España y las revoluciones

Los españoles sentimos constantemente que los gestores sociales actúan para quedar bien con las instancias superiores, consejeros de las comunidades, directores generales, secretarios de Estado, ministros... y nunca piensan en atender a la comunidad de ciudadanos, ni siquiera en aquello que redundaría en beneficios económicos para la misma, y consecuentemente para ellos que de ésta forman parte. Que miran para arriba, y nunca a su alrededor.

Directores de hospitales despiden a médicos magníficos, científicos españoles triunfan en Alemania, Australia y en China, pero no aquí. Tenemos grandes figuras, pero han triunfado lejos de nosotros.

Esto mismo se vislumbra en otras instancias sociales: partidos políticos y sindicatos miran exclusivamente hacia arriba, aunque lo que hay arriba haya llegado por no otros méritos que dorar la píldora y decir a quienes antes ocupaban esas posiciones.

Cuando yo me quejo, por ejemplo, de que mis iniciativas docentes y de investigación –que lo son para mejorar la docencia y traer dinero a la universidad, y van en contra de las normas arbitrarias emanadas desde arriba y desconocedoras de la realidad universitaria–, cuando me quejo de que esas iniciativas son rechazadas, una agencia gubernamental misteriosa se siente llena de incomprensión: «¿Cómo se puede rechazar algo que viene de los ministerios?».

A mí lo que me asombra es ese espíritu de incomprensión. Para muchos gestores sociales lo más natural del mundo es mirar sólo hacia arriba, para ver si cae alguna guinda, aunque para ello tengan que menospreciar a los que, por unos años, tienen debajo. No pueden entender, realmente no pueden entender que los profesores, por ejemplo, nos interesemos por la universidad, o los médicos por sus enfermos. La vida es obedecer normas arbitrarias para ir subiendo.

Es la tremenda incomprensión de Carlos III ante el Motín de Esquilache. No es que le sentara mal. Es que realmente no conseguía entender cómo alguien, cómo el pueblo, puesto por Dios para servir al rey, puesto éste asimismo en esa posición real por Dios, se rebelase contra ese orden natural. Para Carlos III, mirando desde el palacio los disturbios, era como si nosotros viésemos de repente a los muebles de la habitación subir hasta el techo y quedarse pegados a él.

Nuestros gestores ministeriales se quedan igual de asombrados cuando yo les digo que deben aceptar las ideas de sus profesores, por el simple hecho de que los profesores sabemos cómo dar clase, investigar y conseguir proyectos, porque es lo que hacemos; se quedan asombrados si alguien les dice que deben aceptar las ideas de los médicos, que saben cómo curar, cómo el mecánico sabe cómo arreglar un coche, algo que no sabe el dueño del concesionario de la marca que vende esos vehículos y esos servicios. En la universidad, como en otras muchas partes de la sociedad, cómo en los hospitales, por ejemplo, lo eficiente, lo óptimo, es confiar en el que sabe. Cuando uno va a un taller, no se le ocurre decir al mecánico cómo tiene que arreglar el coche. ¿Cómo llegó a ocurrir esto?

En el norte de Europa hubo al menos tres grandes revoluciones, que tuvieron éxito. Revoluciones quiere decir reacciones contra las ideas tradicionales, admitidas, asumidas. Revoluciones esencialmente contra la idea de que el Papa, por ser Papa, el emperador, por ser emperador, el rey de Inglaterra, por serlo, y el de Francia por ser Borbón, estaban en posesión de la verdad.

Los valientes españoles aceptaron, en esas fechas, bajar la cerviz y decir al que mandaba. El pueblo (desde el zapatero y el jornalero, hasta las exaltadas casas de Alba, Osuna y Mendoza), aceptaron y pidieron la Inquisición, el mecanismo de control férreo que amartilló en las mentes la idea de que decir no al que por caprichos del destino estaba arriba era impensable. Y el pueblo denunciaba a sus vecinos, y el pueblo se hacía familiar de la Inquisición. El pueblo aplastó la mera idea de decir no.

Cuando en Europa se luchó durante décadas por el derecho a decir no, los españoles aceptaron como borregos la idea de decir siempre al que mandaba. Sufrimos hoy, en 2013, el que las primeras revoluciones se hicieron en Europa cuando España estaba en la cima del poder, de manera que, puesto en una balanza lo que se podía perder diciendo no y lo que se podía ganar diciendo , pesaba más en aquellos momentos el que el no.

En la Alemania de Lutero, los príncipes que asumieron el protestantismo podían ganar mucho en una región (que no país) abierta aún al pillaje. En la Inglaterra de Cromwell, los hacendados de «cabezas redondas» (roundheads) podían ganar las fincas y privilegios comerciales de los nobles, en una época en la cual no había aún imperio controlado por estos últimos, y en la Francia de 1789, los financieros no perdían nada y ganaban mucho si despachaban a la nobleza de espada, que arrastró al rey en su caída. En España, gracias a Wellington, triunfó el al desastre de Fernando VII, y tras ese sí, siguió el sí a todo lo que vino después.

El no solamente triunfa cuando hay algo que conseguir. En España, durante los 100 años de imperio, se conseguía más en el reparto de prebendas que con ideas innovadoras; y en el XIX y XX no había nada que conseguir porque realmente no había nada.

La sociedad española lleva profundamente, casi genéticamente (en contra de la ciencia darwiniana, pero quizás en la cultura funcione el lamarckismo en vez de el darwinismo) inserta la idea de no rebelarse nunca, de aguantar carros y carretas, de ser servil ante el poderoso, aunque éste sea tan mediocre como Lerma, y arrogante ante el humilde. Son 400 años de doma que dejan huella profunda. De doma no sólo desde arriba, sino por todos unos a otros. Por todos los ciudadanos entre sí.

Algunos creímos en 1975 al fallecer el general Franco que se abría una puerta a la esperanza. Éramos jóvenes y pensábamos que el problema era una persona que acababa de morir. No nos dimos cuenta de que esa persona estaba ahí puesta por una mayoría de la población española, que aceptaba, y hoy acepta con gusto y sin cuestionarla, la superioridad del mediocre, por el mero hecho de que éste ha llegado arriba, como llegaron los Felipes, los Borbones y los que en ellos se apoyaron, los Lermas, Sagastas y Cánovas, los Zapateros y los Sagastas/Cánovas modernos. No por sus méritos, sino por herencia, por ser compañero de juegos del rey, por miedo de todo el pueblo a que alguien realmente capaz quite al rey su corona, al jornalero su jornal. El español, valiente ante el toro, se arruga ante el que algo sabe, ante el capacitado, ante el que algo puede realmente construir. En vez de apoyarlo, lo anula, lo hace emigrar.

El mal es profundo y es inerradicable. Nos queda vivir en nuestras casas, cuidando el jardín y aprendiendo sólo para nosotros. Al menos esto es una vida agradable, aunque al ser aislada, una vida perdida. Porque lo que acabamos sabiendo, tras años de estudio, lo que podemos hacer, se queda dentro de las vallas de ese jardín. Fuera de las vallas, la mediocridad de unos, la inopia de otros.

Esa es la historia de España.

Antonio Ruiz de Elvira es catedratico de Física en la Universidad de Alcalá de Henares.

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