España, un país de liberales

Fiesta, siesta, mañana... Éstas y otras palabras españolas que se han acabado incorporando al vocabulario de muchos otros idiomas europeos transmiten ocio y holgazanía. Las contribuciones inglesas recientes a la lexicografía europea provienen, sobre todo, del mundo del deporte, las italianas, de la música, y las francesas, de la gastronomía. Es un reflejo de los méritos específicos de las distintas naciones. También hay aportaciones léxicas españolas relacionadas con el extremismo político y fanatismos violentos, tales como pronunciamiento, guerrilla, junta, falange. Son palabras que reflejan el hecho de que España jugó un papel conspicuo en la historia europea en aquellas épocas desgraciadas de su Guerra de la Independencia y de la Guerra Civil de los años 30 del siglo pasado. Estas palabras, incluso para los que admiramos o practicamos la pereza, transmiten la sensación de que el español es un ser selectivamente activo, pero poco atractivo.

Por otra parte, casi nadie fuera de España se da cuenta de que el uso del adjetivo liberal -palabra que se ha naturalizado en las lenguas de casi todo el mundo como sinónimo de persona de opiniones políticamente liberales- es, también, de origen español. Se usó por primera vez, en las Cortes de Cádiz, en 1811. No apareció en inglés, según el Oxford English Dictionary, hasta 1814. En todos los países del mundo, menos uno, hoy ser liberal en política es una vocación respetable y aún saludable. Sólo en Estados Unidos la palabra tiene connotaciones negativas y hasta viene a ser una calumnia o un insulto calificar a un adversario de liberal.

He aquí la clave para entender una diferencia curiosa entre la política española y la de Estados Unidos. En España es fácil y casi natural ser liberal, debido a los desengaños históricos que han sufrido cuantos apostaban por el Estado, que en los últimos dos siglos ni les defendió bien ni les enriqueció mucho, y que a las nacionalidades culturales con lengua propia incluso les hizo sufrir. La prosperidad volvió a España sólo cuando los tecnócratas de la época de la dictadura abandonaron la política de gestión estatal de la economía y volvieron hacia el liberalismo económico. Hasta cierto punto, la caricatura del español como entregado a ese liberalismo excesivo que es el individualismo anárquico -el rechazo total del Estado- tiende hacia la verdad. Como dijo una vez Salvador de Madariaga, el gran fin de la democracia española sería acabar con 35 millones de partidos -hoy unos 47 millones, que es la población actual española-.

La gran ventaja de ese menosprecio español hacia el Estado es que los españoles no suelen ser nacionalistas -a menos que sean nacionalistas vascos, catalanes o gallegos- y no invierten gran emoción en el Estado, sino que, por el contrario, siempre tienden a pensar que éste va a fracasar. Los españoles, en general, esperan pocos beneficios por los impuestos que pagan. Aceptan y aun celebran en sus chistes la ineficacia burocrática y el caciquismo corrupto. Toleran los fracasos de la política estatal y los contemplan con cierta indiferencia. Un español no aspira a ser ciudadano de una superpotencia. Cree que los grandes triunfos de España no se librarán en el campo de batalla sino en el del fútbol, o en los talleres de sus artistas y diseñadores, o en las páginas de sus escritores, y que sus clarines de la fama sonarán literalmente en su música.

En Estados Unidos, empero, el Estado tiene a sus hombros una larga historia de éxitos, que excita expectativas poco realistas. Por supuesto, la gran mayoría de estadounidenses piensa que la prosperidad y grandeza del país no son frutos de las intervenciones del Gobierno federal, sino de los esfuerzos individuales de los ciudadanos, dentro de un libre mercado. Pero están convencidos de que los elementos esenciales del Estado en el sentido más amplio de la palabra -la Constitución, el sistema federal, el control civil de las fuerzas armadas y, sobre todo, el sufragio democrático- han sido fundamentales para que la libertad floreciese y para que el progreso se mantuviese. El Estado ha servido, por tanto, según la opinión común de los estadounidenses, para crear un marco dentro del cual los ciudadanos han podido alcanzar todos los logros individuales que han contribuido a convertir la unión en la comunidad más rica y más poderosa del mundo.

