España tiene buenos motivos para solidarizarse con Alemania

Se acerca el invierno y, con él, el riesgo de que en Europa no haya gas para todos. No hablamos ya de que se disparen los precios (que lo harán), sino de racionamientos. Un escenario que hasta hace poco nos habría parecido ciencia ficción.

Pero la guerra en Ucrania no tiene visos de acabar y su persistencia ha puesto la transición energética frente al espejo, demostrando que la prometida independencia de los combustibles fósiles está todavía demasiado lejana. No queda otra opción que seguir avanzando y hacerlo cada vez más rápido. Pero para llegar hay que poder seguir en pie.

Lo que se debate en estos momentos en la Unión Europea (UE) es cómo prepararnos para el impacto que sufriremos por la conjunción de los cortes de suministro y de la escalada de los precios del gas.

Las estimaciones son preocupantes. El Fondo Monetario Internacional estima que el fin del gas ruso provocará una caída de entre dos y tres puntos del PIB de la UE, que podría superar los seis puntos en el caso de Hungría, y ser de más de cinco puntos en Eslovaquia, la República Checa e Italia.

No es de extrañar que entre las últimas tareas de Mario Draghi antes de su dimisión haya estado la de buscar suministradores de gas alternativos, especialmente Argelia, con quien España aún mantiene un conflicto diplomático abierto.

Sirva para hacerse una idea de la magnitud de esta amenaza para la economía europea que la pandemia de Covid-19 provocó una caída del PIB de 6,4 puntos. Hablamos, por tanto, de un impacto en la actividad y el empleo similar al que supuso el virus.

El 21 de julio, la Comisión Europea presentó la propuesta Ahorrar gas para un invierno seguro, que planteaba el objetivo de reducir un 15% la demanda de gas para la próxima primavera. Esta cifra coincidía con la señalada tres semanas antes en un artículo publicado por el prestigioso think tank europeo Bruegel.

En su propuesta, la Comisión planteaba una batería de medidas que iban desde el fomento de medidas de eficiencia y ahorro de energía (como la fijación de topes de temperatura en los sistemas de aire acondicionado y calefacción en instalaciones públicas) a la eventual reducción de la actividad de las industrias más intensivas en consumo de gas.

De manera llamativa, aunque sin duda ilustrativa de la gravedad del momento, la Comisión también contemplaba el establecimiento de una excepción temporal y extraordinaria de las obligaciones ambientales en instalaciones industriales, entre ellas las relativas a los niveles máximos de emisiones de CO2, con el objetivo de hacer posible la sustitución del gas por otras fuentes energéticas, como el fuel.

El nuevo plan de la Comisión aboga también por acelerar la generación de electricidad procedente de fuentes de origen renovable para reducir la dependencia del gas.

No obstante, si bien en el artículo de Bruegel firmado por los economistas Ben McWilliams y Georg Zachmann se dice que los esfuerzos para alcanzar ese 15% de reducción deberían ser muy diferentes entre los distintos países europeos (los países bálticos, mucho más dependientes, superarían el 50%, mientras que la disminución debería ser mínima en los países del sur de Europa), en la propuesta de la UE ese objetivo pasa a ser igual para todos los Estados miembros.

La propuesta de la UE también prevé que la Comisión pueda adoptar medidas de forma directa si no se alcanza esa reducción por medios propios.

Pero la situación de partida es muy distinta entre los distintos países y la polémica no se ha hecho esperar. Porque las diferencias entre los grados de exposición de cada país son muy significativas. En Hungría, el gas ruso supone más del 40% del consumo total de energía (una dependencia que explica la posición discordante del Gobierno de Orbán durante esta crisis). En países como Austria y Eslovaquia supera el 30%. Y en Alemania, Italia o Países Bajos, el 20%.

Estos datos contrastan con los de España, Portugal, Francia y Bélgica, cuyo consumo de gas ruso apenas llega al 5% de su consumo total. O con los de Irlanda y Croacia, donde no alcanza ni siquiera el 0,5%.

Esto explica que el Gobierno de España rechazara públicamente la propuesta de la Comisión Europea, posición que luego apoyaron Portugal y Grecia.

El argumento del Ejecutivo español es que el gas ahorrado en nuestro país difícilmente se puede hacer llegar al resto de la UE debido a la ausencia de interconexiones, mientras que los efectos negativos sobre el empleo o el riesgo de paralización de la actividad industrial que podría derivarse de dicha reducción forzada serían muy notables. Por no hablar del impacto que una medida así podría tener sobre los hogares afectados.

Por el contrario, la Comisión señala que una bajada del consumo de gas en España, aunque no permitiría redistribuir gas desde la Península, sí liberaría buques metaneros hacia otros países de la UE con más necesidad o, por lo menos, con más capacidad de interconexión.

No parece sencillo encontrar un consenso cuando se trata de defender intereses. Pero, por el momento, parece que la Comisión ha tenido que rectificar.

El Gobierno español ha apelado de nuevo a la "excepción ibérica", como ya hizo con el "tope del gas", para no aplicar la reducción propuesta a cambio de triplicar sus exportaciones de gas con el resto de la UE durante los próximos cinco años. Ahora mismo, la capacidad de exportación se sitúa en 6,7 TWh, aunque normalmente se sitúa en 2 TWH. Eso supone alcanzar el 15% de los 45.000 millones de metros cúbicos de gas ruso que la UE tiene que suplir en los próximos ocho meses.

Finalmente, España reducirá un 7% el consumo de gas de forma voluntaria.

Dar respuesta a este compromiso seguramente también implique ampliar la capacidad de interconexión existente. De ahí la reactivación del gasoducto Midcat con Francia o la construcción de otro conducto, este subacuático, entre Barcelona y la ciudad italiana de Livorno.

Pero la polémica protagonizada por el Gobierno español trascendió las meras diferencias de criterio con la Comisión Europea cuando la vicepresidenta Teresa Ribera afirmó que: "A diferencia de otros países, los españoles no hemos vivido por encima de nuestras posibilidades desde el punto de vista energético".

La frase ha sido interpretada como una alusión a los países del norte de Europa, sobre todo Alemania y los Países Bajos, y a las diatribas que ambos dedicaron durante la crisis financiera de 2008 a España y el resto de países del sur, denominados por entonces "PIGS" (acrónimo de Portugal, Italia, Grecia y España). Un juego de palabras injusto y desafortunado, y que fue duramente criticado, con razón, por quienes entonces apelaban a superar las visiones más egoístas para encontrar soluciones a un reto común.

Los paralelismos entre ambos escenarios son claros. Pero por eso mismo se debería evitar caer en el mismo error y aplicar el mismo buen juicio y la misma equidad que se reclamó a otros entonces. La única salida viable a esta crisis pasa necesariamente por una mayor integración europea y, por tanto, por una mayor solidaridad hacia los países más expuestos al gas ruso.

Lo mismo, por cierto, que se exigió y finalmente se consiguió durante la pandemia de Covid-19. Entonces, todos los países europeos fueron capaces de mirar más allá, superar prejuicios e impulsar algunas de las medidas más ambiciosas de la UE desde su creación. Entre ellas, la emisión de deuda conjunta para financiar los fondos Next Generation, de los que España, conviene no olvidarlo, recibirá nada menos que casi 150.000 millones de euros. Más de la mitad de ellos, unos 77.000, en transferencias no reembolsables.

La solidaridad sólo funciona cuando se aplica en todas las direcciones. Ojalá los dirigentes europeos lo tengan presente al abordar esta crisis.

Ramón Mateo es director del gabinete de incidencia pública beBartlet.

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