España, todavía diferente

¿Se han fijado ustedes en la mayor, y menos aireada, contradicción de las encuestas? En casi todas, Rajoy figura el último en la lista de popularidad entre los líderes españoles. Sin embargo, su partido sigue siendo el primero en intención de voto. Como es inimaginable que el PP gane las elecciones «a pesar de Rajoy», habrá que considerarlo una prueba más de que Spain is different. O, mejor dicho, los españoles. Tan diferentes que nos enfrentamos no sólo con los demás españoles, sino también con nosotros mismos. Pues la paradoja se reproduce en el otro extremo de los sondeos: como más apreciado de nuestros políticos aparece Albert Rivera. Pero su partido es el último de los «cuatro grandes». Le ocurría también a Duran Lleida, e incluso al Adolfo Suárez en su última etapa: «Me quieren, pero no me votan», se lamentaba. ¿Significa que no consideramos la simpatía, la jovialidad, el buen talante cualidades de liderazgo y preferimos un tipo hierático, distante, dispuesto a hacernos sufrir si lo considera necesario? Tampoco, porque, en ese caso, Rajoy hubiera vuelto a ganar por mayoría absoluta.

España, todavía diferenteLo veo más bien como consecuencia del radicalismo de nuestro carácter, que nos hace ir de un extremo a otro sin etapas intermedias. Basculamos entre la euforia y la depresión con más rapidez e intensidad que otros pueblos, tanto en el plano personal como colectivo (que se lo pregunten a los hinchas de los equipos de fútbol o a los aficionados a los toros), lo que convierte nuestro estado de ánimo en un tiovivo e inunda la escena pública de mareas sucesivas de aplausos y silbidos. Y es con los políticos con quienes mostramos más claramente tal bipolaridad. Queremos que nos digan la verdad, pero nos molesta si esa realidad es dura, prefiriendo una mentira amable. Les exigimos ser limpios, inteligentes, corteses, honestos, y nos irrita enterarnos de que son imperfectos como todo ser humano. ¿O es eso precisamente lo que nos atormenta: sus deficiencias, que nos recuerdan las nuestras?

En una dictadura no hay ese problema. El dictador se hizo con todo el poder, por la fuerza la inmensa mayoría de las veces, y no tenemos responsabilidad alguna en sus errores, en su impericia, en su corrupción, en sus delitos. Pero en una democracia es distinto. Somos nosotros quienes hemos elegido a los gobernantes, por lo que sus fallos son nuestros fallos, su impericia es la nuestra, incluso sus delitos son los nuestros. Lo que podría explicar el recelo íntimo, inconfesado, que albergamos los españoles hacia la democracia, causa de que no acabe de arraigar en nuestro suelo.

O, lo que sería aún más grave, ¿estamos añorando de nuevo a un hombre fuerte, providencial, que nos saque del impasse en que estamos metidos y arregle de una vez nuestros problemas políticos, económicos, territoriales, internacionales, para que podamos dedicarnos a lo que de verdad nos gusta, al aperitivo, a la partida –o partido–, a los viajes, a las vacaciones, a los «puentes», a charlar con los amigos, a discutir con los rivales, a despotricar del Gobierno que siempre hará algo mal. Cosas todas ellas que tienen muy poco que ver con la democracia, que requiere responsabilidad o, más exactamente, corresponsabilidad: involucrarse en los asuntos públicos, no para ver cómo sacamos el máximo provecho de ellos, sino para conseguir que funcionen mejor. En una palabra: anteponer el interés colectivo al individual, Algo que, tendrán que reconocer, no abunda en España, no importa la región, la clase social o la tendencia ideológica. Los ejemplos están diariamente en los titulares de los periódicos y nos han llevado al impasse actual.

Impasse, según el diccionario Macmillan, es «una situación en la que avanzar se hace imposible porque ninguna de las personas envueltas está dispuesta a cambiar su opinión o decisión». Que coincide con la de España en estos momentos, y nosotros solemos definir como «callejón sin salida». La diferencia está en la actitud que anglosajones y españoles adoptamos en tal coyuntura: nosotros reaccionamos poniendo una carga de dinamita para abrir un boquete y abrirnos paso, aunque en la mayoría de los casos nos devuelve al punto de partida. O incluso a más atrás. Mientras que, con el pragmatismo que les caracteriza, ingleses y norteamericanos adoptan la actitud contraria: calma, paciencia, estudio de la situación, eliminar lo inservible, conservar lo utilizable, y seguir adelante a partir de ello. Su dicho popular lo define perfectamente: «No tirar al niño con el agua del barreño».

Lo que hemos visto en España en los últimos tiempos es justamente lo contrario: en vez de diálogo, insulto personal; en vez de convergencia, divergencia; en vez de acomodación, enfrentamiento; en vez de calma, furia. Los dos mandatos de Zapatero fueron una huida del consenso en que se fundó la Transición, que culminó en la Ley de la Memoria Histórica, impregnada de espíritu de revancha por parte de quienes no se habían contentado con el cambio pacífico del franquismo a la democracia y buscaban una ruptura abierta, con su correspondiente ajuste de cuentas. Fue, sin embargo, la crisis económica lo que llevó el intento y su diseñador al fracaso, pues tal política no crea riqueza sino ruina. Lo que siguió, con la victoria del PP por mayoría absoluta, no hizo más que fomentar las ansias revanchistas, multiplicadas por la aparición de un Podemos que no disimula su afán de sustituir al PSOE como referencia de la izquierda y soluciones más leninistas o chavistas que socialdemócratas. Los duros ajustes para salir de la crisis y los escándalos de corrupción que han emergido no han hecho más que soliviantar a los españoles y cuestionar el entero sistema, con lo que volvemos a mirarnos más como enemigos que como compatriotas. No digo que estemos de nuevo en 1935 porque no estamos. Ni España, ni Europa ni el mundo son los de entonces. Pero los españoles seguimos siendo los mismos, como nuestro temperamento mercurial, moviéndose a bandazos, es el de siempre. Y aunque no parece posible una nueva guerra civil abierta, el problema territorial puede llevarnos a una guerra sorda, de desgaste, de guerrillas, de la que nadie saldrá ganando, pues nos agotará a todos. Y no lo olvidemos: ahora no tenemos a nadie a quien echar la culpa, ni al Rey, ni al Ejército ni a la Iglesia. Ahora somos nosotros los únicos culpables de lo que nos ocurre y ocurra, pues la cosa no ha acabado. Sólo acaba de empezar. Esto no es sembrar el miedo. Es, como decía el lunes un lector de ABC, abrir los ojos a la realidad.

José María Carrascal, periodista.

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