren a todas las Administraciones y al sector privado.

Muy al contrario, a partir de 2012 la legislación rural experimentó un giro de 180 grados. Siguiendo las pautas de la Ley Orgánica 2/2012, de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera, que bloqueó la capacidad de gasto de los municipios, se puso en marcha la Reforma de la Administración Local de 2013 orientada a la liquidación competencial y patrimonial de los municipios rurales. Brevemente, una reforma que propugna el abandono, la supresión o la privatización de sus servicios públicos esenciales, por lo que su derogación es obligada y urgente, pues sigue vigente.

El despoblamiento de una buena parte de nuestro medio rural es consecuencia de su atraso socioeconómico y su desatención pública. El verdadero desafío estriba en promover la aplicación de una política estatal para el “desarrollo sostenible del medio rural”. Pues este inmenso territorio alberga la práctica totalidad de nuestros recursos naturales y una parte muy destacada de los culturales, cuya conservación y recuperación afectan tanto a la población rural como a la urbana.

Que la Administración General del Estado posea un número limitado de competencias de actuación directa en las zonas rurales, no justifica su pasividad frente al empeoramiento de los desequilibrios territoriales existentes. Tiene la obligación de promover políticas de desarrollo rural inspiradas en el principio de solidaridad interterritorial recogido en nuestra Constitución. Del mismo modo, las Comunidades Autónomas, como principales titulares de las competencias rurales, no pueden hacer dejación de su responsabilidad y limitarse a aplicar unas débiles políticas europeas.

En conclusión, el principal obstáculo reside en superar la inacción política imperante, favorecedora del mantenimiento de una atención pública tutelada, clientelar y muy deficiente en el medio rural. Disponemos de una política rural de Estado desde hace una década, ¿por qué no se aplica?

Jesús G. Regidor es profesor de la Universidad Autónoma de Madrid.

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