España y El Prado

La ampliación del museo del Prado es admirable. Resulta una joya arquitectónica que aúna la nobleza con la funcionalidad, la amplitud con la versatilidad de los espacios y la luz con la umbría que proyecta el vecino edificio de Villanueva. Rafael Moneo, que según Rodrigo Uría ha compuesto una sinfonía en homenaje a los materiales con los que trabaja -la piedra de Colmenar, la madera, el bronce...- ha alcanzado su plena y fructífera madurez con una composición arquitectónica realmente fascinante. Desde fuera -destaca con razón una entusiasmada ministra de Cultura- parece inverosímil que, bajo tierra, en apenas una franja estrecha de terreno entre el edificio antiguo y los Jerónimos, nuestro universal arquitecto haya construido veintidós mil metros cuadrados, logrando unos espacios superpuestos que bajan al infierno y suben al paraíso casi sin solución de continuidad y en una perfecta armonía.

Todos los detalles de la construcción se comportan como en un recital sinfónico; el edificio entero -el encastrado y el emergente- dispone de una rima perfecta que entra en diálogo poético -según feliz expresión de Miguel Zugaza, director del Prado- con el pabellón matriz, incluso -apunta el durangués- con la sede del Ministerio de Sanidad, que, al otro lado del paseo y por encima de la cubierta del edificio de Villanueva, asoma sus últimas plantas.

La disposición del granito en los suelos; las maderas de las salas -tratadas con óleo, sin barniz que esconda las vetas desiguales del árbol-madre-; el bronce ligeramente ígneo de los portalones que separan los espacios y los abren y los cierran alterando visualmente el tamaño de las llanuras enterradas que el arquitecto ha dibujado como praderas camufladas; el auditorio, que se aparece al visitante como por ensalmo en una ubicación imposible -o, mejor, impensable-, y ese enorme palo mayor que es el cubo de Moneo que aspira al visitante hasta un claustro prodigioso sostenido sobre sí mismo en el que las estatuas reales de los Leoni lucirán esbeltas y rotundas los perfiles de los Austrias primeros... Todo, en fin, sublima y maravilla.

Lo hacen también esas colosales puertas de Cristina Iglesias -veinticuatro toneladas que se mueven, milímetro a milímetro, en una apertura parsimoniosa hasta mostrar un parterre aritmético de boj toscano que rescata todo el entorno posterior del museo y enfrenta lo antiguo y lo nuevo sin que la travesía se perciba ni el ánimo admirado deje de estarlo contemplando la trasera de Villanueva en una diferente interpretación del edificio principal.

Se accede a él desde el vestíbulo hasta un ámbito redescubierto: el ábside basilical del Prado -futuro centro de distribución de visitantes-, que será una recepción única en el mundo museístico y en la que los ciudadanos estarán seguramente escoltados por ocho musas marmóreas, y cegados por un rojo pompeyano plasmado en unos estucos colgados elaborados por Oriol García, un artesano ciego -padece retinopatía- que tiene la visión en sus manos y la vibración mental de la paleta de color goyesca de la familia de Carlos IV. Paradójico pero cierto: el estucador ciego del Prado ha alcanzado un color indefinible en su tonalidad rojiza pero que grita una síntesis total: la detonación del estuco a un solo color, con la sintonía perfecta del conjunto de la construcción que coloca a Moneo en esa instancia magistral que se expresa irrepetible en la gracilidad del claustro jerónimo desde el que los celajes del cielo matritense penetran por el cubo hasta el centro de la tierra que se percibe -mirando a las profundidades, hundiendo la cabeza- desde el mismo borde de su cuadrilátero acristalado.

Subyuga esta magna obra que es el resultado del esfuerzo de todos -de los anteriores en el Gobierno y en el Patronato y de los actuales- y que muestra la rotundidad y contundencia de los esfuerzos colectivos. Las críticas -algunas, zafias y malintencionadas- devienen ahora en patéticas, pero los elogios carecen de capacidad descriptiva porque la ampliación del Prado es -indisoluble, física y conceptualmente, con el edificio construido por Villanueva- el ejemplo más definitivo de que los proyectos comunes, aquellos que continúan porque saben superar los tiempos de las personas y alzarse en aspiración colectiva, son los que definen una sociedad, marcan un tiempo histórico y se comportan como peldaños para acceder a logros nuevos.

Veo en la ampliación del Prado -como, en su momento, en la apertura de la T-4 de Barajas- todo aquello que es difícil -quizás imposible- observar en la España de hoy: perseverancia, excelencia, originalidad, convicción y esfuerzo. Tanto como el que ha desarrollado el estucador ciego -Oriol García-, que ha tratado setecientos metros de superficie en el ábside del museo ofreciendo testimonio de que se puede hacer arte sin ver -sin ver físicamente- y encelarse en el empeño con la conciencia de que el trabajo trasciende a su autor y queda para la posteridad del común. Transido el ánimo por tantos sobresaltos; alterado por demasiadas crispaciones; peleado y enfrentado por esto y por aquello, el Prado puede ser un punto de encuentro, una ilusión transversal, un orgullo nacional, un depósito de confianza, un espacio de valores artísticos y morales, una referencia de unidad y, acaso, un contrapunto a la miseria cotidiana que recorre los circuitos sociales distribuyendo feísmo, violencia, sordidez y grosería.

El Rey ha visitado más de una vez la ampliación del museo, y cuentan de su entusiasmo y hasta del embeleso que le produce el nuevo conjunto arquitectónico. Pudiera ser que Don Juan Carlos trascienda al Prado y llegue a través de su significado a aquello por lo que la Corona ha venido trabajando desde hace ya muchos años: España. Porque son la España que fue y la que es las que se reúnen en el Prado de Villanueva y de Moneo, y, así, vincula el museo siglos y generaciones y estilos y concepciones en una subasta de bellezas que son, además, historia viva que se proyecta desde el suelo a la tierra -desde los sótanos hasta el claustro jerónimo realzado por Moneo- hacia un futuro que se puede intuir en esta obra extraordinaria que sigue -sin espacios abruptos que interrumpan el itinerario- de lo anterior a lo actual, entendiéndose lo antiguo desde lo nuevo y el hoy desde el ayer.

El Prado no es metáfora observado tal y como torpemente trato de relatarlo. Es realidad fértil que, cuando se conozca y disfrute por los ciudadanos, suscitará un consenso moral -no político, no económico- de autoestima común, de fe en nuestras capacidades, y demostrará que hay muchas y mejores formas de hacer las cosas que desde la atronadora arrogancia de aquello efímero pero vistoso e histriónico; que es posible hundir en la tierra -profundamente- la raíz de una identidad unitaria y abierta que nos explica a todos como lo hace el Prado. En definitiva, que somos capaces de hacer más, de ser mejores, de estar orgullosos y satisfechos de ser lo que somos porque sólo un pueblo fuerte, convencido, soberano en la conducción de su destino, se explica y se describe como lo han hecho, sin palabras, estos maestros de la arquitectura que son Villanueva y Moneo. España es el Prado; o casi.

José Antonio Zarzalejos, director de ABC.