España vista por un inglés

Se quejaba Ortega y Gasset de que las élites intelectuales francesas apenas se habían interesado por España excepto para preguntar displicentemente qué había hecho por Europa. Y se consolaba con que los pocos interesados lo hicieron con tanta pasión que parecen haberse contagiado de nuestro volcánico temperamento. Mauricio Barres, por ejemplo.

Con la intelectualidad inglesa ocurre algo muy distinto. El interés por España es tan amplio como antiguo, tal vez por haber sido el primer estado-imperio de la Edad Moderna, con posesiones tanto en el Nuevo Mundo como en el Pacífico, algo que interesaba a Inglaterra, una isla a fin de cuentas, con el mar como vía de expansión. Que tarde o temprano tendría que vérselas con nosotros no podía escaparse a mentes tan finas como las suyas, sobre todo después de los fallidos intentos matrimoniales entre ambas coronas y de la mal llamada Armada Invencible. A los ingleses les ha fascinado el final de los imperios, y la obra de Gibbon sobre la decadencia del romano sigue siendo la clásica sobre el tema. Puede que para evitar la decadencia del suyo, en lo que pueden estar ya.

Pero me estoy dejando llevar por la épica de la historia a grandes rasgos, sin haber abordado el tema del que quería hablarles. Acaba de morir John H. Elliott, no voy a decir el mejor hispanista inglés, pues la historia, por lo que tiene de arte junto a ciencia, sólo admite la clasificación de buena o mala, según que el historiador se atenga a «los hechos tal como ocurrieron», según la definición de uno sus más ilustres cultivadores, Leopold von Ranke, o se deje llevar por sus preferencias personales, convirtiéndola en relato de buenos y malos, más cerca de la literatura que de la ‘verdadera historia’, o sea, de Alfonso X que de Berceo.

Con una sólida formación, que comenzó en Eton, cuna de la intelectualidad británica, Elliott se doctoró en Historia en Cambridge. Fue catedrático en el King’s College, en Princeton y en Oxford, lo que significa cubrir todas las bases de su campo. Pero no se redujo a él, sino que lo completó con visitas a los lugares donde ocurrieron los hechos que estudiaba, para comprobar en qué habían devenido al cabo de los siglos, sin olvidar los museos, esos testigos mudos del pasado. Hasta tal punto le «impactó», fue su palabra, el retrato ecuestre del conde-duque de Olivares en el Prado que centró sus estudios en la España del siglo XVII, la de los últimos Austrias.

No fue tan duro con el valido de Felipe IV como otros biógrafos, en primer lugar por encontrarse más problemas y más graves que sus antecesores en el cargo, e incluso le reconoció dotes de estadista y afanes reformadores en los terrenos que tenía abandonados, como la educación y la administración. Pero ya no era la España que se ampliaba en ultramar por ambas orillas, sino la que tenía que ver con las insurrecciones dentro. Ello le llevó a Barcelona, para estudiar sobre el terreno las causas del primer alzamiento catalán. Tuvo la suerte de que en aquel momento, Vicens Vives formaba una hornada de historiadores que no se limitaban a enumerar reyes y batallas, sino que incorporaban la economía como parte esencial del acontecer histórico. Conocí aquella Barcelona y aquella Universidad vibrante, que la convirtieron en imán de la literatura hispanoamericana y faro de la española. Elliot se sintió en su casa e inició su magisterio sobre ese siglo, el de los grandes descubrimientos y de las guerras de religión que asolaron Europa, y el de aquella España que iniciaba su decadencia, que duró hasta su Transición democrática e ingreso en la Unión Europea.

Tuvo la amplitud de miras de reconocer el ‘hecho diferencial catalán’, aunque sin considerarlo suficiente para reclamar la independencia en el siglo XXI, cuando progreso, comercio, comunicaciones y desafíos ambientales imponen la formación de grandes bloques para hacerles frente. Fue su última contribución al país al que había dedicado sus afanes investigadores. Que no le hayamos hecho mucho caso no es su culpa sino la nuestra.

Al escribir esta brevísima semblanza de este ‘maestro de hispanistas’, como se le ha llamado, me ha venido a la memoria lo que me dijo otro hombre de letras, don Emilio González López, catedrático de Derecho Penal, director del programa de doctorado en Español en la Universidad de Nueva York, durante su exilio (no volvió a España hasta la muerte de Franco), que completa la de John H. Elliott: «El hecho diferencial no es exclusivo de Cataluña. Lo tienen el resto de las regiones españolas, aunque no todas las que han recibido el título de comunidades autónomas, Galicia a la cabeza, con un idioma propio que habla toda la población y un carácter distinto al español típico, aunque el independentismo nunca haya prevalecido tal vez por su típica cautela». El catalán, en cambio, tiene mucho de español, en sus periodos de ‘rauxa’ y sus bravuconerías. Los vascos, aún más, pues como bien decía Baroja, uno de ellos «son el alcaloide de lo español», su esencia, como demuestra que crearon Castilla. Que Aragón fuese el segundo gran reino de la Reconquista, junto a un carácter tan fuerte y típico, les otorga ese rango. Como a Valencia, Extremadura y a los dos archipiélagos. España en un conglomerado de hechos diferenciales que coinciden en ser diferentes. Sospecho que John H. Elliott no hubiese objetado tal definición. Pero una vida es demasiado corta para conocer todas esas variedades.

José María Carrascal es periodista.

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