España ya es una república

El republicanismo -según declaraciones recientes de Izquierda Unida- no es pasado». Pero el declive del republicanismo en España es uno de los pocos hechos políticos incontestables de nuestros tiempos. Y no es porque Juan Carlos sea un héroe de la historia moderna española -aunque sí lo es- ni porque su familia se haya comportado de una forma modélica -aunque sí lo ha hecho- sino porque España ya es una república: una república donde la Jefatura del Estado es heredable.

Hay muchas maneras de elegir a quien ejerce el más alto cargo del Estado. La diferencia entre una forma republicana de hacerlo y una aproximación monárquica no consiste en los aspectos formales de la transmisión del cargo, sino en el concepto ideológico que la sostiene. En las repúblicas lo hacemos mediante sistemas racionales. En las monarquías las bases del poder real son místicas -las doctrinas de elección divina, en el caso de Gran Bretaña, por ejemplo, o de la identidad del emperador como dios, en el caso japonés- o el carisma personal, que ensalza al que lo tiene y le eleva por encima de los demás mortales.

Gran Bretaña sigue siendo una monarquía auténtica. Lo muestra la vida cuajada de ritos, solemnidades y ceremonias escandalosamente costosas que lleva la familia real inglesa. La existencia de una corte estancada por protocolos antiguos que carecen de sentido en el mundo de hoy conduce a la misma conclusión, así como la pervivencia de una aristocracia políticamente privilegiada, con sus propios representantes en la legislatura. En España, en cambio, gracias a las circunstancias históricas y al buen sentido del Rey, su familia y los funcionarios de la Casa Real, tenemos un sistema depilado del plumaje inútil. Las condecoraciones y títulos de nobleza no dan acceso a ningún tipo de poder político, sino reconocen dignamente -aunque no siempre con acierto- las contribuciones a la sociedad realizadas por los galardonados y sus familias. Charlar con un miembro de la Familia Real española es una experiencia agradable y normal, mientras que entrevistarse con uno de los Windsor es una tortura agobiante por lo aburrido de los intercambios permitidos y asfixiante por las reglas protocolarias. Hay sistemas aún más alejados de la tradición monárquica que el español. En Noruega, por ejemplo, no hay siquiera títulos de nobleza. En Bélgica el rey es explícitamente un ciudadano como los demás. En Suecia, y otros países, el rey no ejerce el mando supremo de las Fuerzas Armadas que le concede la constitución española. Pero en España, tanto como en los países escandinavos o en Holanda, el Rey preside un sistema con los rasgos típicos y esenciales de una república de verdad: soberanía popular, garantizada por una Constitución, poder difuso, repartido entre varias instituciones, etcétera. No hay quien suponga que Dios haya elegido a Juan Carlos. Más bien, el pueblo confía en el método actual de elegir a su jefe del Estado por motivos prácticos, dictados por la razón.

A verdad decir, la herencia es una opción muy racional para elegir a un jefe del Estado moderno. Las pruebas más antiguas de la existencia de tal sistema son unos yacimientos arqueológicos en Sungir, en Rusia, de hace unos 20.000 años. Se introdujo por motivos comprensibles: quitarles poder a los tiranos aún más antiguos, o sea los varones alfa que mandaban por su fuerza y proeza y los chamanes que monopolizaban la autoridad espiritual. Que las calidades personales son heredables es un hecho científico, averiguado por las observaciones de la gente de aquel entonces y ampliamente comprobado por los descubrimientos recientes.