El país nació del entusiasmo de la edad moderna por hacer realidad una utopía. Sus fundadores creían en el progreso y la perfectibilidad. Los Estados Unidos de América proclamaron su independencia en el Siglo de las Luces, cuando la idea clásica de que el Estado había de existir para aumentar la virtud de sus ciudadanos era de aceptación universal. Los norteamericanos siguen empeñados en la ambición de encarnar esa idea. En cambio, no creo que muchos españoles piensen así. Para ellos, el Estado es un inconveniente que se admite por motivos prácticos: para mantener la paz social, defender el territorio, arbitrar cuando hay conflictos de derechos, mantener la infraestructura económica, representar a los ciudadanos en el extranjero y ajustar las relaciones desiguales de la sociedad entre pobres y ricos...

El Estado de Bienestar existe sólo en un sentido material, relacionado con la salud y supervivencia del ciudadano. No se trata del bienestar espiritual ni moral. En España, mejorarse en el sentido moral de la palabra, es una responsabilidad individual o, para los creyentes, de la iglesia, no del Estado. Para los norteamericanos, en cambio, el Estado tiene fines trascendentales y un carácter indudablemente moral.

Para ser una agencia que gestione la moralidad, el Estado tiene que nutrir las virtudes naturales de los seres humanos y corregir sus vicios. Es por eso que el debate interno en Estados Unidos se contesta entre los que creen en la bondad innata de los humanos y los que no quieren fiarse de unos seres tachados por el pecado original. A diferencia de España, donde nadie milita para que las leyes intenten controlar la moralidad personal, en EEUU las cuestiones más controvertidas son morales y las posibilidades de los actuales candidatos a la presidencia dependerán de cuáles sean sus posturas sobre cuestiones como el aborto, la contracepción, el matrimonio homosexual, el consumo de licor y drogas, y el sueño utópico de eliminar los crímenes persiguiendo y extirpando a los criminales.

Para un votante estadounidense, no es suficiente que la gente sea buena. El Estado debe serlo también. La idea de que las leyes permitieran un mal, por razones prácticas o para reflejar actitudes sociales, no se le ocurre a nadie. Si el aborto es malo, el Estado tiene que prohibirlo y perseguir a las mujeres que lo sufren. Si el alcohol hace daño, hay que controlar su venta ferozmente. Si una droga subvierte el bienestar de un individuo o el bien de la comunidad, hay que lanzar una guerra contra los usuarios y traficantes y aun contra los campesinos pobres que la producen. Si la homosexualidad es un pecado, no se puede concederles a los gays los derechos de otros ciudadanos...

En España es difícil imaginar que tales leyes se propusieran seriamente, porque nadie piensa en intentar crear un Estado perfecto. Pero en EEUU se oyen propuestas de ese tipo casi a cada paso de las campañas de los aspirantes a la presidencia. El hecho, por extraño que sea, resulta comprensible una vez que se comprende la profundidad de la cultura norteamericana de la tradición clásica del Estado como fuente y padrón de virtud. Si en España hay quien piensa que en política la indiferencia moral es lamentable y que hay que insistir en la ética como base de la política, merece la pena pensarlo bien. Si queremos ser como los estadounidenses, que así sea. Impongamos leyes perfeccionistas y persigamos nuestras propias imperfecciones. Si no, sigamos limitándonos a fines modestos y prácticos. No insistamos en perseguir un Estado bueno, sino en un buen Gobierno. Como escribió el poeta inglés Alexander Pope sobre las luchas de los partidos: «¡Que contesten al Gobierno con rencor! Lo bien administrado es mejor».

Por Felipe Fernández-Armesto, historiador y titular de la cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad de Notre Dame.

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