España y sus «tramas de identidad»

Por José Antonio Zarzalejos, director de ABC (16/04/06):

EL galardonado arquitecto brasileño Paulo Mendes Da Rocha, ganador del premio Pritzker, sostiene que «en lo nuevo debe haber una monumental antigüedad» (ABC 11/4/06). La expresión es muy atinada y profunda porque establece alguna relación con aquel principio según el cual todo se transforma pero nada desaparece. Esto ocurre en la vida y sucede, sobre todo, en la política. Para hacer cosas nuevas hay que disponer de referencias anteriores que les ofrezcan sentido. O en otras palabras: saber de dónde se viene para saber muy bien hacia dónde se va.

Es muy interesante que el Gobierno de Rodríguez Zapatero se avenga a reflexionar sobre esta cuestión -la de las referencias- porque de ese modo cometería menos errores, la sociedad española discurriría con más tranquilidad y los adversarios políticos no se mudarían a enemigos. El Ejecutivo socialista debe ser muy consciente de que, sin merma alguna de su legitimidad, el 11-M le señaló lo suficiente para que algunos panfletistas motejen a su presidente de «accidental». Pero resulta transparente ya, según el auto de procesamiento dictado por el juez Del Olmo en el sumario de la matanza de Atocha, que los terroristas actuaron para provocar «un vuelco» electoral, apartar al candidato popular de la victoria y propiciar así que el futuro Gobierno socialista retirase las tropas españolas de Irak.

Esta adveración judicial de los propósitos terroristas no es un obiter dicta judicial, sino un factor que debería conformar la política gubernamental con la prudencia adecuada de tal forma que sus decisiones, en vez de ahondar las diferencias, las disminuyan en lo posible. No se percibe que el presidente y el Gobierno lo hagan. Cuando Rodríguez Zapatero sostiene que «la España de hoy mira con orgullo y satisfacción a la II República» está desafiando, no sólo al tiempo -¿cuántos españoles viven y conocieron con pleno juicio el período republicano si de aquello han transcurrido ya setenta y cinco años?-, sino también a lo que él mismo dice sobre el elemento fundacional de la democracia española que es «no hacer un debate sobre la tragedia de 1936-1939» (Claves de la Razón Práctica. Abril de 2006). La Republica de 1931 fue la antesala de esa tragedia que como bien dice el presidente en la publicación citada, cuando son «civiles matan el presente e introducen veneno en el futuro». Si eso es así -y lo es-, carece de sentido jalear la memoria histórica o atribuir a un régimen incapaz como fue el republicano atributos -orgullo y satisfacción- que no se perciben sino por escuálidas minorías políticas e intelectuales. Se confundiría el presidente del Gobierno si referencia su universo de valores políticos en la época republicana, o, por reacción, en la devaluación pública de la Iglesia -en general de lo trascendente-, y de su influencia social, ridiculizando sus objetivos cuando supone que existe en la Católica un designio de superponer su doctrina moral sobre las leyes laicas. Vuelve el presidente a la confusión intelectual porque las leyes -en su espíritu, ése al que aludió Montesquieu- deben estar transidas de un criterio ético ampliamente compartido. La «extensión de los derechos» a la que alude Rodríguez Zapatero vuelve a ser una referencia de su política, pero sigue resultando insuficiente porque el correlato de éstos siempre son las obligaciones, lo que conlleva un ejercicio de las facultades individuales bajo el criterio de la responsabilidad.

La sociedad española, aun en su vertiginosa transformación -que los obispos detectan sin llamarse a engaño en la reciente Instrucción Pastoral sobre Teología y Secularización-, está anclada, incluso de modo inconsciente, en lo que algunos autores han denominado en sociología tramas de identidad cuya destrucción o deterioro mediante políticas inconscientes o poco medidas han provocado graves convulsiones. La monarquía como simbolismo permanente en España; la Iglesia católica como agente religioso y cultural de una identidad que alcanza, incluso, a los nacionalismos periféricos, sea el catalán moderado o el vasco de igual signo, que se hacen compatibles ocasionalmente con la derecha española precisamente por el parentesco en algunos valores de índole moral, o la repugnancia consistente hacia el terrorismo que se ha alzado como una detestable presencia desde el inicio de los años sesenta del pasado siglo, forman parte de ese sustrato compartido al que no debe desafiarse desde el poder, ni siquiera cuando el entusiasmo callejero -como en abril de 1931- permitía la audaz suposición contraria de intelectuales tan celebrados como Ortega o Azaña. Ambos acabaron en la decepción más amarga.

La disposición plena de la conciencia histórica -debidamente actualizada- del lugar del que España viene en la cuestión catalana y vasca, es decir, en las políticas propias del Estatuto de Cataluña y en el encaramiento del tenido por «principio del fin» de la banda terrorista ETA, es una actitud que el Gobierno no debe descuidar en modo alguno porque en ambos envites -y en el del tratamiento de la Iglesia en su inserción en la sociedad española y su relación con el Estado- nos estamos jugando el éxito de todos que lo es, de manera particular, del propio Gobierno socialista.

Los síntomas de renuencia en sus propias filas -aunque sean poco operativas y se conformen con el testimonio acomodaticio de un Bono retirado sin convicción, un Vázquez en la embajada ante la Santa Sede, un Guerra que observa nacionalistas en sus propias filas pero vota contradictoriamente con su diagnóstico catastrofista de una España que se despedazaría como la extinta URSS- requieren algo más que un desprecio suficiente. Son pequeñas alarmas, suaves advertencias de que desde el Ejecutivo se peca de una agresividad innecesaria y, acaso, de aventurerismo político.

Rodríguez Zapatero no es, precisamente, un bobo solemne. La prueba de ello es que está tratando de amojonar sus acciones de gobierno con referencias históricas -la II República-, con enemistades calculadas -la Iglesia Católica-, con decisiones audaces -el diálogo con la banda terrorista ETA-, con interpretaciones heterodoxas -España es una «nación discutida y discutible»- y con depredaciones doctrinales que van desde el republicanismo de Philip Petit, al patriotismo constitucional de Jürgen Habermas, hasta las relaciones entre el bien y el mal tomadas de Hannah Arendt.

Existe en el presidente un propósito de reinvención azañista que también afectó a José María Aznar, aunque el paralelismo estaría mejor trazado con Adolfo Súarez según un retrato extraordinario que del personaje ha esbozado Carlos Martínez Gorriarán (El Noticiero de las Ideas. Abril-Junio 2006). En último término, ha de repararse en un dato inquietante: todos los presidentes de los gobiernos democráticos desde 1979 han salido de sus mandatos con un grave deterioro de la percepción de la realidad. Ocurrió con González, que no supo leer los acontecimientos de corrupción y tropelía en sus entornos; antes, Suárez fue víctima de un aquelarre de terrorismo, descomposición económica y putrefacción partidista y a Aznar le traicionó su sometimiento exclusivo a la jurisdicción de los tribunales de la historia, es decir, le dejó vendido su soberbia. Los tres sometieron al país en un momento determinado de su gobierno a una terapia o a una transformación con dosis y/o ritmos inadecuados. Guárdese Rodríguez Zapatero de reinventarse España, o de quererla como no es, o de entenderla desde sus deseos y no desde sus tramas de identidad. Recuerde que «en lo nuevo debe haber una monumental antigüedad».