¡España va bien!

"España va bien” fue el eslogan que imperó durante los ocho años de las legislaturas populares —1996- 2004— cuando España crecía más que sus socios en términos reales, aumentaba la ocupación y reducía su déficit público. Si midiéramos el éxito económico por esas mismas variables, España no solo siguió bien, sino que fue aún mejor durante la siguiente legislatura socialista cuando consiguió la tasa de paro más baja de la democracia, unos niveles de inversión espectaculares, tres años de superávit presupuestario, y la proporción de deuda pública sobre el PIB más baja de los grandes países desarrollados. El Reino de España consiguió entonces la mejor calificación posible —tres triples A— por parte de las tres agencias de rating, lo que no se había conseguido antes, ni se ha conseguido después.

Es normal que los Gobiernos destaquen lo que va bien y no solo por obvios intereses electorales, sino también porque un cierto optimismo es necesario para sostener el ánimo de los agentes económicos. Pero es útil y necesario que, al mismo tiempo, existan otras voces de órganos o analistas independientes que subrayen lo que no va tan bien.

Fue importante entonces, cuando todo el mundo estaba eufórico, que alguien, en contra de la visión de que España iba bien, dijera que esa burbuja pincharía y caería la actividad del sector inmobiliario y que el Gobierno no había preparado al país para este cambio en la estructura de la demanda y de la oferta. Muy pocas voces dijeron entonces, en contra del pensamiento oficial, que para evitar esa crisis era necesario adoptar políticas de aumento de la competitividad exterior y de la productividad, justamente lo que no hacía un Gobierno que se autodenominaba reformador.

España va bienNo se hizo caso entonces a estas y otras advertencias similares, con lo que, durante más de una década, el crédito creció sistemáticamente por encima del PIB, se fue perdiendo competitividad dentro de una unión monetaria y la crisis estalló con las consecuencias dramáticas que hemos vivido y seguimos viviendo.

Lamentablemente aquellas advertencias fueron ignoradas por los políticos, pero sería injusto decir que solo ellos fueron los sordos, pues la mayoría de la población tampoco quería oír a los pepitos grillos que venían a fastidiar las visiones optimistas. No solo fueron los ministros y demás responsables políticos de entonces los que en plena burbuja, en el año 2003, negaron que existiera una burbuja inmobiliaria, sino que así lo hicieron la mayoría de los empresarios, analistas y comentaristas, hasta que empezó a desinflarse en la segunda mitad de 2006. En este periódico García Montalvo ha explicado cómo la gran mayoría de los yoyalodije, esa legión de comentaristas que ahora dicen que entonces ya veían ellos los problemas que se estaban acumulando, no escribieron ni una sola línea en aquel momento diciendo lo que ahora dicen que dijeron. Lo debieron decir a sus amigos o familiares porque, cuando se va a la hemeroteca, como ha hecho Manuel Illueca en un documentado artículo, se comprueba que fueron muy pocos los españoles que se escaparon de caer en aquel ambiente de euforia generalizada.

Ahora estamos viviendo otro episodio de optimismo. El Gobierno se esfuerza en mostrar que España va bien y destaca las variaciones de décimas en los crecimientos trimestrales de algunas variables. Es natural que, igual que antes, empresarios y ciudadanos se apunten a este optimismo y, como entonces, las voces que señalan los problemas de largo plazo se escuchen menos. Por ejemplo, la de Paul de Grauwe, que acaba de poner al día los problemas que Krugman señaló hace años en su artículo The Pain in Spain.

La propaganda actual se esfuerza en señalar que la prima de riesgo ha caído gracias a la difícil aunque exigua reducción de déficit público y a la importante reestructuración bancaria ejecutada a lo largo de los últimos seis años. Sin embargo, Paul de Grauwe muestra que si el coste de la deuda española ha caído no se debe a lo que haya hecho el Gobierno español, ni el griego, ni el portugués, sino a las actuaciones del BCE. Por ello, no deberíamos prestar tanta atención al coste de la deuda, que depende menos de nosotros, como a su volumen alto y creciente, que depende más de lo que hagamos los españoles. Y es que la deuda pública sobre el PIB, que en 2011 estaba alrededor del 70%, ha alcanzado en dos años y medio el 100%, y esta tendencia, como muestra De Grauwe, complica su sostenibilidad.

Durante la burbuja de 1996-2007 había razones para decir que España iba bien. Y también las hay ahora. Pero ahora como entonces sería recomendable hacer caso a los pepitos grillos que señalan lo que no va bien para evitar darse un batacazo como el que se produjo al final de la burbuja y cuyas secuelas siguen sufriendo los españoles. Está bien mantener una actitud optimista, pero solo si a la vez se acometen las reformas incómodas, aquellas que no emprenden los políticos y no porque sean malos o tontos, sino porque, como recuerda Benito Arruñada, no les gustan a los electores. Y esas reformas seguirán sin hacerse si, a diferencia de lo que sucede en las democracias anglosajonas, seguimos dejando a los Gobiernos y a la oposición enfrentarse en duelos de populismo sin que estén obligados a discutir ilustradamente en el Parlamento, aportando la información y los análisis disponibles, de tal forma que se consideren los efectos positivos, pero también los efectos perversos de las distintas políticas que se proponen. Solo así los electores podrán tener más elementos que los de las declaraciones meramente populistas y podrán favorecer las reformas que ya están en vigor en otros países desarrollados.

El optimismo tiene el efecto positivo de levantar el ánimo de los agentes económicos, pero también tiene un efecto muy negativo, el de liberar a los Gobiernos de la necesidad de reformar. Como España va bien, ya no hay necesidad de acometer las reformas importantes, las difíciles. Basta con aprobar numerosos paquetes de medidas, muchas veces intrascendentes, que den la impresión de que se sigue reformando.

Los pepitos grillos de hoy coinciden en que España tiene dos graves problemas económicos por resolver. Uno, el de reembolsar un altísimo y creciente volumen de deuda pública sin tener moneda propia, problema que compartimos con otros países periféricos, sin que esa compañía pueda servir de consuelo. El otro es el insoportable nivel de desempleo estructural, y este es un problema específicamente español ya que ningún país europeo —excepto Grecia— se acerca al nivel casi trágico alcanzado por España. Mantener un optimismo incondicionado pensando que sin acometer reformas importantes, estos dos problemas se resolverán por si solos, es peligroso. Porque, aunque algunos de sus efectos negativos no se muestren mientras el BCE mantenga su política, esos efectos aparecerán con crudeza en el futuro.

Tampoco deberíamos pasar del actual optimismo incondicionado a un pesimismo pasivo y aceptar sin más, como empiezan a sugerir algunos analistas internacionales, que esos dos problemas hundirán sin remisión a la economía española. Es hora de apuntarnos a un optimismo condicionado: si se explica al país estos problemas, si el regalo del BCE —poder financiarnos estos años a un coste menor que Noruega—, se aprovecha para acometer las reformas importantes, sin duda España irá bien. Los mercados están apostando a que el BCE seguirá manteniendo esa política bastante tiempo y España podrá ir bien cuando termine si aprovecha este tiempo para reformar. Pero si no, no.

Miguel Á. Fernández Ordóñez fue gobernador del Banco de España.

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