España también existe

No sólo Teruel, también España existe, aunque hay españoles que se empeñan en negarlo. No voy a hacer el ridículo como esos nacionalistas provincianos que estiran la genealogía de sus antepasados hasta Noé, sin decirnos cómo se salvaron del Diluvio, aunque en la Biblia se habla de una Tarsis, rica en oro y plata, que muy bien podría ser Tartessos. Pero a la historia propiamente dicha, España sólo emerge como provincia romana o provincias de muy diferente estatus: la Bética muy romanizada -Cádiz llegó a tener 500 caballeros, con plena ciudadanía, la segunda tras Roma-, la Tarraconense -con herencia griega y cartaginesa también- y la Lusitania, donde la romanización avanzó lentamente sin alcanzar al País Vasco y reductos cántabros, pero imponiéndose en el resto de la Península hasta el punto de dar a Roma emperadores, filósofos, oradores y escritores que permiten hablar de una «edad de plata» hispana de la literatura latina. Para reino habrá que esperar a las invasiones bárbaras, con el imperio en plena descomposición. Ataulfo, caudillo de los visigodos, casado con la hermana del emperador Honorio, ha recibido la corona de España de manos de éste, posiblemente para quitárselo de encima. Antes, otra tribu germánica, los suevos, se habían asentado en Galicia creando allí su reino. Echarles del poder llevó su tiempo, aunque muchos se quedaron, dejando rastros indelebles.

Por arios y por ser muchos menos, entre 200.000 y 300.000 entre 5.000.000 de hispano-romanos, los visigodos no fueron dados a mezclarse y mantuvieron una convivencia superior y distante con el resto de la población -de entonces viene el prurito de los hidalgos españoles «vengo de los godos»- durante un par de siglos, donde la mayor violencia puede que se diera en los círculos más altos del Estado: la «sucesión visigoda» consistió en un número anormal de casos con el asesinato del rey por parte del hijo o hermano, con la iglesia como elemento moderador y cada vez más importante, sobre todo después de que Recaredo tuviese la idea de convertir a los suyos, que habían llegado arrianos al cristianismo en el Tercer Concilio de Toledo, homogeneizando la población. Hubo figuras religiosas importantes, como San Isidoro, de familia hispano-visigoda de alto rango, cuyo Loor a Hispania (de donde saldrá el nombre España) es una de las páginas más brillantes al país que emergía.

La marea musulmana, sin embargo, lo inundó como un tsunami tras la batalla del Guadalete, en la que pereció el último rey visigodo. Quedaría, sin embargo, primero, el sueño, luego, anhelo, de recobrar «la España perdida», mientras la Península Ibérica se convertía en un revoltijo de reinos, religiones y gentes que, ocho siglos más tarde, verían cumplido su sueño. En este sentido la Edad Media española recuerda la «conquista del Oeste» norteamericano, por su combinación de violencia, optimismo y búsqueda de nuevos horizontes.

Aunque musulmanes y cristianos lucharán entre sí tanto o más que entre ellos, el objetivo se mantuvo a lo largo de los ocho siglos: los cristianos, recobrar -de ahí el nombre de Reconquista- la España perdida. Los musulmanes, mantenerse en las tierras conquistadas, algo que terminarán perdiendo tras un proceso de aglutinamiento de reinos cristianos que culmina en la unión por matrimonio de los dos mayores, Castilla y Aragón, y de reducción de los musulmanes hasta quedar solo el de Granada, que termina sucumbiendo en 1492, justo cuando ocurre otro evento crucial en nuestra historia y la del mundo: el descubrimiento de América por naves con pabellón castellano. Pero antes de seguir quiero reseñar un episodio ocurrido hacia finales de la Edad Media que une por primera vez la idea de España con el de nación.

En 1414 se convoca en Constanza un concilio para acabar con el Cisma de Occidente de varios papas. El edificio aún se conserva, al lado del lago del mismo nombre en uno de los parajes alemanes más idílicos y la ciudad intacta pues fue respetada por las guerras. Para evitar que los numerosos italianos decidieran las votaciones, se votó por naciones, creándose cinco: la anglicana, con ingleses y escoceses; la gálica, con los franceses; la germánica, con los alemanes; la italiana, con los italianos, y la hispánica, con los españoles de todos los reinos de la Península. España había nacido oficialmente.

El descubrimiento de América la convierte en potencia mundial e imperio, al que pronto se añadirá otro en Europa, al heredar Carlos I lo que quedaba del Sacro Romano Germánico. No voy a entrar en si fue una suerte o una desgracia, porque me perdería, al ser el imperio el primer enemigo de la nación. Con decir que en el siglo XVI Castilla pierde un millón de habitantes entre guerras, expediciones y aventuras está todo dicho. Aunque hay más: el oro y la plata americana van a financiar la industria europea porque en España no se produce nada, se compra todo. Pero tampoco puede eludirse el destino.

España, de todas formas, será durante los dos siglos siguientes la primera potencia, aunque cada vez con más dificultades. A los Austrias les suceden los Borbones en el trono español y tendremos un respiro con Carlos III, con una política más nacional que imperial, aunque ya bajo la hégira francesa, que se convertirá en guerra abierta cuando Napoleón intenta revitalizar al viejo país con fórmulas de la Revolución Francesa y su hermano como rey. La reacción popular fue tan desesperada como enérgica en defensa de la soberanía nacional contra el mejor ejército del mundo. Y conviene señalar que Cataluña, Gerona especialmente, destacó en esa lucha. Lo que no impidió que la decadencia siguiese y que el siglo XIX fuera amargo para España, con la pérdida del imperio, pero, sobre todo, por las guerras civiles, las carlistas, los vaivenes políticos, alzamientos y una república -tuvo cuatro presidentes en once meses-, que acabó con un golpe militar. El siglo XX no fue mucho mejor, con dos dictaduras, otra república y una guerra civil cruenta de tres años. Sólo en el último tercio, la llegada de la democracia, cuando todo el mundo temía lo peor, y un despegue económico unido a la incorporación a las instituciones internacionales, Comunidad Europea, OTAN, hizo recobrar la esperanza. El XXI, sin embargo, empezó con una crisis bestial, mal llevada, que nos puso de nuevo al borde del abismo. Pero logramos recuperarnos, aunque volvemos a encontrarnos en serías dificultades, tanto políticas como económicas. Lo que nos hace recordar la frase de Bismarck «España es el país más fuerte de todos. Los españoles llevan siglos haciendo todo lo posible para hundirlo y no lo han conseguido».

¿Es esa nuestra situación, nuestro destino? Espero que no. Que España ha existido como nación y Estado importante durante buena parte de la historia no cabe duda. El problema es si seguirá existiendo, pues tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe. Pero no será por los demás, sino por nosotros mismos. No echemos la culpa a nadie. Somos nuestros peores enemigos.

José María Carrascal es periodista.

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