España: una elegía apologética

«Miré los muros de la patria mía,/ si un tiempo fuertes ya desmoronados,/ de la carrera de la edad cansados,/ por quien caduca ya su valentía». ¿Quién no se reconocería en los versos de Quevedo al contemplar la actual decadencia de España, su desmoronada estructura institucional, su prestigio truncado por la traición de unos y la culpable indiferencia de tantos?

Yerran quienes reducen nuestro estado de postración a su dimensión económica y, con ello, predicen un reflote a corto o medio plazo. La colonización de la política por la economía muestra aquí una de sus más superficiales manifestaciones. La economía no es -por paradójico que esto suene- lo decisivo de nuestra decadencia. Pero es que, aunque lo fuera, tampoco podría predecirse una nueva primavera, apelando a la supuesta evolución favorable de variables macroeconómicas, por lo demás todavía muy lejanas de la economía real. Lo cierto es que, con una deuda pública situada en torno al 100% del PIB -un auténtico robo a las generaciones futuras-, nadie puede abrigar una razonable expectativa acerca de que nuestro hundimiento económico revierta.

España una elegía apologéticaPero la economía no es mi tema. De hecho, la reducción del mundo de la vida a la economía, y ello en el peor de los sentidos de esta última -esto es, el del capitalismo financiero y del consumismo-, tiene bastante que ver con el derrumbamiento del Reino. En nuestra reciente historia, tan contraria a los valores que nos dieron un lugar preeminente entre las naciones del mundo, la cantinela del «tanto tienes, tanto vales» ha devenido en imperativo categórico y se ha practicado ad nauseam. Se ha preferido sistemáticamente los barcos a la honra, para acabar perdiendo tanto los unos como la otra. Por lo demás, no es seguro que en esta historia quepa singularizar a unos pocos culpables. Por el contrario, y aunque evidentemente en esto, como en todo, haya grados -y muy relevantes en términos cuantitativos- la gangrena se halla bastante extendida. La reciente anécdota del neopolítico y presunto veterocorrupto Errejón podría ser una muestra de ello.

La decadencia nacional va asociada fundamentalmente al deterioro irreversible de la estructura institucional establecida en la Constitución. Este deterioro no se debe sólo a la carcoma de la corrupción económica, sino también -y mucho antes- a la perversión del sistema de democracia de partidos propio del modelo de 1978. Precisamente aquí la tentación de concluir post hoc, ergo propter hoc se hace difícilmente vencible. A estas alturas, disponemos de elementos de juicio suficientes para afirmar que los iniciales consensos fueron degenerando de forma cada vez más patente y obscena en cambalaches, no sólo entre los grandes partidos nacionales sino también de éstos con los desleales partidos nacionalistas sedicentemente preterconstitucionales. Y, como en el tango de referencia, «¡Hoy resulta que es lo mismo/ ser derecho que traidor!.../ ¡Ignorante, sabio o chorro,/ generoso o estafador!/ ¡Todo es igual!/ ¡Nada es mejor!/ ¡Lo mismo un burro/que un gran profesor!».

Esta es, entre otras, una de las grandes evidencias del fracaso final de una o dos generaciones de políticos. En efecto, si es cierto -como dijera Jean Monnet- que «los hombres pasan, pero las instituciones quedan» y que «nada se puede hacer sin las personas, pero nada subsiste sin instituciones», entonces cabe concluir que la traición de quienes recibieron el valioso legado de la Transición ha arrastrado el colapso institucional, manifiesto en el sistema de partidos, el modelo electoral, la organización territorial y la totalidad de los más delicados órganos del diseño constitucional del Estado.

Quizá lo más dramático del hundimiento sea que, en este caso, el responsable no ha sido nuestro cainismo histórico, que pintara Goya en su genial Duelo a garrotazos. No ha sido, ciertamente, la contraposición de las dos Españas -la que muere y la que bosteza- que repudiara Machado. Ni siquiera el de aquellas con la -más o menos- enigmática tercera España, a la que loaba en su poema sobre El mañana efímero: «Una España implacable y redentora,/ España que alborea/ con un hacha en la mano vengadora,/ España de la rabia y de la idea». No.

