Por Carlos Seco Serrano, de la Real Academia de la Historia (ABC, 25/03/06):
Me produce honda tristeza observar la prevención -prefiero no utilizar la palabra aversión- con que muchos castellanos -que se tienen por buenos españoles- miran a Cataluña porque pretende afirmar su peculiar identidad asumiendo plenas libertades dentro del ámbito nacional español. Recuerdo la frase de Cambó -sin duda, el máximo estadista, junto con Canalejas, del primer tercio de nuestro siglo XX: «Catalunya lliure dins l´Espanya gran» (Cataluña libre en la España grande)-. Cierto que Carod Rovira no haría suya esta expresión, pero yerran plenamente cuantos crean que el lamentable secesionismo de que hace gala el líder de la Ezquerra Republicana es credo común de los catalanes: para la inmensa mayoría de los cuales, simplemente su manera de ser españoles es ser muy catalanes, como el mismo Cambó afirmaba rotundamente.
El estúpido empeño de los castellanistas a ultranza, que sólo entienden a España como Castilla, ha hecho y sigue haciendo un daño inmenso a la buena armonía entre todas las modalidades de España cuya auténtica realidad es fruto de una historia muy peculiar: la de un medioevo en que la voluntad común de recuperar lo que se perdió a comienzos del siglo VIII se produjo desde núcleos inconexos que, en la lucha común se desarrollaron como entidades nacionales diferenciadas, aunque conscientes de pertenecer y de encaminarse, a una entidad superior y anterior a todas ellas.
Isabel la Católica, figura máxima de nuestra historia, si bien logró, según la expresión de Nebrija, juntar los pedazos de una España secularmente rota, nunca perdió el sentido de una realidad ineludible: la unidad no podría ser ya nunca fusión. Según un texto del cronista Andrés Bernáldez, cuando algunos de sus consejeros la animaron, en Segovia, a que mudase el encabezamiento de los documentos de su Chancillería -la enumeración minuciosa de los reinos y condados agrupados bajo su Corona- por el de Reina de España (es decir, por el de Reyes de España, puesto que compartía el trono con el gran don Fernando), se negó a hacerlo: y así siguió siendo la titulación oficial de sus sucesores en el Trono. Cuando el Conde-duque volvió sobre la idea, provocó la primera guerra civil de nuestra historia. Hubo de llegarse al siglo XVIII -y a otra guerra civil en el seno de una conflagración europea- para que la fusión fuera un hecho: siempre hasta cierto punto, y siempre contestada desde realidades vivas en colisión con las imposiciones oficiales.
Lejos de combatir lo que es, en verdad, enriquecimiento de la idea, o de la noción de España, debieran estimularse esas manifestaciones diversas de su histórica diversidad. Lo que estoy afirmando de Cataluña, lo podría repetir en el caso de Galicia, incluso en el de Euskadi: aunque en este último caso, fallan las razones, porque nunca existió, históricamente, un reino o un Estado vasco: la realidad histórica es un mentís a las pintorescas fantasías de Sabino Arana; la peculiaridad vasca es un hecho, no asimilado por la romanización, pero integrado siempre en las entidades políticas vecinas en los siglos de la Reconquista.
Alguna vez me he referido a la inaceptable coexistencia -política, históricamente hablando- de dos actitudes contrapuestas e igualmente dañinas; la de separatistas y separadores: estos últimos, los que se empeñan en confundir Castilla con España. El gran error de los seguidores de Franco al ocupar Cataluña fue, exactamente, ese: en lugar de promocionar y aplaudir un catalanismo españolista, entendiéndolo, rectamente, como enriquecimiento de la imagen y de la realidad españolas, se apresuraron a hacer incompatible Cataluña -su ser, su identidad- con la idea de España, vinculada a la famosa «cruzada». En cierta ocasión me tocó presenciar -¡y estábamos ya en la década de los sesenta!-, la penosa imposición de unos falangistas (todavía había falangistas entonces) a unos pacíficos burgueses de Barcelona que iban conversando en catalán: «¡Hablad la lengua del Imperio!» Señor, Señor... ¿qué hubiera dicho Isabel la Católica ante semejante estupidez? ¿Qué hubiera dicho Menéndez Pelayo, máximo exponente del intelectual consagrado a definir y exaltar las esencias más puras de España -en su historia y en su cultura-, y que en la gran ocasión de 1888 hizo el máximo elogio de la lengua catalana; que se consideró siempre a sí mismo como discípulo de Milá i Fontanals, cuando advirtió: «Mi primitivo fondo es el que debo a la antigua escuela de Barcelona, y creo que sustancialmente no se ha modificado nunca?» ¿Habría estado dispuesto nunca don Marcelino a repudiar lo catalán en nombre de una idea del Imperio según los castellanistas de vuelo corto?
En cuanto a mí, castellano de la Castilla más pura -nacido en Toledo, madrileño de adopción, catalán de elección: español por encima de todo- siempre me he sentido identificado con lo que -precisamente en los días del Imperio- simbolizó la amistad entre dos grandes poetas: el toledano Garcilaso y el catalán Boscán: amistad -humana e intelectual- en la que identifico el ideal de una comprensión y una apertura, generosa y fecunda, a todas las versiones de España: las que enriquecen su imagen y la hacen como en realidad es. Una realidad a la que nunca renunciaré, por mi parte: pese a la reacción condenatoria que me imagino alzarán contra mí, después de cuanto acabo de afirmar los separadores de ayer y de hoy.
Vistas las cosas en su auténtica realidad histórica, ¿por qué rechazar la concepción de España como «nación de naciones»?
Decía el inolvidable don Emilio García Gómez -probablemente el hombre más sabio de la gran España que llegó hasta nosotros: la que logró enhebrar tres fases de un regeneracionismo que será siempre gloria perdurable de nuestro vituperado siglo XX- que el gran problema de los españoles era que no habían digerido su historia. Lo decía en tiempos en que todavía nuestra historia, nuestra historia íntegra, se estudiaba en las aulas, y estaba programada en los sucesivos cursos del bachillerato. ¿Qué hubiera podido decir ahora, cuando, gracias a los ordenadores, gracias a internet, sólo se persigue el dato aislado, pero no se crea un fondo de conocimientos íntegros y armónicos de la realidad histórica?. ¡Ay, Señor! ¿Hacia dónde vamos...?