España vale la pena

No pensemos que la cuestión de Cataluña, ya sea su engarce en España o la secesión, se va a terminar. No solo está aquí para quedarse, sino que se está infectando. Lo ocurrido en los últimos meses se puede ver como un desastre, pero también como una oportunidad para lograr una España que valga la pena para una mayoría amplia, en Cataluña y en el conjunto del país. Una España de libertades, de diversidad, en la que cualquier ciudadano de cualquier rincón del país tenga derecho a los mismos servicios y prestaciones. Una España de la solidaridad organizada a través de impuestos, cotizaciones, prestaciones e infraestructuras. Y, también, una España capaz de integrar como ciudadanos a varios millones de inmigrantes que se van a quedar y cuyos descendientes ya son españoles de hecho y de derecho.

Pero España está en crisis. Y si no la reflotamos en su conjunto no nos salvaremos. Está en crisis por la situación económica y por el deterioro institucional. Pero también porque hemos dejado de conocernos entre nosotros. Más allá del turismo o los viajes de negocios, que son otra cosa, en España se circula poco. Los trabajadores no circulan, presos no ya del paro, sino de un régimen inmobiliario que les disuade y de un excesivo apego al terruño. Y cada vez menos los funcionarios, ya sean jueces, profesores o maestros, integrados en aparatos administrativos autonómicos. Algo se ha perdido en el camino, incluido lo que aportaba en términos de conocimiento mutuo —pues para mucho más no servía— la mili. A millones de varones les sirvió para conocer oportunidades en otros lugares de España y hacer amigos de diversa procedencia social y geográfica de forma íntima, que es como de verdad se conoce la gente; no a través de los libros y los medios. Los españoles hemos perdido en conocimiento mutuo íntimo.

Ese gran desconocimiento alimenta recelos. Aunque el nacionalismo español sigue siendo muy poderoso, ya no se enseña el “una, grande y libre” en las escuelas. Tampoco sirve identificar a Madrid —una nueva realidad— con una visión esteparia de Castilla o con un aparato estatal absorbente. De la misma manera no se puede ignorar que Andalucía o Galicia tienen identidades reforzadas por 30 años de experiencia autonómica. Y este desconocimiento lleva a muchos a creer que en Cataluña se habla catalán para fastidiar y cuando la visitan descubren que es algo natural para grandes sectores de la población, y que no es el castellano el que está allí en peligro. El problema de la educación hoy en España no es ese, sino de nivel de comprensión general, de inglés y de matemáticas.

Lo dicho, hemos dejado de conocernos. Y no tiene fácil solución.

Los nuevos medios no solo no acercan sino que alejan. Oigo a muchos catalanes, quizás porque no estaban acostumbrados a lo que veíamos y oíamos en Madrid, quejarse del maltrato en algunas cadenas que ahora les llegan a través de la TDT. Importa. Como importó en su día que se les cerrara el paso hacia Endesa al grito de “¡Antes alemana que catalana!”. No se ha olvidado. En el terreno educativo sería razonable que algún poema de Joan Maragall o Rosalía, como poco, y quizás nociones de catalán, euskera y gallego se estudiaran en secundaria en toda España.

Quizá el Estado autónomo ha resultado en una serie de jaulas, más que de reinos de taifas. La Transición fue un éxito, pero las razones del mismo comportaron también las semillas de lo que hoy pasa. La Constitución se hizo casi irreformable y está, 34 años después, necesitada de algo más que de retoques: una rescritura en profundidad en numerosos aspectos, incluida la de un lenguaje en algunas materias propio de otro tiempo. No es que la reforma vaya a ser suficiente, pero es necesaria, sin entrar aquí en el por ahora vacío término “federal”. Algunos consideran que no es necesario meter al país en esta complicación y que todo se puede resolver con acuerdos, nuevas leyes y reinterpretaciones, pero cuando el sistema, las instituciones constitucionales, se están deslegitimando, los apaños no bastarán. No es que haya que reformar la Constitución para satisfacer a una gran parte de los catalanes, sino porque lo necesita la política española. Pero probablemente lo primero que haya que hacer es abrir un debate y llegar a conclusiones razonables sobre qué reformar y en qué dirección, Parte del problema ahora es que hay tal alboroto que no hay ideas claras.

El país y el edificio constitucional que había que construir en los setenta estaba claro: una democracia europea. Solo se innovó de verdad en la cuestión de las autonomías, y el consenso ocultó deficiencias técnicas fundamentales. Una Constitución debe tener vocación de integrar generaciones, y la reforma, sometida a referéndum en el conjunto de España, permitiría conectarla con ese sector de la población que no tenía la mayoría de edad o que no había nacido, cuando se aprobó en 1978. Permitiría relegitimarla. Es verdad que se corre el riesgo de un rechazo en Cataluña o en el País Vasco, pero no pasará si se hace bien; y ese es el reto. La alternativa a no hacerlo es ir al empantanamiento y a la deslegitimación del sistema. La iniciativa está en manos del Gobierno y del PP. La operación requiere un liderazgo y altura de miras que hasta ahora no han aparecido, pero que son imprescindibles cuando la sociedad española aparece profundamente dividida.

En Cataluña, el momento es complicado. Puede que haya un sentimiento de que la crisis de España ha lastrado sus propias posibilidades. Desde el resto de España las cosas se pueden ver de otro modo. Pese a la teoría orteguiana de la “conllevancia”, tampoco un país puede pasar tres décadas, y otras tantas con vistas al futuro, hablando de lo mismo: el “encaje” o la “comodidad”. Eso detrae cantidades enormes de energía, y provoca reacciones negativas. Lo ocurrido en estas semanas indica que así no se puede seguir, pero también que nadie tiene un mejor proyecto alternativo que España. España vale la pena si salimos juntos de esto. Y para ello necesitamos un proyecto de país, como el que hubo en 1978, del que carecemos hoy.

Todo este debate, y la corta e intensa campaña secesionista de Artur Mas, se ha hecho con opiniones y tergiversaciones. En política, el lema de Napoleón de On s’engage; et puis on voit —seguido por Mas hasta ahora— es sumamente peligroso. Sería conveniente acordar metodologías razonables para realizar estudios fidedignos sobre balanzas fiscales, relaciones financieras y comerciales, lengua y otros aspectos, si se quiere debatir en ese terreno. También hay que pensar en la UE y qué Europa impulsamos con este debate. ¿Una Europa de enanos en la que imperen (si acaso) las instituciones centrales y Francia y Alemania (con Polonia en el trasfondo)? ¿Es esa la Europa que queremos y el papel que queremos jugar? Una Europa en la que, por cierto, pese a la integración a marchas forzadas en la que estamos, los Estados no desaparecen —son muy tenaces—, sino que se transforman de Estados nacionales en Estados miembros.

Hoy no solo los otros europeos, sino también los chinos, como hemos podido comprobar recientemente, están sumamente preocupados con estos vientos secesionistas en España que afectan a la imagen y credibilidad del conjunto del país y de Europa. Esto no es un juego de suma cero en el que lo que pierde una parte lo gana la otra. Es un juego en el que todos perderemos. Tanto Cataluña como el conjunto de España tienen mucho que perder si no logran encauzar estas diferencias, que también son diferencias internas en la propia Cataluña. Pero la descatalanización de España sería un desastre. El resultado de esto pueden ser dos mutilados, o más, ya que de la primera mutilación resultará una desmembración. Ni los catalanes, ni los españoles, ni los europeos nos lo podemos permitir.

Rectifiquemos.

Andrés Ortega

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