España vertebrada

España, con quinientos años de historia, está vertebrada. De lo contrario, se hubiera fracturado con los desmesurados embates que recibe y la prudencia con la que se la defiende. Su consistencia parece forjarla un blindaje invisible de la Constitución, Televisión Española, el deporte español, el idioma castellano, el mercado interior, la Unión Europea…; y como contrafuerte, la esencia patria que representa la Corona.

Pero, la experiencia del 9-N que acabamos de vivir, ¿no es acaso prueba de desvertebración? Todo conduce a pensarlo, pero quizá solo en un plano exterior y en un determinado porcentaje que no hay que minimizar. Los nacionalistas rara vez se salen con la suya: los tibetanos reclaman a China una cuarta parte de su territorio y Escocia y Quebec siguen diciendo que en sus referendos les engañaron. A la hora de la verdad, un concepto motor basado en la duda legal, la fractura familiar y la aventura económica, genera «una fuerza menor» que no puede con estructuras más consolidadas.

España vertebradaLa Constitución ha sido el argumento de cohesión más invocado durante el proceso del 9-N. La ley, como suprema ratio, ha «sobrevivido» ayudada por un miedo funambulista, originando un respeto que, sin llegar al aprobado alto, no tuvo en tiempos de la República. Conforme se vaya poniendo más a prueba se desgastará y como cualquier engranaje delicado, podría aconsejarse su revisión si los cambios fueran pocos e imprescindibles para la convivencia futura.

Más inadvertida ha pasado la aportación de Televisión Española al acoplamiento de España. En su papel integrador ha dado clases de historia, literatura o gastronomía, así como ha proveído de noticias que intereses particulares ocultaban en otras cadenas, dejando un poso patrio tan profundo que se estima en un setenta por ciento superior al que participó en el pasado comicio, en que vimos, gracias a ella, a un Junqueras que, en un alarde democrático, se nombraba presidente de la mesa de las votaciones, votaba y decidía sobre lo votado. Para terminar, la televisión también en su día exhibió los éxitos de la «Roja» o la «Davis» que han permitido una cohesión entusiasta y circunstancial.

Lo que no es circunstancial es el auge mundial de nuestro idioma y su asentamiento nacional, en donde el 98% de los españoles hablan el castellano, mientras que el mandarín solo lo platican la mitad de los chinos y el catalán, el 78% de los catalanes. Estos datos deberían desdramatizar el debate de las clases de español en las comunidades bilingües; sin olvidar de contrario el pragmatismo de Irlanda, que con un estado propio, adopta el inglés como suyo y reconoce la enseñanza de su lengua detrás de la del español y el alemán.

Otro factor de estabilidad es el mercado interior. Es cierto que las grandes compañías catalanas han evitado hasta ahora singularizarse, pero sus decisiones silenciosas y los presupuestos de publicidad subliminal, apoyando la idea de unidad (la Caixa en los programas deportivos) han sido concluyentes, y llegado el momento lo serán más. Es obvio que el desenlace de los cismas es arriesgado por imprevisible. En Checoslovaquia, que vivió una de las rupturas más amistosas conocidas, para cubrir por avión los trescientos cincuenta kilómetros de distancia entre capitales ahora se precisan cuatro horas.

En 2011, ABC avanzaba que Europa, ya tocada por la crisis, no podía asumir el fenómeno separatista, consciente de la diferencia que hay entre gestionar veintiocho países y lidiar con la fuerza centrífuga de un centenar de regiones. Claro que esas pulsiones tampoco son fijas. En la manifestación de la Diada, alguien recordaba el desfilar por la Diagonal, hace cincuenta años, de las centurias de la falange con hachones de fuego jaleadas por masas enfebrecidas que no entonaban «El Segadors» precisamente. Esas masas ingrávidas gritan más el dolor de los ochocientos mil parados en Cataluña que su remedio, que desearían creer que es la independencia. Su vacilación podría galvanizarla un aumento del empleo, un liderazgo más centrado en Cataluña, una pedagogía nacional sustituyendo las emociones prefabricadas; o incluso una película, como ocurrió en el País Vasco.

La lista de los factores de vertebración citados no se daban (la mayoría ni existían) en tiempos de don José Ortega y Gasset cuando escribió «España invertebrada». Otra cosa sería exagerar las virtudes de la integración nacional, pues un país puede convertirse en un estado fallido (pensemos en nuestros recientes y bochornosos escándalos de corrupción) con toda su osamenta en regla. De ahí que ensimismarnos en lo constitutivo, unos y otros, cuando patina el fundamento moral, puede ser enfocar el problema equivocado.

A pesar de nuestra relativa vertebración, un chaparrón de astenia ha empañado últimamente la visión de nuestro futuro. Aunque el separatismo lo tenga complicado, la unidad absoluta es imposible. La integración de una nación, más que una premisa es una consecuencia. Su firmeza radica en compartir un proyecto de vida que con cursilería ahora se adjetiva de «ilusionante». Lo del «proyecto ilusionante» en el caso de Cataluña corre parejo al problema acaecido: una horrible gestión del tripartito y una aguda crisis económica facilitaron a sus herederos más oportunistas desviar recursos hacia el soberanismo culpando a España de sus males. A esos líderes, la sociedad ha de llevarlos a los tribunales, para no enviar la señal equivocada de que la próxima vez será más fácil. Ahora bien, una cosa es el respeto a la ley y otra la solución del problema. Si el diagnóstico fuese acertado, la opción sería «trabajo y oportunidades»; algo que llevará tiempo, aunque el hartazgo ciudadano juega a favor del Gobierno. Entretanto, unas conversaciones publicitadas y argumentadas dentro de la ley, y centradas en la economía (buscando el virtuoso equilibrio entre justicia y solidaridad) ayudarán en unas próximas elecciones que no hay que temer. Las «plebiscitarias» sacarían a la calle a la Cataluña recuperable y permitirían trasmitir otro punto de vista. Decía Renan que una nación es un plebiscito cotidiano. Cuando a principios de siglo parecía que nos íbamos a convertir en la séptima economía del mundo, todos los españoles tenían un proyecto por el que hubieran votado. Ni era la independencia ni era la unidad. ¿Recuerdan cuál era?: el suyo.

Las asociaciones constitucionalistas catalanas han de trasladar a sus paisanos y familiares que el drama de la independencia sería el que experimentase un buen leñador trabajando en los Monegros, con mayor posibilidad de encontrar trabajo en España que en una Cataluña aislada. Porque: si para seguir en el euro necesitaría la aprobación de Europa, si para entrar en Europa precisaría la aprobación de España, si para vender sus productos en Andalucía requeriría la connivencia de los andaluces o si para jugar en la liga tendría que pedir permiso al Real Madrid, ¿se puede explicar de qué tipo de independencia estaríamos hablando? ¿Resultaría acaso, ese, un proyecto atractivo? No. Su plebiscito cotidiano como nación sería desolador; y su error, buscar soluciones a corto plazo, en fórmulas de maduración longeva.

José Félix Pérez-Orive Carceller, abogado.

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