Las ventajas del sistema siguen siendo insuperables. Por no tener que someterse a la política, un líder heredero retiene su objetividad. Queda a la disposición de todos los ciudadanos, sin tener que involucrarse en coaliciones electorales ni caer en manos de los que le financiaron la campaña. Los jefes del Estado elegidos de otras maneras no parecen ofrecer perspectivas muy alentadoras. Suelen ser políticos desacreditados, elegidos por falta de nadie mejor, o militares elevados por golpes de Estado. En España, ¿a quién eligiéramos como presidente de la república, si no tuviésemos al Rey? ¿Un veterano de la política, como Felipe González o Manuel Fraga? Ambos son personas estupendas, pero todo candidato de ese tipo viene tachado de un pasado conflictivo. ¿Un gran artista, como Antoni Tapiès o Ana María Matute? Los votantes ni harían caso. ¿Un personaje destacado de la cultura popular? ¿Raúl? Los barceloneses declararían la independencia en seguida. ¿Julio Iglesias? ¿Almodóvar? España sería el hazmerreír del resto del mundo. Terminaríamos votando al Príncipe de Asturias. La gran gloria del sistema actual es que nos protege de la necesidad de elegir al jefe del Estado. Lo irracional sería insistir en destituir al sistema actual por prejuicios ideológicos.

No hay sino una manera más de evitar los inconvenientes de votar al jefe del Estado: seleccionarle al azar. Ese también es un sistema de respetable antigüedad, pero trae riesgos evidentes. Lo más probable es que salga un elegido aún menos aceptable que por las urnas. En las dinastías reales por lo menos se asegura que el jefe del Estado no sea un grosero como un Hugo Chávez o un Evo Morales.

La transmisión dinástica es una manera entre muchas de elegir a un monarca. En la antigüedad lo hacían los alemanes por votaciones del pueblo. La monarquía electiva es un sistema que sigue prevaleciendo en muchas zonas del mundo, donde se eligen jefes del Estado por plebiscitos poco honrados que confieren poder vitalicio o que renovelan el mando de un dictador. Jefes del Estado que disponen de poder Ejecutivo -aún los que disfrutan de sus cargos por periodos delimitados por las Constituciones de sus países, como los presidentes de Francia o de EEUU- se parecen mucho más a los monarcas clásicos que el de la mayoría de los reyes sobrevivientes en la actualidad, quienes, por lo menos en Europa, presiden sistemas plurales, donde el poder supremo se reparte entre varias instituciones. Franco sí que era un monarca de veras, «por la gracia de Dios», según rezaba en las monedas, sin lograr ser rey.

El rey Faruk de Egipto, cuando le echaron del trono en 1952, dijo que dentro de poco tiempo sólo quedarían cinco reyes en el mundo: rey de copas, rey de oros, rey de espadas, rey de bastos y el monarca británico. El sistema británico me parece menos duradero en el día de hoy que el español, ya que la mística monárquica es insostenible en una sociedad moderna y la familia real inglesa ha perdido categoría mostrándose humana, con todas las desgracias, ascos, fallos y estupideces que sufre la gente cualquiera. Es evidente que los príncipes William y Harry se aburren con las responsabilidades de su destino y que sus aventurillas son una especie de desafío a la nación, un grito de frustración que quiere decir que una república les vendría muy bien, liberándoles de un cargo poco grato. Todos los jóvenes de la familia real inglesa llevan vidas más o menos escandalosas. La princesa Beatriz acaba de comprarse un piso en Londres de siete millones de euros, supuestamente para poder ir a clase, pero su universidad queda a un par de horas de la casa. William utilizó un helicóptero del Ejército del Aire para llevar a su hermano a un guateque donde bailaba una estrella porno. Harry se vistió de nazi para asistir a una fiesta de disfraces. Todos -a pesar de haber experimentado el sistema de educación más largo y costoso de la historia humana y de disponer de oportunidades muy privilegiadas de apreciar el arte, la música, y la literatura- han terminado siendo lamentablemente tontos e insensatos. Sus payasadas socavan la imagen de los Windsor como una familia padrón para la sociedad inglesa.

En España, los Borbón se comportan mejor, pero son capaces de sobrevivir a errores de gusto o de educación mucho más graves que los que se permiten a los Windsor. Pueden permitirse el lujo de ser ordinarios, lo cual, paradójicamente, les hace insustituibles.

Felipe Fernández-Armesto, catedrático de Historia en la Universidad de Tufts (Boston, EEUU). Su última obra es Américo. El hombre que dio su nombre a un continente.