Los responsables deben situarse, en primer lugar, en todos los partidos políticos, en su miopía cortoplacista, en su falta de patriotismo, en su desprecio por el bien común, en su olvido de nuestra tradición, en su repulsa y desconfianza por las élites independientes, en su sordera ante las constantes demandas de regeneración efectuadas desde los mejores altavoces mediáticos de nuestra sociedad. Por poner sólo un ejemplo: el fracaso de la posible y deseable entente Ciudadanos/UPyD, se deba a quien se deba, nos devuelve a lo peor de nuestra historia de personalismos caudillistas.

Pero también son responsables los poderes económicos que, plenamente subordinados a la agenda política, cuando no la marcaban, abandonaron gustosos el capitalismo del esfuerzo y del trabajo por la especulación financiera y el rendimiento a coste cero. Y en medio del páramo institucional, una sociedad en buena parte adocenada por el consumismo, la vulgaridad en tiempo real, el entretenimiento y la visión del mundo como mero parque temático. Ahora bien ¿qué decir de aquel amplio sector de la sociedad española, todavía no amortajado en vida (Bergamín), ni indiferente al dolor ajeno, sino solidario, sacrificado, entusiasta? Pues lo mismo que en el Cantar de Mío Cid: «¡Dios, qué buen vassallo, si oviesse buen señor». Pero debe comprenderse que por momentos incluso entre ellos cunda la especie de que somos españoles los que no podemos ser otra cosa, como en la desdichada frase de Cánovas del Castillo que hiciera suya el propio Luis Cernuda.

De esta situación de postración, desengañémonos, no se sale a base de apelaciones al patriotismo constitucional, por mucho que éste se presente, en la tradición del republicanismo filosófico, consustancialmente orientado a la búsqueda y consecución del bien común. Mucho menos en un momento de desprestigio de la propia Constitución de 1978 como el que ahora vivimos. Por lo demás, el gran difusor de la idea, Jürgen Habermas, también alertaba de los peligros de la colonización del mundo de la vida por el Derecho. Las leyes -la Constitución es una Ley- no lo pueden todo. Aunque haya aquí algunos aspectos decisivos que sería importante que calaran: en particular, la idea de que el Derecho no es una mera expresión de la voluntad del más fuerte o de la voluntad mayoritaria, sino el reflejo de la razón ordenada al bien común; y que, por tanto, debe existir una verdad objetiva y un derecho común a todo el mundo, porque el género humano es sólo uno y los hombres somos esencialmente iguales. No en vano, ésta es una de las grandes aportaciones de los teólogos juristas de la España del S.XVI a la historia de las ideas, como tuvo que recordar el siglo pasado Ramiro de Maeztu.

En realidad sería necesario retomar el patriotismo como tarea vital de todos y cada uno, en la línea de nuestra mejor tradición. Una tarea cuya asunción conllevaría una reforma moral consistente en el cultivo general de la virtud pública y privada, en la familia, en el trabajo, en toda la comunidad, con la perspectiva de construir una «ejemplaridad de todos para todos» (Gomá). Una auténtica revolución desde abajo, que no predique sólo, sino que actúe: que empiece por la reforma del yo personal y acabe expulsando los demonios de nuestra historia reciente.

Quizá sea tarde para ello, y los demonios hayan podido ya con nuestra madre España (Gil de Biedma). De ser así habrá que concluir con él que «de todas las historias de la Historia/ la más triste sin duda es la de España/porque termina mal». Pero aun entonces deberán brillar las palabras de León Felipe: «¡Hispanidad... tendrás tu reino!/ Pero tu reino no será de este mundo. Será un reino sin espadas ni banderas, será un reino sin cetro./ No se erguirá en la Tierra nunca; será un anhelo/ sin raíces ni piedras, un anhelo que vivirá en la Historia sin historia... sólo como un ejemplo./ Cuando se muera España para siempre, quedará un ademán de luz en la luz y en el aire... un gesto.../ Para crear la hispanidad hay que morirse, porque sobra el cuerpo. Hispanidad será este espíritu que/ saldrá de la sangre y de la tumba de España para escribir un evangelio nuevo./ Hispanidad será aquel gesto vencido, apasionado y loco del Hidalgo manchego./ Sobre él los hombres levantarán mañana el mito quijotesco/ y hablará de Hispanidad la historia/ cuando todos los españoles se hayan muerto». Amén.

Jesús-María Silva Sánchez es catedrático de Derecho penal y abogado.

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