Especular

Unos mercados financieros libres, transparentes y eficaces son un requisito esencial para el desarrollo de la economía productiva. De ellos dependen en gran medida la inversión pública, la privada y un régimen de transacciones comerciales internacionales próspero y equilibrado. Su gran peligro es la especulación excesiva que distorsiona la economía financiera, la aleja de la economía real y conduce a las burbujas y las crisis que padecen, en mayor o menor grado, todos los ciudadanos.

EspecularLa especulación, cada vez más sofisticada, ha existido desde la más remota antigüedad. En 1688 José de la Vega describió magistralmente las mil formas de especulación bursátil de su tiempo en Holanda en «Confusión de confusiones. Diálogos curiosos entre un filósofo agudo, un mercader discreto y un accionista erudito». Poco ha variado la especulación bursátil desde entonces. Dice José de la Vega: «Llámole confusión de confusiones por no haber en él sutileza que no encuentre quien la asalte, ni ardid que no halle quien lo rinda». Y, en efecto, la especulación requiere de astucia y de sutileza, de la misma forma que la requiere su contención dentro de limites razonables de manera que no perjudique injustamente los intereses generales. Veamos un caso reciente. Una de las razones aducidas por el Gobierno para retrasar la reducción de impuestos que le reclama Ciudadanos es el gran coste que va a suponer que el Estado se haga cargo de las pérdidas acumuladas por las autopistas radiales de Madrid, inspiradas en las de París. El Estado, para no gravar el déficit público, las configuró como concesiones a inversores privados y, para atraer a estos inversores, hizo un cálculo optimista de cuál sería el tráfico futuro de las autopistas, pero lamentablemente los cálculos resultaron erróneos. No un poco erróneos, sino totalmente erróneos. Los concesionarios se ven imposibilitados de asumir unas pérdidas cuantiosas y, en su inmensa mayoría, acuden a procedimientos concursales. El Estado, que considera de gran utilidad pública las autopistas radiales, va a tener que hacerse cargo de ellas.

Los concesionarios habían contraído cuantiosos préstamos para pagar la construcción de las autopistas y los bancos prestamistas, asustados por la inminencia de la quiebra, decidieron desprenderse de ellos al precio que fuera. Este es el momento en el que aparecieron unas entidades que compraron los créditos por un porcentaje mínimo de su importe: son los conocidos fondos «oportunistas», o fondos «buitre» con una designación metafórica más agresiva. Los fondos buitre cuentan con que la responsabilidad patrimonial del Estado se hará efectiva y servirá para atender al pago de todo o parte de los créditos. Si los cálculos de los fondos son correctos obtendrán un importante beneficio en una operación en la que habrán perdido los concesionarios y los bancos que asumieron el riesgo de construir las autopistas y, muy previsiblemente, el Estado al afrontar su responsabilidad patrimonial.

¿Beneficio legal para los fondos? Sin duda. ¿Razonable? Eso es más discutible.

La compra especulativa de créditos permite traer a colación una vieja institución jurídica originaria del imperio romano bizantino, auspiciada por el emperador Anastasio I. Los bizantinos fueron durante siglos depositarios de la cultura clásica greco-latina y deslumbraron en las artes, la filosofía, el derecho, la teología, y otros muchos ámbitos del saber. Es cierto que las célebres discusiones bizantinas ponen en entredicho su buen sentido, pero esta crítica no debe conducir a descalificar su finura en el razonamiento. La sutileza es absolutamente necesaria en toda empresa intelectual. Los bizantinos la practicaban con entusiasmo en sus debates, principalmente en lo que fue su gran pasión nacional: la teología, pero también en la filosofía, la economía y el Derecho.

El emperador Anastasio I se preocupó con acierto de la economía. Se adelantó a las más modernas prácticas en materia fiscal y suprimió los impuestos que gravaban ciertas transacciones comerciales y el ejercicio de la actividad artesanal, el chrysargiron y la collatio lustralis. Posiblemente es una de las primeras demostraciones de las teorías de Laffer cuya célebre curva demuestra que a menores impuestos es, sin embargo, mayor la recaudación.

También se preocupó el emperador de la especulación. La actividad de compra de créditos y de pleitos se consideraba una especulación odiosa en la antigüedad y estaba muy extendida en el imperio. La lex Anastasiana fue promulgada para evitar esa poco edificante especulación. Si el prestamista vendía su crédito, el deudor tenía el derecho preferente a rescatar la deuda satisfaciendo una cantidad igual al precio pagado por el comprador. De esta forma era el deudor el que se beneficiaba y no el que compraba el crédito con una finalidad puramente especulativa. El retracto anastasiano, como hoy se conoce a esta norma, formó parte de la recopilación de Justiniano, se incluyó en el código napoleónico y de ahí pasó a nuestro Código Civil, al Fuero Nuevo de Navarra y a una reciente ley catalana.

Es cierto que la lex Anastasiana pensaba en acreedores privados venidos a menos y se justificada como medida de «humanidad y benevolencia» (tam humanitatis quam benevolentiae plena, recuerda nuestro Tribunal Supremo). Pero no hay razón para que una medida análoga no se aplicase en casos como el de las radiales de Madrid en los que el Estado, es decir, los contribuyentes españoles en general, sufragarán los beneficios de una operación puramente especulativa de compra de créditos.

Recientemente hemos asistido también a otro tipo de especulación, en este caso típicamente bursátil: las posiciones cortas en Bolsa sobre el Banco Popular que, según los expertos, ha contribuido significativamente a la caída final del banco en perjuicio de sus accionistas y en exclusivo beneficio de los especuladores a la baja.

¿Beneficio legal de los bajistas? Sin duda. ¿Razonable? Esto es, de nuevo, más discutible.

La cuestión es si no ha llegado el momento de limitar las operaciones financieras puramente especulativas cuando convierten los mercados financieros en un puro casino, en perjuicio de la economía real o al menos cuando se trata de sectores de interés general cuyas pérdidas acaban siendo asumidas por todos.

El emperador Anastasio, que no era precisamente un populista, lo haría tam humanitatis quam benevolentiae plena.

Daniel García-Pita Pemán, jurista.

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