Españoles, a las urnas cuanto antes

Si a cualquier analista le hubieran dicho hace solo un par de años que el electorado catalán iba a designar una mayoría independentista en su parlamento dispuesta a reclamar la secesión inmediata del Estado, probablemente hubiera respondido con el escepticismo y la desgana que el propio presidente del Gobierno ha evidenciado al respecto hasta hace muy pocos meses. En realidad ha sido frecuente el comentario por parte de los soberanistas moderados y de los catalanes opuestos a la llamada desconexión en el sentido de que al final no va a pasar nada. Probablemente se referían a que no habrá violencia en las calles ni los castellanohablantes se van a ver discriminados, por lo menos no de momento, pero eso no significa que nada pase.

La noticia de ayer es de una importancia insoslayable: consiste en la ruptura del consenso constitucional en una comunidad autónoma que representa el 20% del producto interior bruto de España y el 15% de su población. En la consecución de esa ruptura, sus promotores no han dudado en vulnerar todas las reglas de la decencia democrática, mediante la utilización sectaria de los medios públicos a su alcance y la renuncia por parte de los gobernantes a ejercer su mandato en beneficio de todos los ciudadanos a cambio de ser fieles a su particular parroquia. Pero eso ni invalida el resultado ni clarifica el futuro, entre otras cosas porque aquel es también consecuencia de la confrontación apenas larvada entre dos nacionalismos, a cuál más temible: el catalán y el español.

Españoles, a las urnas cuanto antesLa publicación en EL PAÍS de ayer del excelente artículo de Félix Ovejero sobre patriotas y nacionalistas me excusa de insistir en las aberraciones frecuentemente cometidas por estos en nombre de los valores de la identidad comunitaria, se defina esta por el uso de una lengua, la práctica de una religión, el ensueño de la tradición histórica o un sentimiento generalizado, de privilegio o de agravio, respecto al otro. Es precisamente esa diferencia entre otros y nosotros, la declaración de ese límite invisible anclado en los sentimientos, o en supuestos valores y formas de ser que definen la identidad de un grupo, lo que acaba por establecer como ya se viene haciendo las fronteras entre buenos y malos catalanes y buenos y malos españoles. Y eso es lo que precisamente ha sucedido en las elecciones del domingo: una ruptura nada sutil y menos pacífica de lo que parece entre los ciudadanos de una comunidad autónoma ahora partida en dos y de un Estado soberano cuyos gobernantes se han dedicado a avivar la llama de la confrontación en nombre de su particular visión de España y en busca de réditos electorales.

Demasiado poco hemos insistido en que la Transición española, tan vituperada ahora por algunos aprendices de brujo, supuso entre otras cosas la recuperación de los valores de la Ilustración inherentes a la construcción democrática. Frente al exacerbamiento de la Identidad como icono y sujeto de los derechos y deberes políticos, la Ilustración enarbola la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, independientemente de su sexo, raza, religión que profese o nación (lugar de nacimiento) que tenga. Esta contienda se libra también entre la modernidad y la tradición, la conservación y el progreso, los sentimientos y la razón. No es infrecuente por eso que las pasiones agiten el debate político, pero las pasiones son siempre totalitarias por su propia naturaleza.

Frente a quienes claman y suspiran por los deseos del pueblo y las tribulaciones de la gente, el político ilustrado lucha por los derechos de los ciudadanos. Sin embargo, esta manera de ver las cosas tiene en la actualidad y en muchas latitudes cada vez menos prestigio. En nuestro país lo pone en evidencia el hecho de que el Gobierno central decidiera hace bien poco eliminar la educación para la ciudadanía del currículo de nuestros escolares, privilegiando la enseñanza de la fe frente al uso de la razón.

Así las cosas, muchos se preguntan ahora por lo que ha de pasar en adelante tras la jornada de ayer, y suelen responderse que nada bueno en realidad. Depende desde luego de cuales sean los objetivos y métodos que los vencedores indiscutibles de las elecciones catalanas, al margen de cual haya sido el porcentaje de votos obtenidos, se apresten a perseguir. Pero también, y mucho, de la actitud del Gobierno de Madrid y de los partidos con representación y raíces en toda España, Cataluña incluida, a quienes se debe fundamentalmente las casi cuatro décadas de estabilidad política y desarrollo económico que hemos disfrutado desde la desaparición de la dictadura.

Si no se toman medidas que refuercen el compromiso democrático de los españoles, los resultados de estas elecciones pueden ser el anuncio de una crisis global de nuestro sistema político, víctima de una desafección cada vez más extendida como consecuencia de la corrupción y de la falta de un proyecto de futuro. Este no puede construirse a base de soflamas y promesas, sino de objetivos claramente delimitados respecto a qué hacer con el país, qué modelo de Estado de bienestar queremos y qué tipo de convivencia aspiramos a construir entre las diversas nacionalidades de España que la propia Constitución de 1978 reconoce.

En semejante situación parece del todo irresponsable que el presidente del Gobierno quiera apurar hasta la víspera de Navidades la legislatura, aprobar un presupuesto que, si las encuestas no se equivocan, difícilmente va a ser capaz de gestionar, y prolongar durante todavía más de dos meses un interregno inútil que solo ha de servir, a juzgar por lo que hemos visto, para alimentar las pasiones de políticos y tertulianos en busca de más votos y mayores audiencias. Tan irresponsable como el silencio inaudito que guardó anoche ante la opinión pública. De persistir en su empeño solo logrará promover más inestabilidad e incertidumbre cara al futuro, por lo que si es el bien de España y no el disfrute del poder lo que le mueve, debería convocar elecciones legislativas.

Los catalanes ya han ido a las urnas. Los españoles todos deben hacerlo cuanto antes. Ojalá asistamos entonces al triunfo de la Ilustración. Ayer no pudo ser.

Juan Luis Cebrián es presidente de EL PAÍS.

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