Pocas cuestiones de política exterior suscitan tanto interés, y tanta polémica y pasión, como el problema del Sáhara Occidental. Así ha sido desde la salida de España del territorio en 1975, y nada hace prever que vaya a alterarse la especial sensibilidad de los españoles hacia una cuestión que sienten como cercana y sobre la que muchos vierten una suerte de nostalgia o incluso mala conciencia.
Animando ese trasfondo bullicioso se encuentran muchos ciudadanos y colectivos genuinamente concernidos por la causa del pueblo saharaui. Junto a ellos, se escuchan voces cuya motivación real quizá no sea tanto el presente y el futuro del Sáhara -de lo contrario no se entiende su silencio de años- como su ansia de descalificar a toda costa la labor de Gobierno español.
El ambiente crispado que afecta a todos los ámbitos de la política actual quizá explica, aunque en absoluto justifica, que se haya dejado tan poco tiempo para un análisis más sereno y ecuánime de la actuación del Gobierno en un asunto de política internacional que afecta de lleno a los intereses españoles en nuestra vecindad geográfica inmediata.
Al comenzar esta legislatura el llamado proceso de arreglo de Naciones Unidas, tras catorce años de planes fallidos, se encontraba totalmente estancado y carente de horizonte político. En contraste con los grandes riesgos que dicha situación acarreaba, la mayor parte de la comunidad internacional asistía con cierta indiferencia al agotamiento aparente de todas las iniciativas capaces de reanimar el proceso. ¿Hay que recordar que desde junio de 2004 hasta agosto de 2005 permaneció vacante el puesto de representante personal del secretario general? Era evidente que el problema irresuelto crearía frustraciones y comenzaría a traducirse en un agravamiento de la tensión en la zona. Es precisamente lo que sucedió a lo largo de ese año.
Preocupado por ese rumbo negativo, el Gobierno movilizó a la diplomacia española a fin de colmar ese vacío político y propiciar una dinámica más positiva. Las gestiones españolas dieron resultados y ayudaron a temperar el clima adverso sobre el terreno. España defendió ante quien debía hacerlo la necesidad de moderar las reacciones y de respetar los derechos de quienes expresaban posiciones políticas por vías pacíficas.
En el contexto internacional poco animoso al que he hecho referencia, insistimos en la importancia del alto el fuego que vigila la MINURSO, por ser una garantía fundamental de estabilidad. Afortunadamente tanto las partes -Marruecos y el Frente Polisario- como los miembros del Consejo de Seguridad han mantenido su apoyo a la misión de la ONU en el Sáhara.
Por motivos tanto políticos como de solidaridad humanitaria, el Gobierno español siguió apoyando activamente a la población saharaui refugiada en los campamentos mediante crecientes esfuerzos, inigualados por cualquier Gobierno anterior, como las cifras atestiguan.
Finalmente, el Gobierno acometió la cuestión política central, a partir de la constatación de que, en esta cuestión tan sensible para unas sociedades y gobiernos con los que nos unen lazos profundos de amistad, no es deseable ni viable -el Consejo de Seguridad siempre la ha rechazado- una solución unilateral.
El Gobierno optó, pues, por tratar de convencer a los implicados y a los miembros del Consejo de Seguridad de la conveniencia de iniciar una nueva dinámica de diálogo entre las partes sobre los parámetros de fondo del problema. A fin de centrar el ejercicio en las Naciones Unidas, España persuadió al anterior secretario general para que nombrara a un nuevo enviado personal.
España tiene alguna responsabilidad política respecto de este conflicto, pero lo que no tiene -aquí muchos se equivocan- es la llave de la fórmula final de solución. Ésta corresponde solamente a las partes.
Es indudable que la reactivación del diálogo se ve dificultada por el alto nivel de desconfianza que existe entre los actores del conflicto. Por ello, junto a los esfuerzos que hacemos con las partes, animándolas a superar el mero unilateralismo y dar muestras de la necesaria voluntad política para progresar en el diálogo, España procura estimular un papel más activo de Naciones Unidas y de los países interesados. Confiamos en que el Consejo de Seguridad realice pronto un llamamiento en favor de un diálogo sin precondiciones políticas iniciales.
Que no haya precondiciones iniciales no quiere decir que la solución definitiva deba ignorar el acervo de principios jurídicos y condiciones políticas definidos por las Naciones Unidas. España no ha variado ni un ápice su respeto y voluntad de aplicación de dichos principios: la solución del conflicto del Sáhara Occidental debe ser justa, definitiva, mutuamente aceptable, y respetuosa del principio de autodeterminación del pueblo saharaui.
En las declaraciones conjuntas de las últimas reuniones de alto nivel con Argelia, en diciembre pasado, y Marruecos, hace pocos días, se recogen los elementos centrales de ese acervo. En el documento adoptado en Rabat se hace mención también a un hecho nuevo: la iniciativa de autonomía que Marruecos está difundiendo, en sus grandes líneas, durante las últimas semanas y que en principio debería presentar en Naciones Unidas en abril. Si el Gobierno ha aceptado incluir una referencia a esta propuesta ha sido sencillamente para constatar que Marruecos ha puesto un elemento novedoso, de indudable interés, sobre la mesa, y para considerar que ello podría generar una nueva dinámica de diálogo para superar el impasse actual.
En el mismo párrafo se reiteran los elementos centrales del acervo de Naciones Unidas, incluyendo el principio de autodeterminación, que deberían conformar la solución definitiva del problema. No hay, pues, desvío alguno de los principios de referencia sino un mensaje que subraya la importancia de iniciar una fase de diálogo sobre las cuestiones de fondo en la que cada parte tiene, obviamente, el derecho de definir sus posiciones de partida.
Los españoles miran al Magreb como destino cada vez más atractivo de inversiones, turismo e intercambios de bienes y conocimientos. Junto a nuestros vecinos del sur -amigos todos de España- debemos afrontar los grandes desafíos de la modernidad y de la era global (seguridad, migraciones, energía, cambio climático, entre otros). Se impone ayudarles a cerrar la herida abierta hace treinta años que impide el surgimiento de ese Magreb unido y próspero que está en el centro de su interés objetivo y del nuestro.
Miguel Ángel Moratinos, ministro de Asuntos Exteriores de España.