España, sin exclusiones

Para mejor entender tanto el título empleado cuanto los párrafos que siguen, me parece necesario comenzar con dos referencias previas que expongo con brevedad y, además, saltándome el orden temporal en que se producen.

En primer lugar, nuestra actual Constitución. Como en algunas publicaciones de la especialidad en su día analicé con detalle, cuando en el hemiciclo constituyente se discute el art. 1 de nuestra Ley de Leyes, señalando con toda solemnidad los «valores superiores» de nuestro Estado de Derecho, se cita con toda intención «el pluralismo político». Previamente, en el Preámbulo se garantizaban una serie de derechos para «cuantos integraban» la Nación española. Es decir, una única Nación (se diga ahora lo que se diga y tal como viene siendo invariablemente desde nuestra primera Constitución de 1812, por cierto, también nuestra gran aportación a la Europa e Hispanoamérica de entonces) pero integrada por una pluralidad. Pues bien, lo del «pluralismo político» encontró dos resistencias de distinta índole. Por un lado, quienes querían su sustitución por «la paz», como valor, algo que sin saber muy bien la causa ha desaparecido en los modernos textos constitucionales. Y, por otro, la postura de quienes entendían que el pluralismo era algo previo al asentamiento de esta forma de Estado. La sociedad ya era plural por naturaleza o por historia y, por ende, no hacía falta repetir: estaba ya ahí. A pesar de todo, acabó triunfando su inclusión en el texto. Se trataba de crear para el Estado la obligación de respetar y hasta de favorecer la existencia de un cuerpo social plural, con diferencias de toda índole. Sobre todo, naturalmente, de lo plural político e ideológico. Quizá el cercano pasado revestido de monismo anduvo presente a la hora del especial énfasis en todo lo contrario. En la Nación cabíamos todos. Incluso aquellos a quienes no iba a complacer del todo la misma Constitución por una causa u otra.

Y algo antes estaba el cimiento mismo de la transición, cuyo espíritu y contenido ahora tanto echamos de menos. La Ley para la Reforma Política a nadie excluía y a todos llamaba. Incluso a quienes (cada uno con su razón por medio) contra ella votaron en las Cortes y en el posterior Referéndum. Y quien, por voluntad de todos conocida y por nadie negada, asumía a la sazón la Jefatura del Estado a título de Rey, advirtió desde su solemne toma de posesión ante las todavía Cortes orgánicas, que venía a ser «Rey de todos los españoles».

De los antaño vencedores y también antaño vencidos. De todos. Y a todos se pedía el gran sacrificio de sus posturas previas para lograr la ilusionante empresa que comenzaba. Y, en efecto, todos cedieron en sus exigencias políticas o sociales. Quienes habían tenido hasta entonces todo o parte del poder y quienes, en mayor o menor medida, a dicho poder se habían enfrentado. Digámoslo claramente. Quienes por un largo cúmulo de razones habían servido al régimen de Franco (por Caudillo vencedor de una guerra, por garante de unos decenios de paz, por obligación laboral o burocrática, por ideología, por intereses, etc). Y quienes contra Franco habían dirigido sus fuerzas. La idea de que un 20 de noviembre todos nacían de nuevo no solamente era mero disparate, sino que tampoco lo requería expresamente la nueva Constitución. En España quedaban posturas políticas con anchas diferencias que nadie quiso eliminar. Estábamos muy lejos de la auténtica ruptura que, posiblemente con poco acierto, llevó a cabo la Segunda República nada más instaurarse. Nadie planteó el dilema del juramento y sus consecuencias en el sector del Ejército. Nadie habló de purgas para el régimen anterior, ni se castigó a quienes lo habían servido, como también hizo la República para quienes habían colaborado con la dictadura de Primo de Rivera. Y, naturalmente, ninguna voz predicó el destierro de la Monarquía, porque, entre otras cosas y como expuso bien claramente un diputado del Partido Comunista, sin Monarquía no habría democracia. El mismo Rey concedió títulos a la esposa e hija de Franco: Señora de Meirás y Duquesa de Franco respectivamente y siempre se ha negado a emitir un juicio despectivo para quien, a la postre, le había nombrado Rey.

Todo esto constituyó la esencia y, sin duda, gran parte del acierto pacífico de la Transición. Y todo esto, igualmente, estuvo vigente hasta bien avanzada la historia de nuestra actual democracia. Guste o no reconocerlo. El mismo Felipe González, durante sus largos años de gobierno socialista, nunca cayó en enfrentamiento con la Iglesia Católica (por lo demás con una consideración especial recogida en el art. 16 de la misma Constitución), ni con el Ejército ni con ninguna de las instituciones fundamentales del Estado.

Tengo para mí que este tranquilo ambiente de conciliación y falta de ira que además era el manifiestamente querido por la gran clase media española, posiblemente la auténtica protagonista del sentido que debería tener el tránsito, ese ambiente, digo, es el que ha sufrido un indeseable giro durante los últimos años, resucitando lo que parecía bien asumido y por lo que se había presumido ante el resto del mundo con nuestra vieja manía de «dar lecciones» a quienes no las necesitan. Y como hay que decir lo que se piensa, arriesgándose incluso a caer en el error, gran parte de culpa recae en el actual gobierno y en su desdichada Ley de Memoria Histórica.

Bien. Y si la democracia lleva en sus entrañas el principio de aceptar al distinto y a lo distinto. Y si, en palabras del maestro Dahrendorf, el demócrata es aquel que ha llegado al acuerdo con los demás de seguir siendo diferente. Y si ese otro gran maestro que es Sartori incluye en lo diferente incluso a las fuerzas o partidos anti-sistemas, que hay que admitir y no eliminar. Si todo esto es así, comprenderá el lector por lo que he titulado estas líneas con el añadido de «sin exclusiones». En nuestro país hay quienes discrepan de una democracia liberal y con economía de libre mercado. Quienes desearían una «democracia más socialista o más socializante». Quienes siguen pensando que era mejor la democracia orgánica. Quienes discrepan de la Monarquía y prefieren la República. Quienes siguen siendo carlistas, cenetistas, comunistas leales acérrimos al pensamiento de Marx. Quienes no han cambiado de signo, ni de bandera y no han querido renegar del discurso de José Antonio o del contenido del libro rojo de Mao. Y todos deben saber convivir y tienen derecho a decir y predicar aquello en lo que siempre han creído.

Por eso, duele cuando ante algún acontecimiento o gran trauma como es un acto terrorista con resultado de muerte (por cierto, no vendría mal en estos casos también la cadena perpetua como alguien defendió durante el proceso constituyente) oír la llamada salvadora situada «en la unión de los demócratas». Se está excluyendo a todos los demás. En democracia no debe haber prohibido nada más que algo que choca de frente con el Estado de Derecho: el empleo de la violencia, en cualquiera de sus posibles formas. Sin esto, sin el empleo de la violencia, a todos hay que respetar. Y, por ende, a todos hay que llamar, invocar y convocar para vencer la gran lacra del terrorismo. Cuando un guardia civil es asesinado con el tiro o el coche bomba, también sufren hondamente aquellos a quienes no gusta la existencia de parlamentos regionales, hemorragia de consejos consultivos o hegemonía de los partidos. A ellos también les duele España y quizá por ella y su unidad darían algo más que un voto cada cuatro años.

Manuel Ramírez, Catedrático de Derecho Político.