Llevamos mucho tiempo utilizando viejas etiquetas para tratar de orientarnos en el mundo, tales como: potencias hegemónicas, híper o súper potencias, naciones vivas y moribundas, estrellas emergentes y declinantes, estados de derecho y estados gamberros. Pero la crisis financiera global no sólo se ha llevado por delante economías enteras, sino también algunos relatos: las ocho civilizaciones en discordia (Samuel Huntington); los Estados pre-in-post modernos (Robert Cooper); el reinado de las democracias liberales (Francis Fukuyama); e incluso ese otro cuento chino, más reciente, del triunfo del modelo de autocracia capitalista. Sabemos muy poco del presente. Y sin embargo, entre la nebulosa conceptual en que vivimos, se va perfilando algo que podríamos llamar potencias decadentes. ¿Qué son, y qué significan para un país como España?
Primero, hay una diferencia con el pasado: una potencia decadente no es estrictamente un país perdedor frente a otros. A resultas de la globalización, hoy no existen ganadores natos: todos pierden. Es cierto que, de cumplirse por una vez las previsiones del Fondo Monetario Internacional, en 2013 el crecimiento del PIB de EE UU (1,2) y el estancamiento de la zona euro (en torno al 0,8), quedarían muy por debajo de la media de los países emergentes (5,9). Aún es pronto para cuantificar el perjuicio en términos de comercio e inversión por el estancamiento del bloque occidental (graciosamente, siempre incluimos a Japón ahí). Pero está claro que es una mala noticia para China; lo cual a su vez es malo para Brasil, y también para India, México, o la pujante Turquía: es por esto que el futuro del euro se ha convertido en un asunto de Estado mundial. En otras palabras: la crisis demuestra que no existe el llamado decoupling entre ricos y emergentes – en realidad, un remake del naciones vivas y moribundas inventado en 1898 por Lord Salisbury. Por otro lado los recién emergidos empiezan a vivir su primeros síntomas de depresión: nubes de polución letal, burbujas financieras, conflicto social, o riesgo nuclear. Y también están comenzando a pagar los costos del ya no tan advenedizo, cuando éste tiene que adaptarse a un régimen internacional de derechos, comercio, inversión o cooperación al desarrollo. Muy lejos queda ya el siglo XX, cuando la desgracia ajena podía beneficiarle a uno. Si hoy el barril de crudo Brent se dispara por encima de los 150 dólares a resultas de un conflicto con Irán, las naciones vivas —progresivamente más distantes entre sí— se encontrarían sin cortafuegos frente al resto. Finalmente, los maltrechos EE UU, Europa o Japón continúan a gran distancia de sus perseguidores en renta per cápita, cohesión social, educación, acceso a bienes públicos, competitividad de sus economías, o inversión en I+D.
En segundo lugar, una potencia decadente es algo menos que una potencia declinante. No sólo encarna un estado de cosas objetivo —índices económicos, sociales, o institucionales a la baja— sino una enfermedad moral: una malaise, resultado de un cuestionamiento, desde dentro o fuera, que acaba incidiendo en el estado mental colectivo. Como lejanos precedentes podría pensarse en el Reino Unido de los setenta y parte de la era Thatcher; el neoliberalismo en Francia en los noventa; o Argentina desde la dictadura hasta su suspensión de pagos. Casos actuales serían Grecia, la Italia post-Berlusconi, el Japón deflacionista —al que su ventaja tecnológica no le salva de su depresión post- Fukushima— y por supuesto, la Rusia de Putin, que es la decadencia hecha país, a la espera de que un eventual estallido social revierta la situación. Frente a éstos, EE UU, con Obama a la cabeza, se aferra aún más a su voluntad de primacía que a Silicon Valley o sus Fuerzas Armadas, a pesar de su industria desmantelada, sus lobbies, su marginación social, sus predicadores o su quebrada California. Quizá los mercados-vampiro huelen esa diferencia entre una economía declinante, y una economía decadente que ya no cree en sí misma. Incluso, el vecino mejicano, a pesar del narco y de estar ausente de la región, muestra signos de repunte vital.
Es en la constelación de potencias decadentes, estancadas y en pleno bajón moral, donde cobra su auténtica dimensión lo que acontece a una sociedad de nuevos ricos como la española. El virus de la decadencia se contagia a través de las clases medias globales, allí donde estén. En sólo tres décadas, España pasó de recibir ayuda al desarrollo, a superar en renta per cápita la media de la UE-27. Ahora ha retrocedido a niveles de hace diez años; pero en términos anímicos sufre algo parecido a un síndrome de 1898, solo que esta vez perdemos más que Cuba y Filipinas. El país lleva demasiado tiempo resignado a tasas de paro astronómicas, la marginación de los jóvenes, la anemia del Parlamento, el bloqueo de la Judicatura, o las corruptelas en los partidos, jamás castigadas en las urnas. Desde la Gran Depresión de los años treinta sabemos que, cuando las clases medias ya no aspiran a ascender en la escala social, sino sólo a no caerse hacia abajo, el miedo impide canalizar el descontento por medio de la política, o a trabar alianzas con los desclasados, como se está viendo en relación al 15-M. La confianza de la ciudadanía en políticos y banqueros cae por los suelos, y Europa deja de ser la solución para convertirse en un problema, como reflejan las encuestas del CIS y el eurobarómetro. En este momento nada parece encontrar su sitio. No las instituciones: la judicatura, los partidos, los sindicatos, incluso la Casa Real. Tampoco las políticas: dos meses de Gobierno del PP apuntan a un claro retroceso en políticas que conciernen especialmente a las generaciones más jóvenes: la educación, el cuidado del medio ambiente, o la energía renovable. Vivimos un éxodo de decenas de miles de talentos una caída demográfica - eliminada toda “subvención” a la natalidad -, que van a poner aún en mayor riesgo las pensiones de una juventud sin oportunidades. En los índices de la OCDE España desciende puestos en igualdad, educación, e I+D+i, condenándonos a la baja competitividad que nos emparenta con griegos, portugueses e irlandeses. ¿Con todo esto se puede armar un proyecto serio de marca España?. Nuestras grandes multinacionales con implantación exterior —aunque cada vez más globales y menos españolas— suponen una fortaleza. Pero nadie es ya insustituible en Latinoamérica, África o Asia, y los emprendedores de las pymes tienen muy difícil el despegue.
Habitar un mundo de potencias decadentes no es ningún consuelo. España se acerca peligrosamente a ese umbral de difícil retorno entre la recesión y la depresión. Nuestro destino ya es inseparable de una Europa donde Alemania se ha inventado un nuevo Tratado entre gobiernos que impone el mantra de la triste austeridad. España debe elegir si quiere reclamarse de 1812, la Constitución de Cádiz, o parecerse a 1898, el desastre físico y moral. Ahora toca inventar un gran proyecto por el crecimiento y la participación social, capaz de convocar a la ciudadanía española y europea.
Por Vicente Palacio, director adjunto del Observatorio de Política Exterior Española (Opex) de la Fundación Alternativas.