El viajero poco avisado y que piense llegar a San Sebastián en avión a través del aeropuerto de Fuenterrabía, se encontrará con la sorpresa de que dicha localidad ha dejado de existir para denominarse Hondarribia. Ninguna cartela en el entorno le avisará del cambio o tendrá la amabilidad de mostrárselo en formato bilingüe español-vascuence. Si el mismo viajero deseara realizar el mismo trayecto en tren desde Madrid, por ejemplo, aventura placentera que le puede deparar entre cinco y siete horas de plácida lectura gracias a la sangrienta eficacia con la que ETA se opuso a la construcción de la llamada Y vasca para las comunicaciones férreas, descubrirá con cierto asombro no sólo que al llegar al País Vasco los sistemas de comunicación del tren suman el vascuence a las ya bilingües explicaciones de los hitos recorridos en español y en inglés sino que, además, al informar de los nombres de los lugares por los que el convoy se detiene, una serie de topónimos perfectamente desconocidos y de complicada ortografía confunden al viajero sobre el lugar en el que se encuentra. Si una vez en San Sebastián el viajero quisiera acceder a la página electrónica de la ciudad para conocer sus innumerables encantos, bien hará en teclear San Sebastián-Donostia, porque si sólo incluye las primeras dos palabras se verá automáticamente referido a la industriosa localidad madrileña de San Sebastián de los Reyes. Si ya en la ciudad busca el Paseo de la Concha bien hará en rastrearlo por «Kontxa Pasealekua» si desea ver cumplidos sus deseos de contemplar el mar desde la bellísima bahía en forma de… concha. Si una vez terminada su estancia en la capital guipuzcoana desea seguir camino y adentrarse en Francia por el Puente Internacional de Santiago en Irún sepa, para no confundirse, que aunque la cartela diga «Lapurdi», está entrando en el país vecino. Y que si por alguna razón desea volver por el mismo camino hacia España, encontrará hacia el lado sur del puente una indicación que escuetamente incluye solo la palabra «Gipuzkoa». En algún rincón se debe haber perdido el nombre de nuestro país. Y el del otro.
Nuestro viajero, interesado en establecer contactos de cooperación con un ayuntamiento guipuzcoano del que le habían alabado su buena disposición al respecto, y buscando para ello el acompañamiento de amigos vascos, se encontró con alguna perplejidad con que la alcaldesa del lugar se dirigía a él en vascuence y que ninguno de sus conmilitones entendía lo que decía. Apenas uno de ellos logró mascullar unas palabras banales en el batúa local para luego recurrir al español cuando se trataba de explicar en detalle los aspectos de la oferta. Y cuando tuvo una leve indisposición y fue llevado con cierta prisa al hospital de la ciudad, tuvo que aclarar al médico que le atendió en vascuence que él no conocía el idioma. Tiempo le faltó al doctor para cambiar a un español sin mácula, tras explicarle al paciente eventual que ellos, los vasco parlantes, como los catalano parlantes en Cataluña, Valencia y Baleares, y como los gallegos en su región, tenían mucha ventaja con el resto de los médicos españoles: sus conocimientos de las lenguas cooficiales les aseguraban calificaciones superiores para la entrada en el servicio por encima incluso de los conocimientos profesionales de personas cualificadas procedentes de otras partes de España.
El viajero en cuestión, que bien podría ser un americano afincado en Gran Bretaña y que por aquello del Brexit estaba buscando sitio en un país razonable en la orilla Oeste del Atlántico que no hubiera pensado abandonar la Unión Europea, anotó con preocupación la exclusividad con la que lo que él llama «las clases extractivas y tribales» de regiones bilingües daban prioridad a cualquier forma de expresión que no fuera la que la Constitución describe como común, el español. Y bien que su decisión de radicarse en España fuera razonablemente firme, y una vez escogido para el acomodo familiar un paraje idílico del soleado levante hispano, se vió forzado a cuentas económicas complicadas al comprobar que en las escuelas públicas del lugar no le garantizaban a sus cuatro jóvenes descendientes el adecuado conocimiento del español. Sus amigos locales le aconsejaron buscar una escuela privada, porque de otra manera sería trabajoso, si no imposible, satisfacer sus lógicas preocupaciones culturales y lingüísticas. Y como casos de la peculiar perversión del sistema, le mencionaron el de Clara Ponsati, consejera de Educación que fue en el Gobierno de la Generalitat catalana bajo Puigdemont, tras haberse desempeñado como titular de la cátedra Príncipe de Asturias en la Universidad americana de Georgetown, cátedra que patrocina el Gobierno de España y financia una importante corporación española, quien tuvo que reconocer a su vuelta a España que no dominaba el español. Y añadían además, con cierto regocijo, el de la política catalana Marta Rovira, claramente derrotada en sus confrontaciones electorales con Inés Arrimadas tanto por su incontenible tendencia al lloriqueo nacionalista como por su manifiesta incapacidad para manejar el idioma del país del que ostenta la nacionalidad.
El viajero, que tiene de España la visión positiva que observa en sus amigos locales, esos que presumen pertenecer a la «sociedad civil» sin más aditamentos, comparte con ellos el optimismo constitucional con los que el país ha sabido vivir durante las últimas décadas y se muestra decidido, en la medida en que sus orígenes se lo permitan, a cooperar en una tarea que le aparece imprescindible: la de «españolizar España». Quizás por ello no comprende bien que el Gobierno español se preocupe de la expansión de la lengua en el exterior cuando, por lo bajines y sin que nadie le escuche, se dice: «¿no sería más oportuno empezar por la expansión del español en el interior?». A lo mejor, si ocasión tuviera, propondría a sus vecinos y amigos lo hasta ahora impensable: que todos los niños españoles recibieran una Constitución y un mapa de España al comenzar sus estudios. No es mala idea. «La patria común e indivisible de todos los españoles…».
Javier Rupérez, académico correspondiente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.